El poder de la sotana (Sabor de aguacate)

Réplica y Contrarréplica
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Capítulo 34

Sabor de aguacate

 

Cuando se aniquile el fanatismo (...) se le habrá

quitado al pueblo el yugo que lo hace abyecto.

Salvador Alcaraz Romero

 

Una vez que José Mora y del Río se fue de México cargando en sus maletas el archivo del arzobispado y los resabios de su fanatismo, Pedro del Campo volvió a reunirse con el sacerdote Miguel Torres. El encuentro se llevó a cabo en la ciudad de Atlixco, Puebla, donde Miguel encontró refugio, la discreción que buscaba y además un excelente clima; el “mejor del mundo”, según uno de sus moradores de apellido Hidalgo. Pedro le había aconsejado el cambio después de que lo alertó de la expulsión que el gobierno decretaría contra el jefe de la Iglesia católica mexicana. “Sal de la ciudad —le había dicho—, así te librarás de las consecuencias inherentes a la sospecha que pesa sobre los curas cercanos a Mora y del Río. Y facilitas mi trabajo pues alejándote de Monseñor ya no será necesario enterar al presidente Calles de los pormenores de nuestra relación fraternal. Protejámonos, hermano; ubiquemos en el ámbito de la discreción nuestras coincidencias y críticas hacia el jefe de tu Iglesia. De otra forma tú tendrías que seguir oficiando abierta o de manera soterrada aquí en la ciudad de México, exponiéndote a la injusta etiqueta que pasado el tiempo te ocasionaría serios problemas, incluso al interior de tu congregación religiosa”.

Pedro y Miguel se encontraron en alguna de las huertas de aguacate, árboles que emergían en medio de los cultivos de hortalizas. Había que alejarse de las pasiones religiosas y para ello el segundo escogió un lugar cercano a la ciudad de Atlixco. “Tochimilco está a tiro de piedra, en las faldas del Popocatépetl —razonó Miguel—. Además de su belleza orográfica y boscosa, pronto empezará la cosecha de fruta, actividad que congrega a cientos de personas de las comunidades aledañas. Esa es una las razones que me cautivaron cuando arribé a la región para estrenarme en el trabajo pastoral.”

Con una hora de diferencia, ambos llegaron para encontrarse en el patio del convento franciscano construido en el siglo xvi. Allí, entre las antiguas arcadas y columnas de piedra pintadas con la pátina de la humedad, sin más protocolo que un abrazo fraternal, Miguel y Pedro conversaron hasta que el capitán decidió continuar la plática lejos de oídos indiscretos. “Vayamos a las huertas de árboles frutales”, sugirió Miguel. Y se dirigieron hacia los aguacatales donde, además de sus calles naturales cuya traza agrícola había sido organizada de acuerdo a la tradición y enseñanzas franciscanas, encontrarían el frescor y el murmullo del agua que corría por las venas a cielo abierto, cauces alimentados por los deshielos del volcán.

—El agua de los manantiales —apostilló Miguel— llega a la fuente para formar siete chorros con sabor y olor a frutas. Es una hermosa alegoría inventada por la historia y las leyendas producto de nuestro sincretismo.

—Requiero tu apoyo, mi querido sacerdote — atajó Pedro mientras se apoyaba en uno de los añosos aguacates—. Perdón por interrumpir tu mensaje cultural: necesito que me ayudes. ­—El rostro de Miguel reflejó la sorpresa que produjo el cambio brusco—. Pero no espiritualmente eh, así que no te animes hermano —aclaró obligado por el cambio de expresión facial de su amigo.

—Yo también me disculpo: estaba distraído pensando en la magia de la naturaleza que se manifiesta en estas acequias —se defendió el sacerdote sin quitar la vista del arroyo que había medido para, de una zancada, ubicarse en la otra orilla—. Dime: ¿en qué puedo ayudarte?

