El poder de la sotana (La reina de la noche)

Réplica y Contrarréplica
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

Capítulo 16

“La reina de la noche”

 

Aquel a quien no le gusta el vino, ni la mujer,

ni el canto, será un necio toda su vida.

Martín Lutero

 

Imelda Santiesteban llegó a la embajada de Estados Unidos contratada para formar parte del festejo oficial que incluía la música de Mozart. Sheffield quiso sorprender a sus invitados y por ello puso especial cuidado en el programa musical diseñado por él: incluyó la parte de la Reina de la noche, de la ópera La flauta mágica; sin embargo, la omitió del programa impreso. Quería impresionar a los masones convidados a la fiesta.

—Apuesto que los mexicanos no conocen a esta mujer —dijo Sheffield al responsable de organizar la recepción—. Ya verá Usted lo contentos que se pondrán cuando escuchen la voz de su paisana, un portento musical conocida en Europa y en nuestro país, pero no aquí en su patria. Los masones se pondrán felices cuando la vean y la escuchen cantar.

El ayudante, que admitía sin rechistar, se animó a romper el protocolo de subordinado para, con la cautela que impone la ortodoxia diplomática, articular con cierta timidez:

            —Embajador, ¿le puedo preguntar algo?

            —Claro, adelante, lo escucho —autorizó sonriente Sheffield.

            — ¿Por qué la música de Mozart, los fragmentos de “La flauta mágica”, en especial “La Reina de la Noche”?

            —Qué bueno que me pregunta ese detalle —respondió con una fingida solvencia melómana y apostilló—: Mozart escribió la ópera por encargo de los masones que se valieron de ella para promover su filosofía. “La Reina de la Noche” es una de las arias más difíciles de interpretar. Sólo las voces privilegiadas pueden cantarla, como es el caso de la soprano mexicana que tiene ese don: coloratura, dramatismo y sobreagudos. Ya lo percibirá Teniente. Por cierto, la primera vez que la escuché fue en Venecia; cantó a Rossini y cautivó al público, yo el más devoto de ellos. Pronto comprobará lo maravillosa que es esta soprano. Cuando cante observe con cuidado las reacciones de nuestros invitados, los callistas, algunos destacados miembros de la masonería mexicana. Y sorpréndase con la sorpresa de ellos.

            Tuvo razón James Rockwell porque, en efecto, los asistentes a la conmemoración de la Independencia de Estados Unidos quedaron maravillados con el talento musical y la belleza de la cantante. El único adusto fue el general José Álvarez: pensaba en las razones del embajador para mostrarse tan excelente anfitrión. En esas estaba cuando Pedro interrumpió el programa: solicitó a la soprano que interpretara “Estrellita” de Manuel M. Ponce. Lo hizo nervioso, extraño e incluso imprudente. La actitud de su subordinado le obligó a llamarle la atención con la sonrisa que ocultaba su enojo. Lo tomó del brazo y lo condujo a una de las terrazas. Volteó a los lados y después de constatar que estaban solos, casi musitando reclamó:

— ¿Qué te pasó Pedro, por qué tu imprudente irrupción? Te excediste. Has llamado la atención cuando debiste pasar desapercibido

            —Perdone usted General —se disculpó Torres—. Tenía que hacerme notar con la dama. La conocí hace unas semanas en condiciones que me hicieron sentir muy mal. Después le pedí a Miguel, el sacerdote, que ayudáramos al amigo de la cantante, un cocinero filipino. Ahora quise llamar su atención. Le ofrezco mi disculpa y le pido el beneficio de la duda.

            Álvarez aceptó resignado. Confiaba en su amigo pero tuvo que indagar las razones de su sorpresiva conducta y le preguntó: — ¿Acaso estás enamorado?

            —Quizás empiece a estarlo, Jefe —respondió Pedro socarrón y confiado.

            —Si se presentase la oportunidad y esa mujer sirviera a nuestro proyecto, ¿serías capaz de utilizarla? —Retó Álvarez.

            —Afirmativo, General. Sin duda alguna. Usted me enseñó a que primero es la obligación y después la devoción…

            —Lo dudo Pedro. Te delatan tus ojos de borrego a medio morir. Espero que la devoción no aplaste a la obligación. ¡Más te vale, eh! —exclamó el general sin estar del todo convencido pero concediéndole a Pedro el beneficio de la duda que éste solicitó.

