El poder de la sotana (Secreto de espías)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 24

Secreto de espías

El supremo arte de la guerra

es doblegar al enemigo sin luchar.

Sun Tzu

 

La guardia marina que operaba en las costas de Tamaulipas fue avisada del descubrimiento del cadáver de un hombre vestido de militar. El cuerpo había sido llevado al puerto en uno de los barcos camaroneros. Horas después el médico legista se hizo cargo de la diligencia e investigaciones que le correspondían. Por la descomposición que mostraban los restos se determinó que el desconocido tenía ocho días de haber dejado la vida. Decía parte del informe:

Se trata de un individuo que falleció de asfixia por inmersión. (…) Estaba atado de pies y manos dentro de un costal asegurado con un grueso mecate del tipo que usan los pescadores. Fue descubierto gracias a que uno de esos lazos se atoró en el ancla de un barco de pesca…

Tres semanas más tarde se supo que el muerto era el militar asignado a la Embajada de Estados Unidos, mismo que había sido reportado como desaparecido por el propio embajador. Su nombre: Thomas Reed. Su cargo: asistente personal del representante diplomático. El vocero del Departamento de Estado emitió el comunicado 10b, en el cual determinó que debido a que se trataba del crimen de un miembro del ejército de Estados Unidos, la investigación la haría el propio gobierno estadunidense.

El crimen perfecto

Imelda acudió presurosa y preocupada al llamado de su amiga en cuanto el emisario le informó que la señora Leonora quería verla con urgencia: “La espera en el lugar de siempre a las cinco de la tarde”, fue el recado personal.

Hora y media después la cantante tomó su abrigo y se dirigió al café convertido por las dos amigas en el espacio para las confidencias. Llegó antes de la hora de la cita y escogió la mesa más cercana a la terraza. En el momento en que se disponía a dar el último sorbo al aromático café exprés que le habían servido, entró Leonora frenética, asustada. Ubicó a la soprano, se le acercó y sin el preámbulo acostumbrado le dijo: “Vámonos de inmediato, aquí corremos peligro”. El nerviosismo de su amiga hizo reaccionar a Imelda. Ésta abrazó a Leonora y le dijo con voz calma, pausada: “Tranquilízate. Respira hondo. Salgamos pero no me asustes”. Leonora dispuso que fueran a su automóvil. Las dos mujeres caminaron de prisa hacia el vehículo. Entraron en él. La norteamericana encendió el motor y empezaron a rodar sin rumbo fijo.

            Imelda quería saber lo que pasaba. Creyó oportuno romper el silencio que acompañaba a la desazón que había llenado la pequeña cabina: preguntó a Leonora poniéndole la mano en su hombro desnudo:

— ¿Podrías explicarme qué diablos pasó?

            —Sí, sí. Pasaron muchas cosas, amiga. Para empezar te informo que tendré que alejarme de este país. Por eso te llamé, para decirte que me voy —respondió Leonora sin despegar la vista de la calle solitaria por donde transitaba el vehículo que conducía.

            — ¿Pero por qué tanta prisa? —inquirió la soprano.

            Leonora aspiró oxígeno y dijo con la voz entrecortada por el llanto atorado en su garganta:

—Mataron a Tom.

            Imelda enmudeció. Por su cabeza pasaron los secretos amorosos de su amiga; recordó lo que ella le había confiado sobre las violentas reacciones de Tom, un hombre celoso y proclive a sentirse traicionado por cualquier gesto o expresión de quienes le rodeaban, en especial la natural coquetería de Leonora.

            — ¡Mataron a Tom! ¿¡Me oíste!? ¡Mataron a Tom! —volvió a decir.

            —Sí, sí. Te escuché —reaccionó Imelda sorprendida. El impacto de la noticia la mantuvo ausente por un momento hasta que se le ocurrió preguntar—: ¿Quién lo mató? ¿Por qué?

            —Sus compañeros, los ayudantes del Embajador. Descubrieron que él sustrajo de la caja fuerte los documentos que le entregué a Pedro.

            La mala nueva hizo recapacitar a Imelda. Percibió el peligro que corría su amiga. Se puso nerviosa y acongojada. Su cabeza se llenó de imágenes extrañas. Cuando superó el impacto decidió indagar:

— ¿Ya saben que tú lo ayudaste, o mejor dicho que él te ayudó?

            —Todavía no. Pero antes de que lo sepan me iré de México con rumbo a cualquier parte del mundo; quizá al sur, a Buenos Aires. En fin… Quiero que me hagas el último favor, Imelda. Por eso te busqué a pesar del peligro que ambas corremos.

            —Tal vez podamos encontrar otra alternativa —sugirió la cantante como si no hubiera escuchado la advertencia.

