El poder de la sotana (Chocolate y pan)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 3

Chocolate y pan

 

El amor es fe y no ciencia.

Francisco de Quevedo 

La luminosidad de la mañana y su extraño resplandor movía la imaginación y estimulaba el arrobo de los clérigos. La luz natural había irrumpido en la penumbra colándose por huecos que perforaban las paredes. Su intensidad lumínica acariciaba el óleo de las pinturas religiosas que, decían los viejos sacerdotes, se debían a los pinceles de Andrés de la Concha, el artista que supo cómo jugar con los destellos del sol. Las imágenes poseían la magia que concibió el pintor, quizá inspirado en el hechizo de la naturaleza: durante los solsticios de primavera e invierno, los primeros rayos de luz caían sobre algún ángulo de La adoración de los pastores y la Anunciación, obras entregadas en custodia al arzobispo primado de México por los párrocos de Yanhuitlán y Tamazulapan, templos enclavados en la espléndida orografía del estado de Oaxaca. Durante la tarde, el sol en pleno ocaso y a veces enrojecido, iluminaba otros cuadros de otros pintores, luz que destacaba los efectos y los contrastes de su colorido. El arzobispo aseguraba que “el arte de aquellos tlacuilos se inspiró en la vida de Jesús de Nazaret”. Pero los agnósticos afirmaban que el milagro fue producto del ingenio de varios arquitectos de los siglos xvi, xvii y xviii. “Lo que haya sido —argumentaba el culto padre Miguel Torres—, habilidad, arte, milagro o ciencia, es un fenómeno que da vigor al ánimo de los pastores de la Iglesia romana cuya fe convierte a las representaciones pictóricas en referentes de las historias que sirven de ejemplo al hombre común y de guía a los pastores de nuestra religión.”

— ¿Alguno de ustedes escuchó anoche el armónico canto de la campana Santa María de la Asunción…? —preguntó el arzobispo al tiempo que remojaba su biscocho en el espeso chocolate preparado por las monjas del convento de San Jerónimo. Se inclinó sobre la taza azul de cristal de Murano para llevarse a la boca el pedazo de rosca que debía comerse antes de que el brebaje la ablandara. Molesto por el silencio de los sacerdotes, viéndolos sobre sus pequeñas gafas redondas, les lanzó su siempre amedrentadora mirada de reclamo.

            — ¡No, no! —Habló Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje—. No lo escuchamos padre.

El resto de los presbíteros imitó a Miguel para, al unísono, pronunciar un “no” coral más enfático que convincente. Todos estaban sentados alrededor de la enorme mesa de tablones de caoba.

            —Pues fue poco antes de la media noche cuando su hermoso sonido invadió la nave central —comentó el prelado después de usar el dedo pulgar para limpiarse el chocolate que escurría por la comisura de su boca. Repitió el ritual del pan: lo humedeció en el chocolate para llevárselo a los labios incrustados en su mofletudo rostro que, decían en secreto sus pupilos, era “muy parecido al de san Pascual Bailón”.

—Seguramente estábamos dormidos, su Excelencia—, argumentó Miguel arrogándose el papel de vocero de sus compañeros—. Debe haber sido el viento, señor Arzobispo. Eso es lo que comúnmente produce el movimiento del badajo y al mismo tiempo el...

            —Sí, sí, entiendo Miguel —interrumpió Mora y del Río dándole fuerza al tono de su voz—. Sin embargo —agregó enfático—, como los cañones que fueron de Hernán Cortés ahora convertidos en campanas, el canto del bronce emitió voces angelicales para anunciar nuestra obligación de enfrentar al gobierno. Es necesario salvar a la Iglesia y conservar sus bienes, riqueza que durante siglos nos ha permitido mostrar una de las facetas de Dios, la de su bondad. De ahí que si mantenemos en nuestra hacienda ese patrimonio, que por cierto sigue siendo abundante y variado a pesar de Juárez —apostilló pretencioso y sonriente—, podremos seguir con nuestra misión: salvar a las ovejas del Señor, incluso a las almas pecadoras que esperan el perdón en el purgatorio.