            —Hay una aventura en tu futuro —respondió el militar—. Bueno siempre y cuando aceptes viajar a Washington a cuenta del erario público y con pasaporte diplomático. Será un salto un poco más grande que el que diste —bromeó.

            — ¡Ah caray!, ¿y qué hice para merecer semejante premio? —dudó el sacerdote.

            —Ser un mexicano confiable. La verdad es que te necesitamos para que hagas contacto con el Clero católico que opera en Estados Unidos. Ocurrirá algo muy importante…

—Estoy perdido, Pedro. Aun no entiendo —lo detuvo el sacerdote.

Con la mano sobre el hombro de su amigo, Del Campo hizo el intento de transmitir la confianza que supuso necesaria para tranquilizar a Miguel. Fijó la vista en los ojos de éste y dijo:

—Quizá sólo vayas de vacaciones. O tal vez tu presencia sea la que determine el fortalecimiento de las relaciones entre los dos gobiernos. Depende de las circunstancias.

            — ¿¡Yo diplomático!? —Cuestionó Miguel—. Todavía no entiendo el motivo de tu propuesta. ¿Podrías ser más explícito? Ya sabes que a los pastores de la Iglesia nos cuesta trabajo asimilar los asuntos del César.

            —Está bien Miguel. Concedo el beneficio de la duda a quien nació siendo intermediario en los asuntos de la tierra y el cielo, o sea un diplomático nato. Me explico: en dos o tres semanas el embajador Manuel Téllez y otro representante del gobierno de México, persona que está por definirse, se entrevistarán con el presidente Coolidge. El motivo aún no puedo revelártelo. Sin embargo, lo que sí debes saber es que en esas conversaciones está involucrada la Iglesia y desde luego tu Arzobispo que, me dicen, se le ve un poco enfermo; parece que le afectó el clima.

Pedro se dio tiempo para observar la reacción de su amigo. Éste no hizo ningún comentario pero su silencio lo mostró interesado en la propuesta. Prosiguió:

—Mira Miguel: te espera una entrevista con el católico más importante e influyente de Estados Unidos: el padre John J. Burke.

            —Nunca mires hacia atrás —rezó el cura entrecerrando los ojos.

            — ¿Qué dijiste? —preguntó extrañado Pedro.

            —Una de las frases de Burke. La inspirada en el versículo de Lucas que sentencia: “Ninguno que empuñe el arado y luego mire hacia atrás es bueno para el reino de Dios…”

            —Sabio el tal Lucas —acotó el militar—. Igual que Burke que hizo suya la máxima. Precisamente por esa su actitud el Presidente decidió acudir a quien sin duda será el mejor apoyo para deshacer los entuertos que provocó la cerrazón de Mora y del Río. Ya sabes: el conflicto Estado-Iglesia.

            —Aunque lamento lo de Monseñor —dijo Miguel después de soltar un suspiro—, no debo mirar hacia atrás, ni siquiera para pensar en los problemas físicos y en las recurrentes depresiones del Arzobispo. Dios tiene decidido su destino. Pero me cuesta trabajo entender por qué debo entrevistarme con el padre Burke, un sacerdote que sin necesidad de injerencias o de influencias externas es un mediador cuya ventaja consiste en que siempre mira y busca que el futuro no esté expuesto a los resabios del pasado…

            —El presidente Coolidge lo escucha. Igual que lo hará quien será el próximo embajador. Si tú hablas con Burke —agregó Pedro— es obvio que éste te pedirá que asesores al diplomático que va a suplir a Sheffield. Con tu información es seguro que el nuevo Embajador colaborará sin reservas con el gobierno mexicano para que, de una vez por todas, se termine el conflicto religioso. Y tú, mi querido Miguel, tendrás que poner al tanto al nuevo representante de Estados Unidos. Esa es la idea. Así, cuando el relevo diplomático llegue a México, no perderá tiempo en investigar lo que tú y yo sabemos, cada uno con su particular punto de vista, claro. Evitaremos que por ahí surja un loco que lo mal informe.

