El poder de la sotana (El embajador)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

Capítulo 4

El Embajador 

La violencia no deja de tener

cierto parentesco con el miedo.

Arturo Graft

Capital de Estados Unidos (1924)

El clima invernal de Washington parecía haber esculpido las emociones de los dueños del dinero, la mayoría socios de las compañías petroleras. En una de las calles de la ciudad, espacio que formaba parte del trazo concebido por el ingeniero francés Pierre L'Enfant inspirándose en París, se encontraba la casa del secretario de Estado, Frank Billings Kellogg. A ella concurrió James R. Sheffield, recién nombrado embajador en México y amigo del poderoso funcionario.

            —Dependemos de ti, Jim. México está en manos de los bolcheviques —dijo el anfitrión sin preámbulo mientras servía dos vasos de güisqui—. La única oportunidad que tenemos para evitar que se afecte nuestro capital, es que tú y tu gente congelen el artículo que puede quitarnos el dominio y el control de la tierra, del subsuelo.

            —Lo sé, amigo, como también sé que cuento con tu apoyo y por ello estoy seguro que tendré éxito en esta misión. En unos meses tú y yo nos reuniremos en este despacho —dijo convencido de que volvería a disfrutar el aroma y sabor del güisqui que para él combinaban perfecto con el olor que despedía la piel de los sillones—. Disfrutaremos el perfume del Bolívar, que es el nuevo y excelente tabaco de Partagás. Toma, fueron hechos especialmente para ti, mi querido amigo —remarcó Sheffield entregándole la caja de esos puros que sacó de su abrigo de pelo de camello.

            Con la mueca de satisfacción que hizo más amable su rostro enrojecido por los vientos gélidos de la época, Kellogg fue a su escritorio para extraer del cajón un legajo. Bebió un sorbo del licor después de levantar el vaso en señal de brindis. Con cuidado, esmero y un pedazo de gamuza limpió los forros del expediente. Estiró los brazos ofreciéndole los papeles al visitante que observaba la liturgia sentado en el sillón de piel, justo debajo del óleo del presidente Calvin Coolidge. James Rockwell Sheffield se puso de pie y recibió los documentos; lo hizo como si su intención fuese el manifestar sin palabras su disposición y disciplina a la causa:

            —Por eso te escogimos; por tus convicciones y seguridad, Jim. Este expediente resume la historia de los grupos que gobiernan México; desde los primeros datos —los que hace cien años obtuvo el embajador Poinsett— hasta los últimos informes de nuestros espías. Incluye asimismo las costumbres de Calles y su equipo: todos los detalles que necesitas conocer. Está tan completo que encontrarás en él los rumores sobre las facultades paranormales del Presidente: aseguran nuestros espías que está en contacto con los espíritus desde antes de que la cigarrera Partagás fabricara los puros que has elogiado.

            —Qué interesante, Frank. Mira me diste una idea: ahora sé qué obsequiar a Calles cuando le presente mis cartas credenciales…

— ¿Me lo dirás?

— ¡Por supuesto!: será la historia de las hermanas Fox...

            Kellogg abrió aún más sus enormes ojos expresión que colocó en su rostro un dejo preocupación: — ¿Las espiritistas, aquellas que desde su arribo a Nueva York alteraron la parsimonia que mantenía aborregada a la sociedad? —preguntó.

            —Las mismas, señor...

            —Ten cuidado con lo que haces Jim. Si menosprecias al presidente mexicano, el tipo te puede convertir en un espíritu chocarrero —soltó Kellogg satisfecho por su ocurrencia.

—Son los riesgos del trabajo —respondió el embajador revirándole la broma—. Y toma nota mi querido amigo: cuando me convierta en ectoplasma seguiré haciendo mi trabajo... y puede ser que hasta con más eficacia.

El secretario de Estado volvió a adoptar su actitud acartonada para dar seriedad a su advertencia: —Te prefiero de carne y hueso; así que no juegues con ese tipo de fenómenos porque te enfrentarías a un hombre muy poderoso... y en un terreno que desconoces.

—Está bien, está bien. No lo haré —dijo con cierto enfado el nuevo embajador de Estados Unidos en México— ¿Alguna otra recomendación? —preguntó para retomar el hilo de la plática cortada por la supuesta afición de Calles. Simuló dar la vuelta a la página, asunto que recuperaría en cuanto pisara el suelo mexicano. Mientras esperaba la respuesta a su pregunta acarició el expediente en cuyos folios se encontraba una mala radiografía del sistema político del país del sur. Ya quería hurgar en la vida y costumbres personales del presidente de México.

—Ninguna en especial —dijo Kellogg relajándose para hacer más atractivos sus bien estudiados movimientos corporales—. Sólo que no olvides que a pesar de haber transcurrido un siglo, aquella nación prácticamente sigue siendo la misma que encontró Joel Roberts Poinsett; es decir, no han cambiado sus costumbres, prevalecen los intereses particulares de antaño y existe la misma disidencia política. Lo diferente es que hoy se rige por una Constitución que pone en peligro tu dinero, el mío, el de la familia y el de nuestros socios. Pero eso no es todo: sus leyes tienden a ser... mejor dicho, son socialistas.

