La brigada terminal (Capítulo 15) El suicidio

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Capítulo 15

El suicidio

La resaca y el dolor de cabeza despertaron a Simón Rocafuerte. A tientas hizo funcionar el apagador de la lámpara del buró cuya luz aunque tenue agudizó su jaqueca. Recordó que no estaba solo y apagó la luz. Se quedó inmóvil escuchando el movimiento y los trinos de las aves que abandonaban su refugio nocturno. “Todavía está oscuro pero necesito darme un regaderazo para que desaparezca este maldito dolor de cabeza”, pensó. Tuvo que prender la lámpara de nuevo y cayó en cuenta que había dormido con Ángela. Miró absorto la piel bronceada de la mujer y su bella estampa le arrancó un suspiro. Quiso despertarla motivado por la languidez y el brillo del cuerpo que contrastaba con el tono crudo de las sábanas. “Qué injusto es el destino  –pensó al mirar la desnudez de la mujer–: tan joven y ya sufre el mal que corroe las entrañas”. Contuvo su impulso de abrazar a la hasta ese momento indefensa Ángela. Y se alejó de la cama para dirigirse a la ducha en donde, según él, encontraría alivio al dolor de cabeza y podría vencer los llamados de su libido. Antes de salir a la terraza Rocafuerte se puso las pantuflas y la bata. “Hay que prevenir cualquier resfriado que a estas alturas puede resultar mortal. Por ello tienes que cubrirte Simón –le dijo a su efigie reflejada en el espejo–, y agregó sonriendo de su ocurrencia: debo evitar las corrientes de viento que acaban con los viejitos”.

         Hora y media más tarde, el ruido que hizo Ángela interrumpió los pensamientos de Simón. Éste decidió que ya era hora de iniciar una nueva jornada y regresó a la recámara:

–¿Dónde estás Ángela? –preguntó con voz tenue. Como no obtuvo respuesta fue hacia el baño que estaba invadido por una nube de vapor. “No hagas mucho ruido –le recomendó Simón a su compañera–; en cuanto estés lista salimos a desayunar. Que no se den cuenta los demás; hay que evitar que metan las narices en nuestra intimidad. Quiero comentar contigo algunas inquietudes y mi preocupación por el tema que me impidió conciliar el sueño.

Ángela sacó la cabeza por un hueco de la puerta de cristal; le cerró el ojo al mismo tiempo que asentía y dejaba salir una sonrisa cuyo brillo se abrió paso entre su abundante cabellera mojada.

–Antes de entrar al tema que me preocupa –advirtió Simón–, debo decirte que anoche me trasladaste al paraíso. Si eso es la muerte ya quiero morirme. Pero si eso es la vida haré hasta lo imposible para conservarla. Pase lo que pase, Ángela, deseo que seas feliz para que tu alegría me contagie y tu amor, aunque fugaz y arrebatado al destino, sirva como un adelanto en vida de lo que necesariamente y por su energía tiene que ser eterno.

Al pronunciar esta última frase, Rocafuerte aceleró el motor del auto para entrar a las curvas cuyo trazo y peralte era un reto para los conductores acostumbrados a la velocidad: lo hizo porque temía escuchar una respuesta negativa a lo que después de varios meses de intentos fallidos se había animado a decir.

         Ángela se quedó callada sin despegar la vista de la carretera que parecía concluir en el océano. Como conocía muy bien a su compañero, entendió que debería mantenerse en silencio a pesar del escenario que estaba frente a ellos, un marco perfecto para enamorados y suicidas.

–¿Puedes ir un poco más rápido? –le dijo a Simón. Y éste sin inmutarse aceleró el motor del BMW convertible con la misma agresividad que le festejaban sus compañeros de universidad, pero con más precaución que cuando en ese mismo camino sufrió el accidente donde murieron dos de sus amigos y él salió con algunas lesiones sin importancia.

Poco antes de llegar al final de las curvas, Simón redujo la velocidad y volteó a ver a su acompañante con una mirada que exigía la respuesta a lo que minutos antes había dicho. Ella entendió la petición silenciosa y se animó a comentar:

         –Me agrada mucho lo que dices, Simón. No te imaginas cuánto añoro tus comentarios, sobre todo cuando estamos distantes aunque estemos muy cerca. Pero ni modo, es el destino que escogimos y hay que aceptarlo… y robarle algunos momentos para compensar la tragedia que cargamos como si fuese un buitre...