            — ¿No importa que yo sea un sacerdote al cual sus hermanos miran con  cierto recelo, actitud que en algunos casos es de abierta desconfianza? —alertó Miguel.

            —Olvídalos. Es un pequeño sector ajeno a los arreglos cupulares —aclaró Pedro—. Lo que importa son tus cualidades que incluyen el conocer intríngulis, antecedentes y desde luego las reglas de tu credo. También tienes información de primera mano (me refiero a la política-clerical). Además hablas un inglés fluido y eres un hombre íntegro e inteligente. La desconfianza o recelo de tus hermanos hacia ti es garantía de que no estás alucinado por el fanatismo que priva entre algunos obispos y centenas de sacerdotes.

La conversación entre los amigos continuó hasta que se despejaron dudas y temores, sentimientos que habían prevalecido a pesar de sus diferencias religiosas y laicas. Se repitió la sinergia para afianzar sus lealtades, “¡a prueba del diablo!”, había indicado Miguel.

—Caminemos bajo la fronda de los árboles —dijo el sacerdote—: forma un túnel que atempera el calor canicular del medio día. Verás cómo los rayos del sol que penetran el follaje, producen las distintas tonalidades de la vida. Y nosotros, Pedro, tú y este pequeño hijo del Señor, somos como esas hojas cuya diferencia es la luz, la del intelecto…

—Estoy de acuerdo con tu metáfora, Miguel. Las luces y sombras; los contrastes que podrían representar el conocimiento y la ignorancia, depende.

—O, la fe y la duda…

Así, durante más de tres horas los amigos se intercambiaron reflexiones, propuestas, preguntas y retos dialécticos, siempre con una actitud afable ambientada con sus frecuentes bromas. Su desbordante camaradería ya había atraído la atención de los adustos agricultores que en ese momento comulgaban con la tierra. Pedro y Miguel eran el punto de referencia gracias a su animada charla y a la vestimenta que sobresalía de entre la ropa de manta blanca de los campesinos y sus esposas, parejas que cada año formaban parte del ritual de la cosecha. Las blusas de las mujeres daban el toque mágico a la escena campirana: las cruzaban distintas cenefas floridas. Estaban bordadas con los hilos del arcoíris, ornamento que acariciaba los senos de cada una. El aroma de las más jóvenes, las que sin darse cuenta convivían con la magia de la naturaleza, rivalizaba con la fragancia de las flores del campo. Eso fue lo que percibió Pedro, sensación que no quiso compartir con Miguel.

 

Sabor a pueblo

—Señores: dice el patrón qué si les va de gusto acompañarlo a comer unos tacos de cecina de venado con guacamole, el mejor de la región —les dijo un hombre que por la forma de conducirse era obvio que se trataba del capataz de la finca.

            — ¡Claro que sí! —Respondió a botepronto Miguel al tiempo que se levantaba de la piedra sobre la cual se había sentado—. ¿Tienes algún inconveniente? Preguntó a Pedro.

            — ¡Ninguno! —Contestó el militar—, de eso pido mi limosna…

            Con el “pa’luego es tarde” como fuerza impulsora, los amigos se dirigieron hacia la casona de la hacienda Santa Teresa, un casco construido en el siglo xvii donde impaciente los esperaba el propietario. Caminaron hacia la casa bordeando y brincando las acequias y los arroyos que cruzaban las tierras que alguna vez fueron el granero de México y, tres lustros atrás, refugio estratégico de las huestes de Emiliano Zapata.

            —Ya viste Miguel, qué agradable lugar es éste —dijo Pedro mientras caminaba.

            —Sí. Además su gente es muy amigable. Quizá se deba al clima templado que así como arranca su perfume a las plantas, dota de optimismo a la gente.

            —Ah caray. Te escuchas muy poético —bromeó el militar.

