Puebla, el rostro olvidado (El preámbulo del recule)

Réplica y Contrarréplica
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Los grupos de presión

El clero

EL PREÁMBULO DEL RECULE

México vivía días de santa paz antes que Girolamo Prignione apareciera en el foro político nacional. Para el prelado italiano esa comodina modorra originó que la Iglesia católica perdiera clientela en el mercado religioso. Cuando menos es un argumento irrebatible  para cualquiera de los estrategas del Vaticano, sobre todo, si no cierran los ojos al hecho de que la pazguatez de la clerecía permitió el fortalecimiento de sectas inspiradas en doctrinas de supuestos profetas o iluminados.

La manipulación de los textos bíblicos se hizo visible entre los anunciantes del fin del mundo y del juicio final. Creció el número de incautos y paganos con intenciones monetaristas. Ingresaron al país millones de dólares de las empresas trasnacionales preocupadas por atomizar su carga fiscal usando el proselitismo religioso.

Las iglesias derivadas del protestantismo ganaron adeptos hasta –como ya comenté– alcanzar diez millones de practicantes. La paciencia milenaria de la Iglesia católica llegó a colmarse y entonces se pusieron en práctica las recomendaciones, ideas e instrucciones de los ideólogos clericales: había que recuperar el terreno perdido.

Como la Puebla católica está estrechamente vinculada a los problemas de su ámbito, aunque éstos ocurran en Roma, los prolegómenos de las negociaciones para que la ley mexicana le diera personalidad jurídica a esa institución, necesariamente alteraron su vida eclesiástica. Lo mismo ocurrió a los pentecosteses, evangélicos, protestantes y fundamentalistas, que no se cruzaron de brazos. Seguramente tomaron sus providencias, sobre todo cuando leyeron en los diarios declaraciones de la competencia como las que a continuación cito. 

Genaro Alamilla Arteaga en una declaración publicada en el “Universal“, el 15 de noviembre de 1988, dijo que la Iglesia y el gobierno son las dos instituciones que tienen innegable presencia en México y que conforman la identidad nacional.  Asimismo y en una especie de preventivo publicitario, manifestó que Salinas de Gortari sólo tenía una oportunidad para demostrar su deseo de democratizar al país, concertar un acuerdo de altura sin preponderancia de ninguna de las partes y sin que ese acuerdo invalidara la condición laica del Estado mexicano. Implícitamente condicionó la capacidad gubernamental para cumplir su compromiso con el pueblo y con la dirigencia clerical, para él la única capaz de expresar el pensar y sentir de la mayoría nacional que son los ciudadanos mexicanos de fe católica. En ese momento todo parecía indicar que el gobierno tenía que demostrar su patriotismo implantando una política de conciliación al más puro estilo porfiriano.

En la Conferencia Episcopal Mexicana(CEM) de 1988, a la que asistieron 75 obispos de todo el país, para analizar la situación de la Iglesia y la problemática política, económica y social de México, Girolamo Prigione, a la sazón delegado apostólico, reconoció las circunstancias favorables para que el gobierno reanudara relaciones diplomáticas con el Vaticano. Además anticipó que la decisión sería de gran beneficio para el clero y las autoridades civiles mexicanas, ya que la Iglesia buscaría mayor presencia en la vida nacional y adquiría un compromiso más sólido con el pueblo en situaciones conflictivas. 

El presidente de la conferencia, arzobispo Sergio de Obeso Rivera, coincidió que estaba más cerca que nunca la reanudación de relaciones diplomáticas entre nuestro país y la Santa Sede, pues la Iglesia en México tiene una presencia real en la vida nacional, por lo que es conveniente dicha relación a nivel gobierno. 

Dos semanas después, las autoridades eclesiásticas asistían al Palacio Legislativo en calidad de invitados, a la ceremonia de transmisión de poderes. Ahí estaban con todo y su uniforme sacerdotal, Ernesto Corripio Ahumada, Girolamo Prignione, Guillermo Shulemburg, Adolfo Suárez Rivera, Juan Jesús Posadas Ocampo (meses después asesinado en Guadalajara), Manuel Pérez Gil y otros altísimos prelados. Algún observador comentó: palo dado ni Dios lo quita.

Pocas semanas más tarde se escuchó la voz de monseñor Rosendo Huesca quien, después de la declaración del gobernador de que la Constitución no sufriría cambios respecto a la relación Iglesia–Estado, se pronunció por la reforma al artículo 130. De inmediato se avivó la llama que paradójicamente ilumina los oscurantistas propósitos de la reacción poblana, ahora más segura que nunca de que la gracia de Dios, los votos de pobreza, de obediencia, de amor al prójimo y de todo aquello que se relacione con la doctrina de Cristo, son condiciones más fáciles de cumplir con el reconocimiento legal para usufructuar las riquezas terrenales.

Alejandro C. Manjarrez