         “¿Qué hago? –pensó Simón preocupado. Si continúo con este tema –razonó– tendré que concluirlo y puede ser que esto se lleve varios días, o quizás semanas e incluso meses, tiempo que le quitaremos a nuestro proyecto. Es mejor que cambie de tópico aunque ello me aleje sentimentalmente de Ángela”.

–De ello quería hablarte –dijo Simón retomando el tono de autoridad que le había ganado el liderazgo que ejercía. Como bien lo dices, Ángela, debemos aceptar la tragedia y hacer hasta lo imposible para sacarle provecho en beneficio de los seres que habrán de sucedernos. Al supuesto buitre yo me encargo de espantarlo…

         La plática concluyó al llegar a su destino que era un agradable restaurante cerca de la playa y rodeado de vegetación. –Me da mucho gusto saludarlo señor, ya lo extrañábamos –dijo el valet parking a Simón–; buenos días señora…

–¿Por qué este tipo de empleados siempre dice lo mismo? –preguntó Simón a Ángela cuando ambos cruzaban el jardín del restaurante.

–Los entrenan, Simón. Y sus preparadores seguramente han comprobado que funciona la frase.

–¿Habrán leído el manual de Goebbels?

–Si no lo leyeron utilizan bien la técnica…

–Una mentira repetida mil veces…

La atractiva recepcionista los recibió con la misma frase y cortesía de siempre (“me da mucho gusto…”), saludo que les hizo mirarse y sonreír. “Síganme, por favor. Los llevaré a su mesa de siempre. Ya los extrañábamos, señor, señora…”. Simón agradeció la atención de la empleada dándole un billete de doscientos pesos. “Como siempre, es usted muy amable, señor –dijo la mujer–, sean bienvenidos.”

–¿Alguna frase nueva, Ángela?

–Ninguna Simón. Las cosas siguen igual, tan igual como antes…

         El aroma del café penetró a los sentidos de la pareja que sin pronunciar palabras bebieron la infusión. Se miraron y ella tomó la palabra:

–Dicen que el caldo de pollo cura cualquier mal, pero quien lo dijo no había probado este café…

         –O nunca había estado junto a ti y a esa cerveza helada que viene en camino.

         –Otra vez gracias por tu galantería. Y qué bueno que se acordaron de nuestras cervezas. ¿También lo dirá Goebbels? A propósito Simón, me ofendiste  –reclamó Ángela con un dejo de ironía–: al ver a las piernas de la jacarandosa muchacha te olvidaste que venías acompañado…

         –No te pongas celosa mi amor. Te aseguro que no me fijé en las piernas ni en las otras cosas. Pero ahora que nos vayamos haré la revisión correspondiente para darte mi diagnóstico profesional.

–¡Atrévete y verás cómo te va!

–Bromeo mujer. La verdad es que estoy muy preocupado como para fijarme en lo mundano después de estar a tu lado.

–Está bien, está bien. ¿Qué me ibas a contar?

–Lo que quiero decirte es que ayer sentí que Rafael pasa por un mal momento. Lo he visto exaltado, con los sentidos exacerbados. Me dio la impresión que muestra los síntomas que Freud escribió en alguno de sus libros donde dice que hay neuróticos capaces de orientar la marcha de la humanidad con proyectos tan ambiciosos, genios con aspecto de locos o locos geniales que así como pueden tener éxito, también pueden causar confusión y desdicha…

         –¿No estás exagerando?

         –Lo he meditado toda la noche y parte de la mañana. Espero estar equivocado…

–¿Entonces se suspende el proyecto que propuso? –atajó Ángela con voz preocupada.

–De ninguna manera. Me parece excelente la idea. Y eso es lo que me alarma. Acuérdate de la primera condición que puso: dijo que no quería saber nada de los que hacemos. Y ahora resulta que él es el más motivado… ¿No te parece extraño, Ángela?

–Yo no lo veo así, Simón. Ha cambiado sí, pero para bien. Recuerda, y creo que fue Boerhave el que dijo que siempre hay cierto delirio en los grandes espíritus…

–¿Boerhnave?