—Podría haber sido el Paraíso si consideramos la abundancia de agua, frutos —incluido el café— y el gratificante color azul del cielo que en las noches se cubre de estrellas, depende si el día es luminoso y la noche de obsidiana traslúcida —añadió Miguel como si no hubiera escuchado el comentario de su amigo—. Aquí se percibe el aroma de la primavera o del otoño…

            —Siempre huele bien, Miguel, incluso en invierno o en verano — intervino Pedro con la intención de retomar al tema diplomático—: ¿Aceptas la invitación?

            — ¿Tengo alguna alternativa para negarme? —jugó Miguel colocándose en el rostro la sonrisa infantil que tantas simpatías le había ganado.

            —Ninguna su Reverencia; a menos que me desconozcas como amigo y cómplice —dijo Del Campo con el mismo tono juguetón.

            —Ya me chingaste —soltó el ministro religioso.

            — ¡Miguel! ¡Otra vez ese léxico! Me extraña escuchar palabras altisonantes después de la prosa con la que dibujaste el día y la noche…

            —Son las palabras domingueras, Pedro, las que, como te lo he venido diciendo desde hace tiempo, desintoxican el organismo y alejan los malos pensamientos, los que se alimentan con las hieles de la frustración.

            —Lo recuerdo: la mente y el cuerpo están más sanos y funcionan mejor cuando no se les contamina con actitudes viscerales, como las de José Mora, el desterrado.

            —Otra vez declino la réplica y abandono la defensa de quien fue mi Arzobispo. Así que estoy listo para lo que venga, más que por solidaridad o compromiso fraternal, por curiosidad profesional, en el entendido de que el ejercicio espiritual es eso, una profesión de fe…

            —Profesión de fe… profesión de fe… —repitió Pedro intrigado.

—Te lo expongo con las palabras de Santa Teresa de Jesús —dijo Miguel tratando de embaucar a su amigo—: “Nada te turbe. Nada te espante/ Todo se pasa. Dios no se muda/ La paciencia todo lo alcanza/ Quien a Dios tiene, nada le falta / Sólo Dios basta.”

            —Amén —acotó Pedro como si fuese el preámbulo a su siempre sonora y laica alegría—. Perdón por mi estridencia —se disculpó.

            —No hay nada qué perdonar cuando la sinceridad no ofende sino convoca a reflexionar sobre la entrega de las llaves del Reino de los Cielos: “Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo. Y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”.

            — ¿Acaso estamos haciendo nuestra nueva alianza? —secundó Pedro con su mirada penetrante, traviesa.

            —Es la ventaja de conversar con personas cultas, siempre en estado de alerta dispuestas a la dialéctica socrática.

— ¿Será la mejor forma de llegar a la verdad? —insistió Pedro dándole a su voz el estilo irónico que usaban los intelectuales.

—Quizá, pero habría que esperar otros mil años —se defendió Miguel.

—Ni tú ni yo estaremos en este mundo —festinó el militar.

—Nosotros no, pero Él sí —dijo el clérigo en tono triunfador.

—Me llevas diecinueve siglos de ventaja, mí apreciado sacerdote, así que me voy a poner a estudiar teología.

—Y yo materialismo dialéctico.

— ¡Empatamos! —festejó Pedro.

La esgrima verbal que había presenciado atónito el capataz se topó con el olor a la cecina que se asaba en la parrilla del fogón. El viento lo acercó a las narices de los dos amigos cuyas bocas se llenaron de saliva. Con las palabras guardadas para mejor ocasión, Pedro y Miguel apuraron el paso hacia la improvisada cocina. En el trayecto descubrieron las tortillas recién salidas del comal. Quedaron como hipnotizados por el humo, el intenso aroma y el tronido de la leña a punto de convertirse en ceniza. Se olvidaron del asunto que les había reunido. “La diosa Chicomecóatl ha triunfado”, masculló Pedro sin la intención de participarle a Miguel lo que pensaba en voz alta. Sin embargo, éste lo escuchó y pudo revirar también musitando la frase: “Ha ganado la joven madre del maíz tierno, sufrida esposa de Tezcatlipoca, el dios de la negrura…”

 

La hermana incómoda

—Señores, gracias por aceptar mi invitación —saludó sonriente don Bonifacio Romano a sus invitados mostrándoles parte de su dentadura, la que dejaba ver el tupido bigote que daba equilibro a su rostro regordete y bronceado—. Sean ustedes bienvenidos a estas tierras bendecidas por Dios con un clima perfecto y la tecnología del ingenio español.