            Los dos militares regresaron a la sala donde se encontraba la cantante. Llegaron justo a tiempo para ver cómo se acercó al oído del pianista cuyo movimiento de cabeza mostró su disposición a tocar el encore. En ese momento Imelda solicitó al embajador le autorizara cantar la pieza de Manuel M. Ponce. El anfitrión aceptó sonriente y trató de localizar a Del Campo pero no pudo verlo. Imelda empezó a cantar y volvió a cautivar a los invitados, en especial a Pedro que se había ocultado en alguno de los rincones del salón, detrás del cuerpo de Álvarez.

            —Capitán —le dijo el general con discreción, casi entre dientes­—: ella también tiene ojos de borrego a medio morir. Espero que sea por usted…

            —Y yo lo deseo, General —respondió Pedro sin mover los labios. Si es así, la dama podría ayudarme a cumplir mi misión…

            Álvarez lo miró asombrado y advirtió sonriente: —Me parece que la única misión entre la dama y usted se llevará a cabo en la cama.

            —Dios lo oiga Jefe. Bueno, corrijo, que lo escuche el Supremo Arquitecto del Universo. Ahí empezaría la misión que me encomendó —jugó Del Campo.

            —Oiga Pedro: no se confunda —replicó Álvarez —. Ande, iníciela ya y que lo demás sea un premio no una condición. Pero por favor evite enredarse en las bragas de la dama porque eso sí que a Usted le causaría distracciones y a la causa sendos problemas.

            —Despreocúpese Jefe. Todo lo que haga será para cumplir mi trabajo, se lo aseguro. El espacio entre las sábanas y el colchón suele ser el terreno ideal para conocer los secretos de Estado —dijo Pedro con un extraño brillo en los ojos.

            —Eres incorregible Capitán. Espero que los secretos que se escuchen en ese vaporoso ambiente no sean los nuestros —remachó Álvarez antes de que el embajador Sheffield tomara la palabra:

            —Señores y señoras: esta reunión conmemorativa de nuestra Independencia, ha sido confeccionada con platillos mexicanos en cuyo colorido predomina el verde de la esperanza, el rojo de la pasión y el blanco de la pureza...

El embajador Sheffield pronunció el resto de su discurso con la imagen de Kellogg en la mente que, así lo supuso, podría estar captando la energía de él, su socio y cómplice en el complot contra México. De cualquier manera, como lo acostumbraba, haría el comunicado secreto sobre lo acontecido en México y las repercusiones de los actos que formaban parte del Plan Green, el proyecto intervencionista diseñado por los dos en aquel día en que el intenso frío congeló la buena voluntad y las propuestas internacionales del Estado norteamericano.

Para todos resultó exitosa y divertida la fiesta de aniversario de la Independencia de Estados Unidos. Además de encontrar a Imelda, Pedro pudo conversar con una de las empleadas de confianza del embajador, fémina cuya hermosura lo cautivó. Ambos simpatizaron y la atracción fue instantánea. Ella se mostró incitante; sonreía cada vez que escuchaba las sugerentes travesuras de Pedro, unas directas y otras disfrazadas. Ante la actitud de su nueva conquista, a Del Campo se le hizo fácil ser directo:

—Espero que nuestro venturoso encuentro se repita pronto —dijo Pedro tomándola las manos—. Así que te invito a que esta misma semana disfrutemos una o varias copas. Deseo conocerte mejor. ¿Estás de acuerdo?

Sin despegar la mirada de los ojos de Del Campo, la mujer respondió con un desafío: —Estoy de acuerdo. ¿Cuándo y dónde?

Sorprendido por la inesperada reacción, tropezándose con sus palabras e ideas entreveradas, el militar agregó con un tono de voz que delataba su nerviosismo: — ¿Te parece que sea el próximo jueves?

Ella volvió a sonreír. La humedad de sus dientes la mostraron fresca y dispuesta a compartir otras humedades. El brillo de sus ojos atrajo la mirada de Pedro. A través de ellos percibió su inteligencia que, pensó, la hacía una mujer peligrosa en extremo.

—Leonora, me llamo Leonora Sherman —dijo ella—. No lo olvides. El jueves es un buen día… ¿Está bien?

—Perdón por no preguntar tu nombre. Me confundió el aroma de tu cabellera y la belleza de tu rostro. ¡Claro que está bien! —respondió él sin poder detener el suspiro que se le escapó—. Tanto que no dormiré hasta volver a verte. Esperaré tu llegada en la esquina de Reforma y Praga; ahí debajo de los árboles. ¿Objeción?

—Ninguna. Llego a las siete de la noche.

—Yo estaré ahí antes de esa hora. No recuerdo si te mencioné mi nombre. Me llamo Pedro.

—Ya lo sabía —respondió Leonora con un dejo de misterio.

