Puebla, el rostro olvidado (El Auge 2)

Réplica y Contrarréplica
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Grupos de presión 

Los empresarios 

EL AUGE

SEGUNDA PARTE 

En abril se inscribió con letras de oro en los muros de la Cámara de Diputados el nombre de Estevan de Antuñano. El merecido homenaje, aunque propuesto por el gobierno, interpretó el sentir del pueblo, pero sobre todo complació a los industriales poblanos.

    La crisis textil fue entendida en toda su dimensión cuando la fábrica El Patriotismo, propiedad de Miguel E. Abed, fue emplazada a huelga, pues para todos era conocida la vocación social de este patrón consciente y amigable y el único capaz de ufanarse por no tener conflicto con sus trabajadores.

    A fines de 1947 un periódico local afirmó que el jefe del Departamento de Tránsito era demasiado estricto en el cumplimento de su deber. Como a los camioneros les interesaba mantener contento al funcionario, la alianza hizo publicar la aclaración de que el titular de tránsito siempre había demostrado un espíritu de equidad apegado a las disposiciones normativas vigentes y lo más importante para ellos, siempre había resuelto los problemas de los camioneros sin lesionar intereses particulares, sino preocupándose esencialmente por la satisfacción del servicio público.

    Firmaba el documento el Comité Ejecutivo de la Alianza de Camioneros de Puebla, encabezado por Antonio Seoane; Luis Mendoza, secretario del interior; Ignacio Mantilla, secretario tesorero; Roberto Lara, secretario de rutas urbanas; y Lorenzo Rosas, secretario de finanzas. Los dirigentes se dieron cuenta que podían ocupar cargos en la administración pública estatal si en Puebla se seguía la política del centro: el presidente de la Alianza de Camioneros del DF, Antonio Díaz Lombardo, había sido designado director del Instituto Mexicano del Seguro Social. Naturalmente le fueron a saludar cuando visitó en Puebla la delegación nacional del instituto. Los dirigentes camioneros estaban muy interesados en estrechar vínculos con el gobierno, quizá para que en el momento oportuno pudieran treparse al carro de la revolución.

    Quedó confirmado, pues, como la clase patronal entendió lo conveniente de conquistar el apoyo de los gobernadores revolucionarios y no enfrentarse a ellos. La colaboración siguió consolidándose durante el gobierno de Betancourt. Esas relaciones es obvio que beneficiaron a los hombres de negocios que veían en el gobernador a un excelente amigo y representante de sus intereses. Así se los comprobó cuando intervino ante el presidente Miguel Alemán para pedirle abrogar las restricciones al crédito bancario porque dificultaban la recuperación económica del estado.

    Empero, no todos los empresarios estaban preocupados por las restricciones de los créditos bancarios. Muchos disponían de suficiente dinero como para iniciar nuevos y muy buenos negocios. Tales fueron los casos de Rómulo O’ Farril, Francisco Rodríguez Pacheco, Ramón Recasens, Ricardo de la Parra, José Luis Alarcón, Rómulo O’Farril Jr y Alejandro Romero. Estos personajes se habían propuesto fraccionar el cerro de San Juan para agrandar la ciudad hasta el río Atoyac y convertirla, según esperaban, en la más grande del país después de la de México. Los empresarios dijeron al gobernador que estaban con él porque era progresista y honorable. Y con la intención de cooperar con su pacifica y sensata administración se comprometieron a acelerar la construcción de la colonia destinada a ser el orgullo de Puebla, La Paz. Y así lo hicieron. A fines de marzo de 1947 ya habían iniciado la urbanización de la zona: abrían calles y construían obras de captación de agua potable que, de acuerdo con sus proyectos, darían líquido suficiente para que los residentes nunca sufrieran escasez.

    Pero no todo era miel sobre hojuelas. José Miguel Estanislao Sarmiento, director del Museo Regional del Estado, se opuso al desarrollo urbanístico. Argumentaba que las ruinas del cerro de San Juan estaban protegidas por la Ley de Conservación de Monumentos y Bellezas Naturales del estado, y que su violación haría incurrir a los fraccionadores en un grave delito y la consecuente consignación ante las autoridades judiciales.