Varios sacerdotes lo vieron con los ojos de la duda combinada con el respeto a su jerarquía y la costumbre de someterse a su autoridad. Mora y del Río percibió el recelo que, se lo dictaba la experiencia, persistiría silencioso en ésa y en las futuras conversaciones sobre el tema.

—Estoy convencido de que mis oraciones tuvieron la respuesta del Santísimo —insistió en un tono conciliador—. Como bien lo saben hermanos, Él se manifiesta de distintas formas: anoche respondió a mis oraciones con el tañer de la campana mayor, la voz de bronce que vincula al cielo con este sagrado recinto.

            Los miembros de aquella corte arzobispal entonaron al unísono el “amen”, voces que cruzaron los pasillos para ascender hasta la cúpula construida por el arquitecto Manuel Tolsá. El casual coro sacro y su eco produjo el arrobo y la satisfacción del pastor eclesiástico quien, además de adoptar el papel de salvador de la fe, se tomaba muy en serio su función de representante de Dios en la tierra, pero con la atribución nada celestial de repudiar y luchar contra las leyes y el gobierno de México; “pelear contra el hombre mismo”, decía Mora en sus momentos de introspección.

Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje, fue el único de los sacerdotes que callándose mostró su desacuerdo con el arzobispo. Lo hizo con la prudencia que heredó de su ascendiente Manuel Fernández de Santa Cruz (obispo de Puebla, confesor y a veces cómplice de Sor Juana) y del legado intelectual de la poetisa nacida en San Miguel Nepantla. “La ciencia puede ser un milagro pero los milagros nunca serán ciencia”, pensó para justificar el sentimiento de culpa que le desencadenó su obligado y estratégico mutismo. 

La provocación

Pocos días después del milagroso campanazo (llamada de ángeles y querubines”, sostuvieron después los corifeos del arzobispo), Mora y del Río publicó en la prensa nacional el desplegado que desconocía a la Constitución Federal. Dijo que era una colección de pestilentes errores que “hería los derechos sacratísimos de la Iglesia Católica, de la sociedad mexicana y los individuales de los cristianos.”

El contenido de la proclama también negaba la ley porque ésta se “oponía a la libertad y dogmas religiosos”. En su peculiar manifestación de fe, el arzobispo hizo pública su intención (argüía que de la Iglesia católica) consistente en combatir los artículos 3ro, 5o, 27 y 130.

Aquel misterioso canto de voz metálica fue como el detonador de la “rebelión cristera”, lucha que al final convocó la intervención del Episcopado norteamericano y del embajador estadunidense, Dwight W. Morrow. Previamente no hubo arreglo debido a que el fanatismo de Mora y del Río ya había proliferado en el país, pandemia que aprovecharon los propietarios de las compañías petroleras contrarios a que se reglamentara el artículo 27 de la Constitución Mexicana, “porque —justificaron— sus intereses se verían afectados si la propiedad del subsuelo dejara de ser privada para pasar al dominio de la nación.”

            Años antes, esos mismos propietarios habían constituido y financiado a sus guardias blancas cuyo jefe fue el general Manuel Peláez, asesino intelectual (o por omisión, según algún historiador) de Venustiano Carranza, el presidente muerto a balazos en Tlaxcalantongo, estado de Puebla. Entre este crimen perpetrado por los sicarios de Peláez y la intervención conciliadora de las sociedades secretas norteamericanas, los petroleros tuvieron tiempo de organizarse para derrocar al gobierno del presidente Plutarco Elías Calles, el “líder de los bolcheviques mexicanos”, como le decían los promotores del plan intervencionista.

            El testigo de toda la conspiración fue el clérigo Miguel Torres de Santa Cruz y Asbaje, un hombre que era dueño de la prestancia intelectual de la familia Asbaje, así como del talento que hizo de sor Juana un ser intemporal, mujer que además poseía una doble belleza: la espiritual y la física. Él se sentía comprometido porque se consideraba heredero del linaje aunque —bromeaba presumiéndolo— éste proviniera de la pureza de sangre mezclada con la sangre “impura” esparcida por los hijos “bastardos” de Pedro Manuel de Asbaje y Vargas Machuca.

Alejandro C. Manjarrez