            —No la hay —dijo tajante Leonora.

            —Entonces dime lo que debo hacer.

            —Sólo avísale a Pedro. Ponlo al tanto de lo que ocurre y dile que se cuide mucho porque si lo relacionan con Tom, él podría ser otra de las víctimas de esta vendetta. Y yo la siguiente.

            — ¿Vendetta?

            —Sí porque se enteraron de que fue Tom quien metió las manos a la caja fuerte. El Embajador lo supo después de revisar sus papeles. No sabíamos que tiene la costumbre de acomodarlos como si fuesen trampas. Así descubre si alguien hurga en ellos. Tom y otro militar, al que le dicen El Junior y desde luego Sheffield, eran los únicos que tenían la combinación de la caja. Junior, que es el hombre de confianza del Embajador, estaba o aún se encuentra en Texas cumpliendo una misión oficial... Bueno mejor dicho él pidió ese trabajo para alejarse de nosotros, distancia que nos dio cierta tranquilidad. ¿Sabes? El tipo es un hombre perverso, vengativo; un depredador al servicio de mi gobierno.

            — ¿Alejarse de ustedes…? —volvió a preguntar Imelda desconcertada.

            —De Tom y de mí. La misma historia de los amores mal correspondidos; los celos que separan a los amigos. El caso es que la investigación puso en evidencia a Tom, pero aún no descubren cuál fue la causa de su traición. Lo supongo.

            —Pero lo mataron ¿no?

            —Después de torturarlo. Y eso es lo preocupante porque pudo haber dicho algo comprometedor para mí. E inclusive, a estas alturas, la investigación podría incluir a Pedro porque ya debe haberse percatado de que entre él y yo existe una relación íntima. En fin. Creo que falta poco para que la verdad salga a flote...

            —Qué pena que esto haya acabado así —lamentó Imelda.

            —No, todavía no acaba —corrigió Leonora—. Por ello te pedí que vinieras. Quiero que busques a Pedro y le des estos papeles; le servirán como escudo —dijo entregándole el sobre que contenía los documentos.

            Imelda tomó el paquete preguntándole a Leonora con los ojos el porqué de la confidencia. Por respuesta recibió una sonrisa acompañada de la frase:

—Es un salvoconducto, información que de hacerse pública afectaría el prestigio personal de Kellogg, el secretario de Estado de mi país.

            — ¿Y por qué no la usas tú, acaso no te sirve? —cuestionó la soprano.

            —Por supuesto que me sirve. Por eso estoy aquí y a punto de salir de este embrollo. Pero tengo que cuidarme y proteger a Pedro. Espero en Dios que no nos pongan en su lista de espías. Si esto llegare a ocurrir se agravaría mi problema y él tendría otro más. En este momento sólo soy la ex amante de un traidor, una de sus víctimas. Con esa desgracia huyo a donde pueda calmar mi decepción, ¿me entiendes? El propio Embajador me lo recomendó. Debo seguir su consejo y adelantarme a cualquier cosa que pudiera descubrirme. De otra forma…

            —Te matarían igual que a Tom.

            —Aprendiste rápido, Imelda.

            — ¡No qué va!, es pura intuición… —bromeó la cantante con el ánimo de quitar la tensión a la plática.

—Aunque no me lo hayas preguntado de cualquier manera te contestaré lo que estás pensando: para ellos tú eres mi amiga, la cantante que conocí en la fiesta del embajador James Rockwell, la mujer que recomendó a nuestro maravilloso cocinero. Saben que nos acercamos porque somos emocionalmente afines. Esa es la versión que conoce mi jefe. Por ello, en el momento en que tome el barco hacia Argentina, tú dejarás de estar en la lista de amigos de la Embajada, bueno, de Leonora. Será el momento en que tengas que buscar a Pedro; no antes, ¿entiendes? Espera siete días cuando menos.

            —Sí, lo entiendo. No te preocupes por nosotros. Preocúpate por ti y cuídate.

            Con esta última frase Imelda se despidió de Leonora. Le besó la mejilla y le deseó buena suerte. Bajó del auto y la vio alejarse. Pensó en Buenos Aires y se dijo: “habrá otra bella mujer adornando el paisaje urbano”. En el momento en que se disponía caminar rumbo a su casa que estaba a dos calles de distancia, la sorprendió el militar que la tomó del brazo invitándola a subir a su coche. Imelda no tuvo tiempo de resistirse. Cuando se dio cuenta e iba a protestar ya estaba dentro del vehículo sentada junto a una mujer que sin pedirle permiso empezó a revisar su ropa y los rincones de su cuerpo. Después buscó en su bolsa y lo único que encontró fueron los afeites comunes. “Está limpia jefe”, dijo la agente al oficial.