–Sí, hombre, aquel respetado médico de la escuela de Viena. Recuerdo la cita porque era preferida de mi maestro de psicología. En fin, habrá que pensar en la posibilidad de que Rafael conserve la capacidad de sorprenderse y disfrutar lo que hace, igual que los niños o los genios que lo son gracias a que siguen siendo niños. Insisto: pareces influido por su confidencia sobre la supuesta bipolaridad que padece…

–Para no equivocarme con apreciaciones subjetivas, tuve que leer lo relativo al tema, Ángela, en especial sobre las crisis de melancolía. Y en vez de tranquilizarme acabé más alarmado. De ahí que vea a Rafael como un hombre genial atormentado por sus ideas, actitud que lo expone a enredarse en sus pensamientos con la terrible posibilidad de caer en la depresión; entrar al gran hoyo negro pues. Reconozco que, en efecto, yo podría estar influido por su bipolaridad. Todo puede ser. Sin embargo, le he dado vueltas al asunto y no encuentro otra respuesta. Su maniqueísmo y su espontaneidad son tan… que me confunden. Parto de que para él lo que no es bueno en exceso es malo en exceso, actitud que expone al grupo a caer de su gracia, lo cual sería altamente peligroso…

 –Bueno, y si así fuera ¿qué es lo que propones?

–Estar alerta. Observarlo. Consentirlo. Darle afecto… Y buscar la forma de alejarlo sin que se ofenda…

–¿Acaso deseas que muera?

Esta última pregunta dejó perplejo a Rocafuerte debido a que sin proponérselo Ángela había puesto el dedo en la llaga. Ambos sabían que esa era la solución para resolver los problemas que percibían, pensamiento que los puso entre la espada y la pared: eliminar a Rafael significaba perder todo lo que se había construido a partir de la confianza y solidaridad del grupo; acabar de tajo con la Brigada Terminal.

–Es un deseo que maté en cuanto apareció –dijo Simón fijando su vista en la profundidad verdusca de los ojos de Ángela. Está descartada semejante posibilidad. Prefiero morir yo que traicionar a cualquiera de ustedes. Así que…

–Tenemos que cuidarlo ¿no?

–Sí, claro, en plural: tenemos, no tienes… He visto la forma cómo te observa y a veces me pongo celoso –bromeó–: sé lo qué piensas y cómo eres, lo cual me permite recuperar el resuello. Éso es lo que debemos hacer, Ángela: cuidarlo para que sienta nuestro afecto y se anime y no caiga en el hoyo negro, además de vigilar sus reacciones que, insisto, pueden causarnos graves problemas, sobre todo cuando encontremos al contacto con la milicia. 

De regreso a La paradoja, Simón y Ángela pensaron qué hacer y a dónde acudir para obtener datos sobre los exmilitares reclutados por las mafias. Ambos contaban con relaciones cercanas al ejército. Ella hizo la lista y él actuó como abogado del diablo eliminando a quienes no garantizaban confiabilidad. Antes de llegar a la última curva de la carretera, Simón paró el auto en una desviación.

–No me siento seguro con ninguno de los nombres que hemos apuntado. Es un medio del que estamos alejados y si nos acercamos nos verán con la duda que genera la sospecha. Habrá que buscar otras alternativas…

–Tengo la misma sensación –dijo la mujer. Coincido contigo: necesitamos pensarlo más y diseñar un nuevo plan.

Rocafuerte posó la cabeza sobre sus manos que asían el volante y cerró los ojos. –Nos encontramos en una posición difícil –dijo sin abrirlos. Lo peor, lo más peligroso es que tendremos que depender de Rafael…

–No lo hagamos, Simón. Nos conviene esperar hasta que se te ocurra cómo diablos vamos a resolver el problema que aún no se presenta y que no existirá si encontramos otra solución.

–Tienes toda la razón. Para qué preocuparse de algo que no haremos. Vayamos a la casa…

Simón condujo el automóvil más despacio de lo que acostumbraba. Seguía pensando en el tema igual que Ángela. Antes de llegar a su destino alcanzaron a ver las luces intermitentes de una ambulancia. –¿Qué pasaría?, preguntaron los dos al mismo tiempo.

–Jefe López, hubo un accidente en la casa del rico que se encuentra en el peñasco –gritó el operador de la radio de la policía. Recibí la llamada de la ambulancia que se encuentra allá. Sus órdenes, señor.

         El capitán y director del departamento de policía escuchó impávido el reporte y siguió conversando con Juan Hidalgo. Éste quiso apartarse para no estorbar pero su interlocutor lo conminó a concluir con el tema que lo había llevado hasta esa jefatura. Juan le explicó que quería agotar las líneas de investigación de algunos crímenes ocurridos en la ciudad de México; que estaba allí para pedirle apoyo y además para saber qué hacía en Huatulco “el señor Simón Rocafuerte”. Era el dato que le faltaba para cerrar una de las líneas de investigación y pasar a otras con más peso judicial. “El señor Rocafuerte no es sospechoso –aclaró Hidalgo–, simplemente me propongo no dejar cabos sueltos…”

         –Es usted un suertudo, colega –dijo el jefe de la policía a Juan Hidalgo–: la casa del farallón donde ocurrió el accidente pertenece a la persona por la que pregunta. ¿Qué le parece si me acompaña para ver que chigaos pasó por allá?