— ¿Sí? —dudó Pedro

— ¡Claro que sí, Señor! —Dijo Bonifacio alertándose por la duda del visitante—. Lo invito a que vea usted la maquinaria del molino que se mueve con la fuerza del agua, pero no con el sistema tradicional sino impulsada con la turbina centrífuga que da poder añadido al sistema de molienda. Sigue vigente el ingenio de nuestros antepasados…

            —Le agradecemos la oportunidad de convivir con Usted y su gente —interrumpió Pedro—. El padre Miguel y yo estamos gratamente sorprendidos por todo lo que rodea a este vergel, incluido desde luego su tecnología. ¿De qué época es?

            —Del siglo xvi o xvii, cuando llegaron a esta región los agricultores españoles, muchos de ellos frailes. Es su herencia.

            —Además, don Bonifacio, en este paraíso todo es posible —tamizó el sacerdote.

            —Iré al grano, como decimos por estos lugares —señaló Bonifacio con la sinceridad que distingue a los hombres de pocas palabras—. Desde que lo vi a Usted, señor Pedro —que a leguas se nota que es militar— convivir contento con un padrecito, pensé en pedirle ayuda (“¡Es capitán del ejército!”, interrumpió Miguel). Hace años padecimos el asedio de los zapatistas —prosiguió Bonifacio sin darse por enterado de lo dicho por el sacerdote—, algunas veces comandados por Emiliano y otras por Fortino Ayaquica. Este último, que fue caballerango de mi señor padre, nos mandaba avisar cuando iba a llegar la tropa para que corriéramos hacia Atlixco. Ya nos habíamos olvidado de esas penurias; sin embargo, lo que hoy pasa en México nos ha puesto nerviosos. Los cristeros, señor Pedro, andan merodeando por el bosque; vean ustedes: allá donde se nota aquel claro —dijo señalando hacia la montaña—, de repente se ve gente rara: rezan y disparan sus armas como si afinaran su puntería. Aquí todos somos gente tranquila y estamos más que dispuestos a no permitir que el fanatismo altere nuestra vida de trabajo. Como bien lo dijo un general romano: hay que hacer la guerra para prepararse para la paz. Por eso estamos listos y responderemos con armas y decisión. Claro que nos preocupan los merodeadores, sobre todo los que se cuelgan en el cuello varios rosarios y cruces porque tienen metido en el alma al peor de los odios, el que produce el fanatismo. Son el mismísimo diablo disfrazado de santo.

            Pedro lo escuchaba atento y Miguel sorprendido. Ninguno de los dos imaginó que los cristeros anduvieran por Tochimilco y menos aún que un hacendado ejerciera tal liderazgo sobre los vecinos del pueblo. Cada vez que querían interrumpir, el anfitrión se los impedía con un gesto de autoridad.

            —Observen por favor a estos hombres y mujeres —prosiguió Bonifacio mostrándole con sus ojos a los trabajadores —, son personas igual de religiosas como Usted, señor cura; tan beligerantes como podría serlo Usted, señor militar. Por eso estamos preocupados. El primer disparo sin duda desatará una batalla cuyo único ganador será la muerte, nada más. El asunto es que ya estamos cansados de tanta sangre. Queremos vivir en paz, pronunciar nuestras oraciones sin tener la tentación de mentarle la madre a los asesinos cuya alma se parece al santo diablo, o como le diga usted padrecito —agregó fijando la vista en los ojos de Miguel.