            —Disculpe señora. Sólo queremos protegerla y protegernos. Sabemos que es amiga de Leonora y por eso nos preocupamos. Supongo que ella le comentó su pérdida, ¿verdad?

            La cantante recordó que sobre el asiento del auto había dejado los papeles que le dio Leonora. “Gracias a Dios”, pensó. Ya tranquila por el venturoso olvido le respondió al militar:

—Sí, me dijo que había muerto su novio; que estaba muy triste y que quería despedirse de mí porque abandonará el país.

            — ¿No le comentó cómo murió Thomas?

            — ¿Quién?

            —Tom, su novio, como ella le dice.

            —Sí, en un accidente, ¿o no?

Como no hubo respuesta a su aparente duda Imelda agregó que Leonora le había confiado su deseo de alejarse de los recuerdos que la harían sufrir.

            —Está bien señora. Perdone que la hayamos molestado. Espero verla pronto en la Embajada. Me han dicho que canta usted muy bonito. ¿Vive cerca de aquí, verdad?

            —Sí señor. Iré con gusto cuando me invite el Embajador. ¿Y usted cómo se llama? —preguntó Imelda en un acto de defensa propiciado por el temor.

            El oficial dudó un instante. Abrió la puerta del automóvil para que la soprano se apeara y dijo:

—Me llaman Junior.

Sin pronunciar otra palabra Imelda salió del auto impulsada por una fuerza extraña. Volteó a ver al agente, fingió una sonrisa y se alejó del lugar. El ruido que produjo la puerta de auto le hizo sentirse segura. Miró hacia donde la habían dejado y se repitieron las imágenes en movimiento: volvió a ver cómo se alejaba el coche que era parecido al que conducía Leonora: un Ford A último modelo. La sensación de languidez la obligó a sentarse en el quicio de un balcón. Sentía en la cabeza las palpitaciones de su corazón descompensado por la arritmia que le produjo la sorpresa y el susto de formar parte de algo cuyas consecuencias aún no entendía. 

Siete días después

Pedro del Campo encontró en su escritorio el mensaje que le había dejado uno de sus ayudantes: “Jefe: Imelda Santiesteban desea platicar con usted. Lo esperará mañana en el restaurante del maestro Ponce. La hora: 8.30 de la noche. Dice que es importante y que tiene un mensaje de una amiga mutua”.

            — ¡Teniente Ramírez, quien trajo este mensaje! —gritó Pedro al oficial que hacía las veces de secretario.

            —Una señora ya madurita y de buen ver, Jefe. Dijo que era la mamá de la persona que se lo envió. Se llama Imelda.

            “Igual que su hija”, masculló. —Está bien Ramírez. Gracias.

 

El éxito de la misión encomendada al general José Álvarez fue compartido por Luis N. Morones. Éste logró obtener información importante del empleado filipino. Justiniano Rizal, lo puso al tanto del movimiento interno de la Embajada de Estados Unidos y las actividades de sus principales operadores políticos. El cocinero le había confiado que el capitán Thomas estaba molesto con el embajador porque creía que cortejaba a su amante. Los datos formaban parte de la información que Álvarez tenía que pasar el presidente: “Según trascendió el tal Thomas es muy apasionado y capaz de hacer cualquier cosa para conservar el amor de la señora Leonora —escribió el jefe del Estado Mayor de Calles—. Con estas y otras fichas e informes sobre las costumbres del personal de la Embajada, Pedro del Campo logró que la dama le entregara documentos que nos permitirán cambiar las cosas”. 

Mora y del Río, que había ordenado a los sacerdotes que mantuvieran cerradas las puertas de los templos, envió a su tropa de sacerdotes promotores de la fe católica el siguiente mensaje:

“Díganles a los feligreses que Calles, es enemigo de la Iglesia, que él es el culpable. Formen brigadas con sus fieles, los que están dispuestos a defender nuestra fe aun a costa de su vida. Bendíganlos. Garantícenles que su morada final será el reino de Dios. Incítenlos a eliminar a los enemigos de nuestra religión.”

Más de cien religiosas pertenecientes a la orden de San Jerónimo se dispusieron a colaborar con los “nuevos guerreros de la fe”. En el grupo estaba la madre Concepción, la mujer que había tratado de convencer a su superiora de que Calles era el nagual que se le apareció a “su eminencia”; la monja que se empeñó en demostrar con sus razonamientos mágicos, que los males del alto jerarca de la Iglesia mexicana se derivaban de un conjuro, hechizo que le hizo ver los “ojos del nagual en la mirada de Plutarco, la maldad del turco mutado en animal”.

 Alejandro C. Manjarrez