–Vamos, capitán –contestó Hidalgo­ sin mostrarse interesado o sorprendido–, algo nuevo aprenderé –dijo. 

–No podemos hacer nada, señor –le dijo el paramédico a Simón–: Esta persona ya está muerta. Nadie puede vivir después de caer de esa altura. Debe haberse roto todos los huesos y sus vísceras seguramente estallaron. El golpe lo mató de manera instantánea.

         –¿Alguien avisó a la autoridad? –preguntó Ángela para medir los alcances del problema.

         –Sí señorita, no tardan en llegar. Mientras consígame usted una sábana, por favor. Hay que cubrir al muertito hasta que llegue el forense.

Rocafuerte parecía pergamino debido a su palidez. Se quedó mudo. En sus piernas se concentraron los temblores provocados por el susto. No podía articular una frase. Ángela se dio cuenta y decidió conducirlo hacia la puerta que comunicaba con la casa. Lo metió al elevador y oprimió el botón de ascenso. –Cálmate, por favor –le dijo. Necesitamos que recuperes tu fuerza.

Juan Hidalgo escuchó atento el informe del paramédico que además de haber determinado la causa de la muerte especuló: –O el tipo se suicidó o alguien lo empujo o se cayó por accidente. El jefe policiaco miró a Hidalgo y con un gesto de sorna le comentó: –Este cabrón ya resolvió el caso. Oiga amigo –le dijo al paramédico en tono de burla– ¿No se habrá caído de un avión?

         –Capitán –intervino Juan– si me permite me adelanto a la casa para preguntar si saben algo.

         –Órale, es seguida lo alcanzo…

         El investigador se dirigió al elevador al cual había ubicado mientras el policía daba indicaciones a sus subordinados. Oprimió el único botón de ascenso y llegó a la estancia donde estaba Ángela. –Señora… Perdone la interrupción. ¿Me ayuda usted? –Antes de obtener respuesta le ordenó: –Indíqueme cómo llegar a la habitación del último piso, la del balcón desde donde supuestamente se cayó el señor… ¿cómo dijo que se llamaba?

         –No le dije nada pero se lo digo –respondió Ángela con la energía que da la seguridad de la inocencia–: se llama, o mejor dicho se llamaba Rafael Ibarbuengoitia. Es… era un científico destacado. Sígame, lo llevo a su habitación…

         En el trayecto no hubo comentarios. Juan siguió a Ángela en silencio. La escalera que conducía al último piso había sido construida sobre las salientes de la roca. Cada descanso era como un pedazo de selva con plantas y flores cuya belleza impedía fijar la vista en el trasero de la fémina que en cada paso mostraba la perfección de sus glúteos. Juan, que la seguía absorto, se sintió en el umbral del paraíso gracias al ambiente que lo rodeaba y al ángel/mujer que lo conducía “hacia el cielo”, como él lo pensó. Al llegar a la puerta de la habitación asignada a Rafael, Hidalgo se adelantó para impedir que Ángela tocara la manija.

         –Permítame, señora. Tenemos que ser cuidadosos con las huellas que están en esta puerta…

         –Seguramente están las de las mucamas y las mías y las de todas las personas que por una u otra razón han abierto o cerrado la puerta –dijo Ángela con un dejo de ironía.

         –Disculpe señora. Es mi trabajo y debo respetar las reglas…

         –Adelante señor policía. Está usted en su casa…

         Juan abrió el pistillo utilizando su pañuelo. Ingresó a la estancia al tiempo que usó su voz de mando para pedir a la mujer que se abstuviera de entrar hasta que él la autorizara. Recorrió la habitación volteando a ver cada rincón como si fuese un pájaro que cuida su alimento. En ese recorrido visual descubrió un papel sobre la mesa de la pequeña sala. Después de confirmar que no era vigilado tomó lo que parecía una nota doblándola para ocultarla en el bolsillo trasero de su pantalón. Siguió su ritual hasta que llegó al balcón. Lo revisó buscando algún rastro de violencia o algo que indicara lo que allí había ocurrido. En esas estaba cuando escuchó las voces del capitán López y su ayudante que agitados preguntaron por el investigador de México. –Ahí está –dijo Ángela señalando al interior del cuarto.

