El poder de la sotana (Estrategia del inframundo)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 42

Estrategia del inframundo

 

No somos sólo cuerpo, o sólo espíritu,

somos cuerpo y espíritu a la vez.

George Sand

 

A tres mil kilómetros de distancia de la Casa Blanca, Calles ordenó a José Álvarez que convocara a sus compañeros de las sesiones espiritistas. “Dígales que haremos un ejercicio histórico —comentó con un carraspeo cuyo eco rebotó en las paredes del despacho presidencial—. Ya veremos si las hermanas Fox entran a este país sin la visa correspondiente —bromeó.​

    — ¿Las hermanas Fox? —tanteó Álvarez.

    — ¿Acaso no las recuerda General? Son aquellas mujeres que según Sheffield convulsionaron a Nueva York el día en que mostraron al mundo lo que parecían facultades paranormales. Falló su intentona debido a que sus trucos no pasaron ninguna prueba científica. Una de las dos golpeaba el piso con los dedos del pie mientras que la otra simulaba sentir cerca la presencia del espíritu o dizque percibía alguna de las señales del más allá. Ambas jugaban e incluso se divertían con reproducir cualquier cosa que pasara como fenómeno paranormal. El espiritismo se había convertido ya en su forma de vida; lo comercializaron a pesar de que es algo muy serio.

     Álvarez volvió a escuchar la historia en boca del presidente Calles. No lo atajó porque sabía que era uno de los temas preferidos de su jefe. Le dejó hablar sin interrumpirlo hasta que el Presidente llegó al objetivo que fue organizar una sesión espiritista.

     — ¿Cómo ve General si convocamos a los amigos a una sesión? La haremos en la víspera de la entrevista entre Téllez y el presidente de Estados Unidos. Sirve que calamos al maestro Amajur a ver si logra influir en la mente de Coolidge. Y además invitamos al padre Heredia para que dé fe de la sesión y nos aclare si hay truco. ¿Le parece?

     ​—Sería muy interesante señor Presidente —respondió el jefe del Estado Mayor—. Sobre todo porque en esta ocasión la ciencia estará tejida al pensamiento mágico…

     — ¡Entonces encárguese de organizar la sesión! —Adelantó Calles—. Ya lo dijo: conoceremos la opinión científico-religiosa del jesuita que aún no ha visto de lo que es capaz Luisito Martínez. Si este médium está en su mejor día hasta podríamos tener la presencia fantasmal del maestro Amajur. Como lo acaba de decir, la ciencia entreverada con el pensamiento mágico, ¿o no?

     —Con todo respeto Presidente —se animó Álvarez—: agregue Usted que tendríamos dos magias enfrentándose al raciocinio científico: la religiosa o espiritual y la energía de la mente...

— ¿Dos magias? —tanteó Calles.

     —Sí, Jefe, la religiosa y la paranormal. Una de ellas producto de la energía del espíritu que a veces trastoca el raciocinio. Otra es la fuerza de la mente que se hace pequeña o engrandece ante lo infinito del Cosmos, depende del cerebro donde ocurra este fenómeno, llamémosle racional.

     Calles sonrió malicioso. No dijo nada pero con su silencio manifestó su acuerdo con lo dicho por Álvarez.

Muerte del convento

 

Las nubes acariciaban las azoteas de los edificios de la Ciudad de México. Detrás de aquella neblina permanecía oculto el sol tempranero. Sus rayos daban volumen a los densos cúmulos llenos de tonos grises. Era el quinto día de cielo encapotado. El frío no tenía la competencia del sol y había empezado a causar estragos entre los habitantes de la gran ciudad. La madre Concepción Torres, como casi todas las hermanas jerónimas, sufría un severo ataque de influenza. Parecía una persona seleccionada por la parca, la “Santa Muerte” que no tiene horario ni fechas porque sabe que siempre la están esperando: la nariz enrojecida contrastaba con su tez pálida; sus ojos hundidos estaban inyectados y llorosos; la voz cavernosa y una tos seca y rasposa pronosticaban que para Concepción estaba cerca el fin de sus días en el mundo de los naguales y las ánimas en pena, según su hipótesis.

     —Me siento en el umbral de la muerte, hermana. Le he pedido a usted que venga porque es la hija de Dios más apta para la misión que le voy a encomendar —dijo Concepción robándole palabras a los accesos de tos—: nuestro Señor me ha estado enviando mensajes para que yo le diga a sus hijos y esposas lo que debemos hacer en bien de nuestra religión, de nuestra fe. Le entrego este legajo que contiene la historia de los avances y las indicaciones de lo que falta por hacer. Lea con cuidado su contenido hermana. Después destrúyalo.

    La monja aspiró profundo para recuperar el oxígeno perdido. Miró a su compañera con los ojos de la ternura fraternal y cambió su trato distante con la intención de acercarse a los sentimientos de quien iba a suplirla. 

     Que su memoria sea la caja fuerte y la llave del secreto que habrá de salvar a los católicos asediados por el nagual que tomó toda su energía negativa de Tezcatlipoca, la deidad azteca de las tinieblas. Busque cuanto antes a las personas; son seis y sus nombres están subrayados con tinta negra. Al final aparecen los domicilios de cada uno. A partir de hoy usted llevará el apelativo de Juana, en vez de Concepción, como también me llamo. Y no se preocupe porque cuando todo esto acabe la gente se encargará de que usted recupere su verdadero nombre…

     La religiosa que escuchaba a su superiora se quedó petrificada. Le asustó la imagen de la “hermana” cuya alma parecía urgida de abandonar aquel maltrecho cuerpo. Sin dejar de pensar en la asepsia que recomendaba el médico de la orden, tomó con la mano izquierda los papeles que habían sido cuidadosamente atados y sellados con un delgado listón color verde.

     —Está bien, hermana Concepción —dijo la religiosa ahora rebautizada como Juana—, como sé de su compromiso con nuestra fe procuraré que su labor llegue a concretarse. Dios nos puso en este camino, incluso dándonos el mismo nombre. Son sus designios… Pero cúrese porque nos hace falta. Sobre todo a mí que deseo mantenerla al tanto de los pormenores de la misión que me ha asignado, misma que acepto con la humildad de las siervas de Dios. En mis oraciones pediré al Señor que le devuelva la salud.

     La monja visitante hizo una reverencia antes de retirarse. Concepción Torres tosía pero pudo verla salir envuelta en su aura violeta. Alguna de sus visiones le hizo desconfiar de la espiritualidad de la compañera y siseó: “Que Dios me permita vivir quince días más para ver qué hizo y así comprobar si Concepción, Juana, como ahora se llama, es una de las elegidas de Dios. Necesito que me alivies, Señor. Dame fuerza para librarme del mal que me aqueja”. Después se pencomendó al Todopoderoso y colocó sus manos sobre el pecho; cerró los ojos y empezó a rezar casi en secreto. Al término de la oración se dio cuenta que ya no veía y que estaba rodeada de sombras: “Es el aviso de la muerte”, pensó. Y en ese momento creyó haber entrado en un tobogán que la arrastraba hacia la profundidad de la tierra. Los sonidos fueron apagándose y en instantes su mente recorrió las diferentes etapas de su vida. Entre ese ajetreo interno alcanzó a escuchar la voz de su madre: “La única forma de salvar a esta muchacha, es acercándola a Dios: hay que llevarla al Convento de San Jerónimo”. Desorbitados y como buscando alguna luz o imagen que le indicara que estaba viva, antes de ser envuelta en las tinieblas, sus ojos se llenaron de lágrimas. “Que Dios me perdone”, dijo. Y murió.

Alejandro C. Manjarrez