    Al parecer, el director del museo sólo se estaba curando en salud, porque junto con la amenaza le dio la solución: para salvar el obstáculo se requería la autorización especial del gobernador, único funcionario con facultades para destruir las ruinas. Las obras del fraccionamiento continuaron sin contratiempos. El señor O’Farril le informó a Betancourt que el costo de la urbanización de La Paz ascendía a doce millones de pesos, en virtud de los últimos adelantos en materia de saneamiento, pavimentación, distribución de agua potable, alumbrado eléctrico y comunicaciones.

    Los fraccionadores planeaban crear dos mil lotes además de jardines y calzadas con árboles – del monumento a Juárez (Avenida del mismo nombre y calle 25 sur) hasta el puente de México–, zona que incluía el cerro de San Juan. Cada lote costaría entre 26 y 80 pesos el metro cuadrado ya que, según Rómulo O’Farril, Fraccionamientos de Puebla no trataba de hacer negocios de judíos (sic) sino una obra de beneficio para la gran ciudad.

    Los inversionistas consideraron importante que el fraccionamiento contará con un templo católico digno de sus moradores. Para ello donó el terreno uno de los principales socios de la empresa, el más influyente miembro de la  Canaco–Puebla y el católico más estrechamente vinculado con la jerarquía eclesial: Francisco Rodríguez Pacheco. A él se dirigió Rafael Figueroa Ortega, cura de Santiago, en esos momentos estudiando en Roma el doctorado en derecho canónico, para informarle que el papa pío XII, durante su audiencia verificada el 24 de marzo de 1947 se había dignado bendecir el proyecto de la construcción.

    Los ricos y piadosos poblanos no necesitaron más para aportar el dinero suficiente. Gracias a ese desprendimiento económico, el padre Figueroa, mejor conocido como “El Chanclas de Oro”, visitó en Europa diversos santuarios a fin de hacer en Puebla una réplica del que más le gustara. Fue así como se construyó la iglesia consagrada a la milagrosa Virgen del Sagrado Corazón.

    El 7 de mayo, la empresa declaró terminadas las obras de captación de agua potable y muy avanzadas las obras de urbanización. Por ello, con verdadero placer, anunciaron que el 10 de ese mes se iniciaría la venta de lotes con grandes facilidades de pago.

    Construir el fraccionamiento no fue sencillo. Los accionistas tuvieron que enfrentarse a industriales con intereses en esa zona que estaba siendo socavada por la fábrica de Cementos Atoyac, debido a que ahí obtenía materia prima.

El proceso tendiente a detener las excavaciones se inició en el Club Rotario de Puebla, donde Rodolfo Sarmiento, entonces juez del Registro Civil, leyó un artículo sesudo para machacar sobre la necesidad de conservar el vértice del cerro de San Juan “porque por él pasa el meridiano de Greenwich, lo que hace de Puebla un punto que figura en los mapas de investigaciones científicas”.

    ¿Pretexto o razón?  No lo sabemos. Al parecer este asunto fue la gota que derramó el vaso y el gobierno se vio obligado a intervenir; la fábrica de Cemento de inmediato se trasladó a San Jerónimo Caleras, lo cual hizo mucho más atractiva la compra de lotes en la colonia La Paz e incrementó la plusvalía de la colonia Amor, en esos días habitada por inmigrantes campesinos que no encontraban dónde alojarse.      

    Para compensar las fuertes inversiones de los fraccionadores, el gobierno estatal les cedió el cobro de impuestos por servicio de agua potable durante 15 años y para hacer más atractiva la adquisición de terrenos, eximió de contribuciones a los futuros colonos durante diez años.

    Fraccionar se había convertido en el negocio del siglo. Políticos y empresarios podían trabar asociaciones aparentemente lícitas. No existía ninguna ley ecológica ni tampoco había conciencia anticontaminante, pues la naturaleza aún no protestaba. El gobernador derogaba e imponía leyes a su arbitrio y antojo, estilo muy conveniente para aquellos empresarios que se interesaron en ganar la voluntad del gobernante en turno. La industria textil pasaba por otro periodo de crisis: sus bodegas estaban saturadas de productos elaborados. Escaseaban  los compradores y la maquinaria y los obreros seguían en plena producción.

Alejandro C. Manjarrez