Del Campo no se sorprendió con el juego de la mujer. Decidió callar porque debía emprender la retirada, en su caso estratégica. Sin decir nada más inclinó su cabeza y besó la mano de la mujer. Al levantar la vista sintió sobre su espalda la celosa mirada de uno de los militares asignados a la Embajada. Volteó a verlo y le hizo el guiño que acostumbran los militares para manifestar sus pequeños triunfos o probar a los rivales en amores. Por la reacción facial del estadunidense, Pedro captó que lo había contrariado. Sonrió satisfecho con el mismo dejo de misterio que le acababa de mostrar Leonora Sherman.

Morones había ganado ya la confianza de Sheffield y del personal que rodeaba al embajador. Para los estadunidenses resultaba importante esa relación debido al liderazgo obrero que él representaba, circunstancia que permitió al secretario mexicano ser considerado por los norteamericanos como factor de negociación política. Sheffield no ocultó su satisfacción por las reacciones de cada uno de los funcionarios mexicanos. Creyó haberlos conquistado con su capacidad de anfitrión y fingido interés por repetir ese tipo de encuentros, en apariencia amistosos.

El gobierno de Calles puso en operación los primeros pasos para la defensa de su soberanía. Recurrió a la común infiltración de espías con un garlito: ser ellos los que colaborarían dejándose espiar. De esta forma inició el rudo juego del espionaje y contraespionaje.

 

El “chinito”

Luis N. Morones se aprovechó de la inocencia de uno de los miembros de la Embajada para convencerlo de su interés histórico por Filipinas donde, señaló, Felipe de las Casas, el primer santo mexicano, había encontrado su vocación religiosa.

—Necesito platicar con el cocinero filipino que Usted ha ponderado —dijo Morones al diplomático que fungía como agregado cultural de la legación estadunidense—, creo que me ayudará a conocer algunos antecedentes de aquel misterioso país que cambió el carácter mundano del santo. Verá usted —añadió Morones—, se trata de datos que además me serán útiles para el ensayo que me he propuesto hacer sobre la vida de Catarina de San Juan, la famosa China Poblana. Aunque distantes en el tiempo, podría haber alguna relación entre esos dos personajes de la historia mexicana. En esto estoy.

Sorprendido por el interés histórico de su interlocutor, el attachè respondió que haría todo lo posible para presentarle al señor Rizal.

—Nuestro escritor Nicolás León —abundó el funcionario mexicano para no dejar cabos sueltos—, ha desvelado el misterio que envolvía a la mujer, también conocida como Mirra, la esclava que cautivó a los hombres de la época.

Al fin ingenuo y confiado, el agregado cultural de la Embajada le prometió reunirlo con el cocinero:

—Tratándose de la historia de su país —dijo amable—, moveré cielo, mar y tierra para que consiga la información que necesita con una condición.

—¿Cuál? —preguntó Morones nervioso y sorprendido.

—Que me proporcione una copia de su investigación. Manila, Filipinas también es un territorio misterioso e interesante para nosotros.

—Delo por hecho —anticipó Morones esforzándose para no mostrar la satisfacción que le produjo el éxito de su mentira—. Compartiré con Usted mis descubrimientos.

Tres días más tarde, Justiniano Rizal llegó a la cita pactada. Le habían dado instrucciones de proporcionar al funcionario mexicano la reseña que sobre “Mirra” le hizo llegar el jefe de inteligencia de la Embajada, datos acompañados con la recomendación: “Haga lo necesario para que Morones le tome confianza y le responda las preguntas que encontrará en la hoja adjunta.”

Ni Sheffield ni sus asesores conocían los resentimientos del filipino Rizal, antipatía que nació cuando el padre del cocinero fue muerto por los soldados estadunidenses que desembarcaron en Filipinas. Morones lo intuyó e hizo lo posible para aprovechar la animosidad del cocinero con el fin de obtener aquello que avalara lo dicho por Lupe, la espía infiltrada por Álvarez. De alguna manera había confirmado que el embajador era el responsable directo del plan de invasión al territorio mexicano, estrategia en la que participaban algunos miembros del clero encabezado por el arzobispo José Mora y del Río.

 

El engaño con la verdad

Días después de la recepción de la Embajada, Pedro del Campo empezó a rondar por las calles aledañas. Iba a encontrarse con la dama que le flirteó en la fiesta del 4 de julio. Mientras la esperaba rememoró su primer diálogo: “Lo veo entusiasmado con la cantante, Capitán”, le había dicho mostrándose como mujer experimentada en los asuntos del amor. “Y a mí me parece que usted está celosa de su éxito ya que no ha dejado de mirarla”, fue la respuesta de Pedro que aún recordaba las palabras de Leonora: “Nada más preocupada porque ella es una buena amiga”.