         –¿Cuál es su diagnóstico? –preguntó López a Juan Hidalgo.

         –No lo sé aun. Preferí esperarlo para conocer su opinión, capitán. Las reglas no escritas establecen que no hay que meter la nariz en los lugares ajenos.

         –Estoy de acuerdo, pero no me venga con el cuento de que se abstuvo de pensar en las hipótesis que usted y yo sabemos e incluso que hasta mi sargento conoce a pesar de ser un policía de oídas, lírico.

         –Ya que insiste, capitán, le diré una de ellas, la más obvia: se trata de un suicidio… Mire usted –atajó Juan para impedir que su interlocutor lo increpara–, no fue accidente porque el barandal del balcón está lo suficientemente alto como para evitarlos. Tampoco fue homicidio porque no hay ningún signo de violencia. Para confirmarlo habría que preguntar a sus amigos cuál era el estado de ánimo del doctor Ibarbuengoitia…

         –¿Acaso lo conocía usted? –preguntó el capitán.

         –No, no lo conocí.

         –¿Y entonces cómo sabe su nombre y su profesión?

         –La señora me puso al tanto…

         El jefe policiaco recorrió con la vista el cuerpo de Ángela. Suspiró antes de indicarle que también a él “lo pusiera al tanto”, información que la mujer vertió sin omitir nada, e incluso le dijo que “el motivo del suicidio pudo haber sido la enfermedad que padecía el doctor”.

         Mientras que el sorprendido López escuchaba las respuestas a sus preguntas sobre lo que indujo al muerto a suicidarse, Hidalgo aprovechó el interés del policía para salir a buscar a Simón Rocafuerte. En su camino encontró a Lauro y a Iñaki y a boca de jarro les preguntó por Simón. –Está en su recámara –respondió Iñaki señalando una de las puertas del pasillo que conducía a la habitación. Juan se dirigió hacia el aposento del propietario de la residencia y al llegar se introdujo después de tocar la puerta con los nudillos de la mano. Vio a Simón recostado en un sillón ortopédico. Y éste preguntó: ¿Eres tú Ángela?

         –Soy Juan Hidalgo, señor Rocafuerte. ¿Me recuerda? Ya nos conocemos y he venido a Huatulco porque quiero que me aclare algunas dudas.

         Simón se levantó impulsado por la sorpresa. Volvió a palidecer pero de inmediato se repuso porque sabía que su secreto podría dejar de serlo si se mostraba débil o inseguro. –Disculpe usted, señor Hidalgo, me estaba reponiendo de la impresión que tuve al llegar a la casa y encontrar a mi amigo muerto. Sea usted bienvenido. Estoy a sus órdenes pero antes de platicar o aclararle sus dudas, dígame si ya lo atendieron como se merece…

         –Acabo de llegar don Simón. Y vine con el capitán López. Pero antes de seguir con nuestra plática, ¿me permite usar su baño?

         –Adelante, esta es su casa…

         Hidalgo entró al baño; abrió la llave del lavabo y después sacó de su bolsa la hoja que había encontrado en la habitación de Rafael. La leyó dos veces para memorizar el contenido que le era familiar. La rompió en varios pedazos y los echó al inodoro excepto uno donde estaba la firma del suicida. Operó el desagüe y se lavó las manos. Se limpió la cara con una de las toallas húmedas colocadas en el toallero vaporizado. Buscó cualquier cosa que pudiera darle alguna pista de algo que lo ayudara a concretar un caso sólido, incontrovertible. Al salir se dirigió a la puerta para confirmar que nadie escuchara lo que iba a decir. La cerró y regresó donde lo esperaba el sorprendido Rocafuerte.

         –Simón ­–dijo Juan Hidalgo en tono amigable–: no tarda en venir el capitán López. Te hará muchas preguntas. Mantén la calma y piensa bien tus respuestas. Yo te dejaré en cuanto llegue el policía pero quiero hablar contigo sobre tu Brigada Terminal…

         La última frase dejó perplejo a Simón. Su mente dio varios vuelcos tratando de encontrar alguna razón para justificar lo que ya era obvio: alguien ajeno al plan sabía sobre ellos y su trabajo. No descubrió ningún elemento que le hiciera dudar sobre la seguridad y cobertura jurídicas de su labor. En décimas de segundo encontró la forma de abordar el problema y su pregunta fue directa y convincente. Tenía que adoptar la actitud de los triunfadores.