            —Nuestra presencia nada tiene que ver con lo que nos acaba de decir don Bonifacio ­—anticipó Pedro—. No lo sabíamos. Miguel, que en efecto es sacerdote y además mi amigo indiscreto (no debió haber dicho que yo era militar), podrá avalar lo que digo, palabra que tiene la fuerza de la verdad con la que los clérigos honestos sustentan su creencia. Insisto, sólo los honestos. Tomo nota de su preocupación Bonifacio; en tres días a lo sumo vendrá a Tochimilco una partida militar que proteja al pueblo, por si acaso sufren el asedio de los cristeros.

            —Va a resultar contraproducente —protestó el hacendado—. Si los cristeros los descubren seguro se dejarán venir para cumplir el supuesto mandato divino que algún ignorante les metió en la cabeza.

            —Bueno, entonces que los soldados vengan sin uniforme. Se pondrán a sus órdenes y Usted tendrá el mando sobre ellos —prometió el militar.

            — ¿Y por qué debo de creerle? —increpó el hacendado.

            —Confíe en mí. Sé por qué se lo digo…

            —Es uno de los hombres del presidente Calles —intervino Miguel—. Y además un militar de palabra y bien intencionado.

            —Con eso me basta. El aval de un sacerdote sin más armas que la fe debe ser la mejor de las garantías —rectificó Bonifacio impresionado por la revelación de Miguel—. Espero sus noticias. Llévense Usted, señor militar, la seguridad de que aquí en esta tierra vive gente de bien, católica pero no fanática. Es la convicción que nos legaron los curas que se han hecho cargo de la iglesia del convento que, valga la presunción, tiene una de las mejores bibliotecas de México. Conocer el contenido de los libros, decía mi padre, es lo que hace diferentes a los hombres.

            —Cultos —acotó Pedro.

            —Inquietos e inquisitivos —agregó Miguel.

Regresaron a Atlixco montados en sus caballos, uno alazán y el otro negro azabache. Los dos validaron su amistad y lealtad fraternales: Miguel decidió aceptar la invitación que le hizo Pedro para formar parte de la delegación diplomática que se entrevistaría con Calvin Coolidge. Y Pedro le prometió interceder por los sacerdotes que habían servido a José Mora y del Río.

—Lo hago con la convicción de que tus compañeros fueron víctimas del fanatismo de su pastor —previno—. Sólo te reitero la petición de un favor: investiga lo que hace la madre Concepción.

— ¿Cuál de todas, conozco varias con ese nombre?”, preguntó el sacerdote.

—No sé su apellido —disimuló Pedro— pero te será fácil identificarla: es bizca y encabeza un grupo que se hace llamar ‘Los siete’. Tiene el cabello tan negro como la crin de esta bestia —dijo acariciando al jamelgo—. Se trata de la misma religiosa que usa el templo de la Conchita, en Coyoacán  —insistió Pedro —, la que algún día te referí.

Miguel palideció y se puso tan nervioso que empezó a balbucear. Le transmitió su nerviosismo al alazán que montaba. —Sí, sí hermano, sí… sí la investigo. Da… dame tiempo para hablar con ella. Creo que ya sé a quién te refieres… —respondió al tiempo que trataba de calmar al caballo que había empezado a encabritarse.

            La amistad se impuso a las dudas y los dos amigos compartieron sus sorpresas ante los paisajes que ofrecía un atardecer rojizo custodiado por el volcán Popocatépetl. La nieve de su cumbre cubría las laderas arboladas, espacio que empezaba a perderse en la oscuridad de la tarde.

            — ¡Ve eso Pedro! No me explico por qué hay personas que dudan de la existencia de Dios —dijo el sacerdote.

            —Ya había citado a Pascal cuando me entrevisté con el arzobispo Mora. Creo que tú lo escuchaste. Lo que acabas de decir trajo a mi cabeza sus palabras como si fuesen parte del alud de belleza que estamos viendo, Miguel: Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo.”

Alejandro C. Manjarrez