Del Campo miró su reloj y aspiró el frío aire vespertino, casi nocturno. Pasaron treinta minutos y el militar seguía medio oculto en la penumbra de la temprana noche esperando que la dama apareciera. “No me puede fallar —se dijo acariciando el frío metal de su reloj Hamilton de bolsillo, la maquinaria suiza que adquirió ciudadanía estadunidense—. Son casi las ocho de la noche. Le daré media hora más...”. El atraso empezó a inquietarlo y a lastimar su dignidad. Cuando estaba a punto de abandonar la plaza alcanzó a ver en la oscuridad la figura de una mujer que se parecía a Leonora. Esperó dos minutos hasta confirmar que se trataba de ella. La emoción le ahuecó el estómago. Antes de acercársele se cercioró de que no hubiera algún fisgón o espía de la embajada. “Parece que el terreno está libre”, concluyó después de dispersar su mirada por los alrededores. Caminó hacia la dama admirando su estampa física que, pensó, “podría haber servido de modelo a la Maja pintada por Francisco de Goya”.

            —Ya me habías preocupado —reclamó Pedro en un inglés con acento británico—. ¿Hubo algún contratiempo?

            —Disculpa, Peter —dijo ella sacudiendo su rubia cabellera.

            —No me llamó Peter —observó él medio aturdido por la presencia de Leonora—. Mi nombre es Pedro, en español, ¿acaso ya se te olvidó?

            —No, lo recuerdo bien pero de aquí en adelante para mí serás Peter; así se llamaba mi hermano. No quiero correr ningún riesgo cuando mencione tu nombre —aclaró Leonora con una sonrisa angelical.

— ¿Riesgo? A qué te refieres —cuestionó Pedro fascinado con el enigmático gesto de la mujer.

—Después te explico. Mientras, tú a mí me llamarás Leonora —le advirtió sacudiendo la cabeza para acomodar su abundante cabellera dorada—. Ya lo sabes, es mi nombre. Si nuestra relación se alarga seremos como los amantes que engañan con la verdad. Es la mejor manera de evitar los problemas que suelen presentarse en las relaciones furtivas.

            La franqueza de la dama dejó atónito a Pedro. Sin decirlo explícitamente, en un santiamén la mujer había aceptado convertirse en la amante discreta. Pedro se le acercó al cuello y volvió a aspirar la enervante fragancia a primavera.

—Es un trato. ¿Te parece que nos vayamos? —Sin esperar respuesta la tomó de la mano y la condujo hacia el automóvil que los esperaba—. No te preocupes por el chofer —le soltó—. Sabe que de su discreción y silencio depende su vida.

Esta última frase confirmó a Leonora que Pedro era un hombre decidido, con poder e incluso arbitrario; sin embargo, esa seguridad la sedujo aún más: “El tipo me resulta atractivo —caviló—. Espero que no me cause problemas.”

Los días siguientes fueron intensos para Pedro y Leonora. La atracción física se combinó con la simpatía, sexo e intereses culturales de ambos. Ocurrió la simbiosis que los mantuvo unidos sin más requisito que el brindarse placer. Pedro cumpliría la promesa hecha a Álvarez. Y Leonora haría lo que su corazón le dictara.

Emilio Portes Gil se reunió con el jefe de la zona militar y el ingeniero asignado como enlace para el asunto de los pozos petroleros. Acordaron poner en acción el operativo de vigilancia y, si no hubiese otra alternativa, emprender las acciones incendiarias. Técnicamente la misión era fácil pero a la vez compleja debido a su impacto en el ánimo de los tres cuya preocupación por la riqueza de su país chocó con las órdenes presidenciales.

Semanas después de la fiesta en la embajada de Estados Unidos, el gobierno mexicano confirmó la existencia del complot que Sheffield y Kellogg denominaron “Plan Green”. Sólo faltaba obtener pruebas para comprobar su existencia. La misión de los espías preparados por Álvarez se concentró en eliminar cualquier posibilidad de engaño o trampa. Habían sido alertados sobre la intriga que dos años antes hizo dudar a Calles, cuando la embajada de Estados Unidos filtró el documento apócrifo en el cual aparecían los nombres de varios generales mexicanos: se les señalaba como enemigos del presidente. Por ello el jefe del Estado Mayor se empeñó en confirmar la veracidad de los informes que los miembros de su equipo le hicieron llegar: quería asegurarse para que Calles no resultara engañado y, en consecuencia, quedara expuesto a los errores que por ser jefe de Estado le obligaran a disculparse con el gobierno estadunidense. Nunca le había fallado a Calles. Y esta no sería la primera vez.

Alejandro C. Manjarrez