El poder de la sotana (Tres clamores)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 23

Tres clamores

 

Cuando Dios borra, es que va a escribir algo

Jacques Benigne Bussuet

 

—Te excediste Pedro. Dejaste a Monseñor con una espada clavada en su dignidad…

—Será la espada Excalibur, la del mago Merlín, la que Arturo sacó del yunque prisionero en el mármol —satirizó Pedro con una sonrisa apenas perfilada. Enseguida agregó—: No, no Miguel. El que se ha excedido es él. El país empieza a incendiarse. Los fanáticos se enfrentan al gobierno. Ya dio la orden de cerrar los templos. Su locura ha contagiado a sus huestes…

            La cara del sacerdote fue transformándose conforme escuchaba a Pedro. En la comisura de su boca se hizo el arco de la preocupación combinada con el dolor del alma que provoca la impotencia. Su abundante cabellera se movía al ritmo de las vigorosas sacudidas de una cabeza empeñada en enfatizar sus expresiones negativas concentradas en esa parte de su cuerpo.

—Lo malo, lo preocupante es que no alcanzarán las sotanas del clero para poder cubrir tanta estupidez y los miles de cadáveres de inocentes —dijo Del Campo—. Hemos… mejor dicho, ustedes han dado un enorme brinco hacia atrás ubicándose en el Medioevo. De ahí tendremos que sacarlos, no por repudio al fanatismo que los atrapó, sino porque es la obligación del gobierno.

Miguel, que había rechazado en silencio lo que no se atrevía a objetar con palabras, tuvo que intervenir para defender su dogma y proteger a su institución religiosa valiéndose de la comprensión fraternal de su amigo. Le dijo modulando la voz para tratar de obtener su apoyo:

—Ayúdanos Pedro. Te lo pide tu hermano. Haz algo para que al presidente Calles cambie de actitud e impida que esta guerra produzca más muertes. Basta de resabios, venganza, odio, mártires, héroes y víctimas inocentes. Sólo él podrá evitar que la sangre bañe el territorio de México…

—Mejor tú convence al Arzobispo —respondió el militar sin bajar el tono enérgico con el que había empezado a reclamar—. Dile que él es el autor intelectual de la matanza que habrá; que frene sus ímpetus de guerrero fanático; que convoque a los curas rebeldes para que cambien su actitud paramilitar; que abra los templos que mandó cerrar. Dile que Calles no puede ni debe cambiar su proceder porque éste se ajusta a las leyes de México, las mismas que José, el supuesto pastor de almas, o sea tu Arzobispo, catalogó como pestilentes errores. Dile que Dios ya no está de su parte porque Él es un ser bondadoso al que tendrá que pedir su perdón por pendejadas cometidas en su nombre. En fin, amigo, dile que cuelgue los hábitos y que se dé un tiro en las nalgas que, te consta, es con lo que piensa…

            Miguel se tragó las lágrimas que estuvieron a punto de escapársele. No pudo hablar. La garganta se le había hecho nudo. Sentía la desesperanza que produce estar del lado equivocado. Bajo la cabeza y sin decir nada se retiró.

Pedro respetó el silencio del sacerdote. Lo vio alejarse y miró el cielo como si quisiera descubrir algo que atemperara el remordimiento fraterno. Lo único que encontró fue las frondosas y verdes ramas del laurel invadidas por los cientos de cuervos que en silencio parecían haber testificado los sentimientos ambivalentes de los dos amigos: el sufrimiento, la preocupación y el coraje entreverados y sujetos por el afecto. En ese momento, como si hubiesen sido descubiertos, los zanates empezaron a graznar con el escándalo que anuncia la llegada de su noche. La algarabía de las aves acalló los otros ruidos, menos el eco lastimero del tañer de la campana María. “Se adelantó el toque de ánimas —pensó Pedro—: cinco campanadas graves, una pausa… faltan los tres clamores…”

 Alejandro C. Manjarrez