         –¿Esta plática será amigable o profesional?

         –Más amigable de lo que imaginas. Mañana te busco y conversamos a solas, sin testigos ni trucos ni disfraces. Hasta ese momento considérame tu aliado. De ti depende que lo siga siendo.

         Hidalgo se dispuso a retirarse y cuando estaba a punto de abrir la puerta de la habitación se paró en seco para advertirle a Rocafuerte: –Insisto, Simón, conserva la calma y confía en mí. Mañana te comento lo que escribió Rafael en su carta de despedida, que por cierto destruí hace unos momentos. ¡Ah!, si el policía te pregunta sobre nosotros le dices que ya quedamos de acuerdo para vernos otro día y establecer la fecha de un nuevo encuentro que podría realizarse la próxima semana en la ciudad de México.

         Una vez solo, Rocafuerte volvió a usar su raciocinio para descubrir las verdaderas intenciones de Hidalgo. “Si es cierto que Rafael dejó una carta –se dijo– en ella pudo haber revelado parte o todos nuestros planes. Por su estado anímico es probable que lo haya hecho. No creo que Juan Hidalgo esté diciendo mentiras. Si acaso lo hizo tiene una gran imaginación. En fin, habrá que esperar para ver si en efecto existió la mentada carta y qué es lo que según él escribió Ibarbuengoitia.”

Nadie durmió esa noche: Simón y socios pasaron varias horas discutiendo el comportamiento de su compañero y los motivos que pudo haber tenido para suicidarse; el jefe de la policía y tres de sus colaboradores se fueron al lupanar más caro a gastar parte de la gratificación que les dio Ángela en un gesto de “reconocimiento a su profesionalismo y dedicación”; Juan Hidalgo esperó en el aeropuerto al médico legista que había mandado traer de la ciudad de México, a quien contrató para realizar la autopsia de Rafael porque, dijo, quería enterarse de las enfermedades que padecía; y los sirvientes de “La paradoja” no pudieron descansar debido a las historias que cada uno inventó de acuerdo con su sentido de la magia y las supersticiones comunes en su estrato, cuentos e historias que cada uno compartía con el resto como si se tratase de un duelo de leyendas de miedo y misterio.

–No sé si sea una buena noticia para ti –dijo el médico legista a Juan Hidalgo–, porque por los resultados de la autopsia te garantizo que el tipo estaba más sano que nosotros. No encontré ningún antecedente de enfermedades preexistentes o en proceso de formación…

         –¿Entonces no tenía cáncer o algún tumor?

         –Nada que revele algún mal como esos. Insisto Juan: el señor Rocafuerte era muy hombre saludable.

         –¿Y entonces por qué su determinación?

         –Eso no lo sé. Lo que te puedo decir es lo que ya sabes: que el cerebro nos pone muchas trampas y a veces nos hace ver cosas que no existen. Si por ahí le buscas a lo mejor encuentras el motivo que lo indujo al suicidio. Pero primero tendrías que saber si estaba en tratamiento o tomaba alguna terapia o si se administraba medicamentos especiales, y después, mediante un mandato judicial, pedir su expediente médico. No hay de otra mi amigo… Oye Juan, ¿y no lo habrán asesinado…?

         Hidalgo salió del lugar un poco confundido. “Si el muerto dejó una carta donde justifica y explica el por qué se hizo miembro de la “Brigada terminal” –meditó– , es porque él sentía que estaba enfermo. Y si creyó en ello no queda mas que colegir que su enfermedad era psiquiátrica. Fue uno de los tantos alienados que hay en este mundo pero, de acuerdo con su ficha laboral y política, con rasgos de genialidad. Ya veremos qué dice Rocafuerte”.

         El investigador llegó al despacho del grafólogo para que éste confirmara lo que él ya había comprobado: la autenticidad de la firma de Rafael Ibarbuengoitia, rasgos plasmados en el pedazo de papel que conservó después de destruir la carta póstuma del suicida. Ambos compararon la firma con la que aparecía en una de las tarjetas de crédito de Rafael. Y los dos concluyeron que se trataba de la misma persona.

Juan Hidalgo se dirigió a La paradoja para hablar con Simón Rocafuerte. “Antes tengo que visitar al capitán López; algo podrá aportar. Y aprovecho para despedirme de él. Es lo menos que puedo hacer”. –Lléveme al edificio de la policía –le dijo al chofer del taxi.

Alejandro C. Manjarrez