            —Estoy bien consciente de ello Frank —observó James que ya había adoptado la actitud vanidosa de su anfitrión. Pasó las manos por la americana de cuadros verdes sobre fondo gris y agregó con el ceño fruncido—: Además quiero darte buenas cuentas. Lo único que me quita el sueño (te lo debo decir porque si no lo hago me sentiría auto limitado) es la respuesta de la Casa Blanca. Por ello permíteme preguntar con todo respeto —añadió sin quitar la vista de la efigie del presidente—: ¿apoyaría Coolidge la invasión que, como ya quedamos, podría ser el último recurso para derrocar al gobierno de Calles?

            Frank volvió a encender el puro. Lanzó al aire una densa bocanada de humo, voluta que cubrió el rostro acicalado del embajador. Sus ojos siguieron la trayectoria el humo grisáceo que cayó sobre el tapete persa. Después de la pausa respondió con la mesura que obligaba su cargo:

—Llevaré al Presidente (con un saludo de tu parte) los habanos que me acabas de obsequiar. Debo preparar el terreno: Cuba; mejor dicho Partagás será el vínculo para la conversación que nos interesa. Cuenta con mi entusiasmo, Jim —abundó con voz engolada—. Confía en que trabajaré para lograr las alianzas que influyen en Washington. Pero aparte de ello, insisto, lo que más importa de tu trabajo es nuestro plan; que tenga éxito. No olvides que de tus acciones dependerá que podamos quitar los impedimentos legales. Necesito argumentos jurídicos y morales que me permitan convencer al Congreso...

            —Está bien, socio —acató el embajador—. Espero que no haya sorpresas desagradables. Ya sabes: la oposición de nuestros enemigos políticos. Ahora dime hermano, ¿con qué nombre catalogamos a esta operación?

            ­—Green... ¿Estás de acuerdo? Plan Green...

            Sheffield lo pensó varios segundos. Se levantó del sillón y con su acento ñoño que revelaba la formación conservadora heredada de sus padres respondió sonriente: —Me gusta el nombre. Es eufónico. Y además simboliza el color del dinero... y también el de México...

— ¿De México? —dudó Kellogg.

—Sí, por el tono de su suelo, de la vegetación que cubre nuestro tesoro, el petróleo —afirmó enfático Sheffield—. Y a propósito de Poinsett, tengo una duda que espero me aclares: el que fue nuestro primer embajador en el país vecino ¿trajo a Estados Unidos una flor que llamó Poinsettia?

            —Es cierto. Pero debes acostumbrarte a decir Nochebuena para que no lastimes el orgullo de los mexicanos —advirtió Kellogg.

            —Gracias por la información, Frank. Verde, rojo... ¿y el blanco, dónde sacamos el blanco? —preguntó James levantando sus tupidas cejas amarillentas.

            — ¡Ah! Ése es el color de nuestro ejército en México; las guardias blancas Jim, los mercenarios que nos han limpiado el camino —acotó el secretario de Estado—. Tú ya lo sabes pero vale la pena recordar que el proyecto de invasión original, el que la Secretaría de Guerra diseñó en 1919, se denominó Green. Igual que en esos años, ahora tenemos que volver a estimular a las milicias locales para que nos ayuden en el establecimiento de gobiernos afines a los intereses de Estados Unidos.

            Sin poder quitarse de la cabeza la necesidad de relacionar lo casual con sus objetivos personales, Sheffield mostró el lado esotérico que había impactado la vida de los diplomáticos estadunidenses. Dijo a su anfitrión:

—Estamos de suerte Frank: el nombre del plan y los colores de la Poinsettia y de las guardias forman la bandera mexicana...

            —Nochebuena, grábatelo, Nochebuena socio —aclaró Kellogg dándole énfasis a la pronunciación. Practica su pronunciación para que impresiones a tus anfitriones: Nou-che-bou-ina —repitió—. Ya que usas el argumento cromático de la bandera mexicana, espero que tú seas el águila —dijo el secretario con un dejo de broma mezclado con la circunspección que suelen adoptar quienes ejercen el poder.

            —Lo seré Frank, pero la de cabeza blanca, la real, la que ha de dominar a la dorada que es la del escudo mexicano.

            Esta última frase produjo la algarabía de los dos amigos cuya risa cimbró las paredes del despacho. Ambos festejaron sus ocurrencias, preámbulo de la charla que duró hasta el amanecer, cuando empezaba a despuntar el sol. Una vez afianzada la añeja sociedad comercial, los amigos suspendieron la reunión justo cuando una cuadrilla de trabajadores empezaba a quitar la nieve de las calles. El tema que parecía inagotable se había centrado en la riqueza petrolera de los campos de Tampico y Tuxpan, principalmente.

Acordados los términos secretos del plan, el nuevo embajador en México se retiró de la residencia seguro de que su misión beneficiaría al gobierno estadounidense y, además, a sus socios y parientes, entre ellos los Kellogg. “Vamos a obtener jugosos dividendos”, se dijo feliz ante la oportunidad de vigorizar el sistema financiero que había aprendido de sus antepasados, los cuales —igual que sus pares en la gran cofradía financiera de Estados Unidos— trataban de imitar a Adam Smith, seguros de que así darían solidez a los intereses económicos de la clase mercantil–capitalista.

Alejandro C. Manjarrez