El complot (De la ficción a la realidad)

Réplica y Contrarréplica
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Todo poder es una conspiración permanente
Honoré de Balzac

No había duda: las compañías petroleras norteamericanas querían impedir que se reglamentara el artículo 27 de la Constitución mexicana. Para lograrlo pusieron en operación el plan denominado “Green”, estrategia que tenía años de haber sido diseñada basándose en la información y los datos de las compañías petroleras filiales a las empresas que llevaron a cabo el deslinde de las tierras nacionales, contrato por el cual Porfirio Díaz entregó a los extranjeros (estadounidenses e ingleses) grandes extensiones del territorio donde, casualmente, se encontraban los principales mantos del oro negro, “los veneros del petróleo que escrituró el diablo”.

Las experiencias aquí narradas forman parte de las revelaciones de José Álvarez y Álvarez de la Cadena, confidencias que Manola Álvarez Sepúlveda, su hija, publicó en el libro Espionaje y contraespionaje en México (Edit. Buap, junio de 2008).

Se trata de una historia poco conocida debido a la secrecía con que se manejan los asuntos de Estado que ponen en riesgo la seguridad nacional. Por ello, durante años, se le consideró como una más de las decenas de “anécdotas” que produjo (y lo seguirá haciendo) el gobierno de Estados Unidos, pasajes que han inspirado a escritores y cineastas.

La “aventura” de Calles y colaboradores me atrajo para escribir El poder de la sotana, novela de que a manera de preámbulo transcribo algunas líneas.

El pasaje de esta ficción pudo haber ocurrido. Forma parte de una de las piezas de la trama que puso a México al borde de otra invasión armada en tiempos de paz.

La estrategia estadounidense consideró entonces que el crimen y la traición operarían a su favor y en beneficio de los socios de las compañías petroleras, unos políticos y otros diplomáticos, todos ellos influyentes ante el gobierno de Calvin Coolidge.

Como suele ocurrir con las historias de espionaje, la realidad le dio cuerda a la imaginación que ahí está tras la puerta que los historiadores ortodoxos no se atreven a abrir.

Entre la leyenda y la realidad

— ¿¡Confirmó lo que le dije, Álvarez!? —retumbó el grito de Calles en el despacho presidencial.

—Sí señor presidente. Lo he confirmado con todas mis fuentes. La información coincide con lo que escuchó Lupe, nuestra espía en la embajada de Estados Unidos…

— ¿Espía…? ¿Quién es esa espía? —increpó el presidente.

—La que se hizo pasar por sirvienta, jefe. Dejé la nota informativa sobre su escritorio. Se trata de la mujer que escuchó al embajador cuando éste instruía a uno de sus asistentes.

— ¿Y qué es lo que dice Lupe que dijo el tal embajador? —inquirió Calles al tiempo que hurgaba entre los papeles de su escritorio.

—Palabras más, palabras menos –Sheffield debe haber usado algunas claves verbales–, ordenó a su ayudante que estuviera preparado para participar en una posible invasión, misma que, de acuerdo con los informes que obtuve de otras fuentes, piensan llevar a cabo en cuatro meses, a lo sumo…

—Bueno, Pepe, pero eso es el dicho de la tal Lupe… Ya sabe usted cómo se las gastan los espías para encontrar la forma de justificar lo que se les paga. ¿Invasión? Cualquiera que lo diga acierta. Los gringos siempre piensan en cómo ampliar su territorio y aumentar su riqueza. Suponen que es su destino manifiesto dirigido por la mano invisible de Dios. Como le consta, contra esa amenaza nos hemos enfrentado. Es el cántaro que sube y baja en el pozo, la cantaleta de todos los días…

—Tiene usted razón presidente. Pero en este caso Lupe, nuestro contacto, ha sido muy responsable y seria. Sabe la importancia de su trabajo. Por ello se afanó y pudo ver cómo Sheffield mostraba los documentos donde están las instrucciones, más humanas que divinas —jugó Álvarez. Lo supo porque el embajador comentó su contenido en voz alta sin percatarse de la presencia auditiva de Guadalupe; y si acaso se dio cuenta, debe suponer que los sirvientes mexicanos no entienden inglés...

— ¿Entonces avala usted los informes de Lupe?

—Sí señor presidente. Avalo el trabajo de nuestra colaboradora.

Calles se quedó callado mirando el plafón de tela encalada del despacho. Se levantó de su asiento. Aspiró profundo y con el rostro enrojecido por el coraje espetó: —¡Me lleva la chingada! —Su expresión fue acompañada con un violento movimiento de su pierna que impulsó la silla coronada con el águila imperial. Aparentaba que después de la patada presidencial el ave saldría volando para no caer al suelo junto con el sillón que en esta época parece trono. Ave y serpiente se bambolearon asidas a su sitial que resistió la ley de la gravedad. Refunfuñando, Calles caminó por la amplia estancia: después de varias vueltas decidió salir a la terraza para que el viento húmedo de la tarde nublada le ayudara a pensar en alguna solución práctica. Ensimismado quedó viendo el trazo perfecto de la avenida Reforma. “Debería llamarse Paseo de la Soberanía”, masculló. Trascurrieron diez minutos hasta que hizo el ademán que esperaba su jefe del Estado Mayor, la seña del “acérquese”. José Álvarez acudió al llamado pero, prudente como era, se quedó a tres metros de distancia.

— ¡Venga general! —Insistió don Plutarco pasándose los dedos de su enorme mano por el cabello entrecano, rudo—. Es hora de dar respuesta a todas las intrigas que empezaron cuando Álvaro era el presidente de México... Creo que ya encontré la forma de defendernos de estos cabrones, y cómo les vamos a voltear el chirrión por el palito. Pero primero tenemos que conseguir esos documentos… los que vio la tal Lupe. Se me ocurre lo siguiente Pepe…

El hombre de confianza del presidente escuchó atento las instrucciones de su jefe. Tomó algunas notas asintiendo con la cabeza. Hizo las observaciones y sugerencias que juzgó pertinentes. Y después propuso lo que sería la parte del plan a su cargo. Calles lo escuchó atento y autorizó la propuesta. Después del saludo militar, Álvarez se retiró urgido por el tiempo que, le dijo Plutarco, había que sacarle provecho.

Mientras que el jefe del Estado Mayor recorría los pasillos del alcázar de Chapultepec, entonces residencia oficial del presidente de México, pensó en las tácticas previamente diseñadas por él y su personal de confianza. “La única forma de acabar con el proyecto de invasión es valiéndonos de la inteligencia más que de las armas. Para ganar esta partida, habrá que usar la fuerza del enemigo”, —pensó convencido de que ésa era la única manera de responder a quienes pretendían derrocar a su jefe, el presidente Calles…

La historia

En la investigación que Manola Álvarez Sepúlveda convirtió en libro (Espionaje y contraespionaje en México[1]. ed. CRUMAN-BUAP, 2008), están los pormenores de la respuesta táctica y las acciones que libraron a México de la invasión planeada por el embajador y el secretario de Estado del vecino país. Los resumo y en algunos casos edito con la intención de acoplarlos al ritmo de este libro. Primero transcribo algunas citas con el ánimo de mostrar al lector el rigor histórico utilizado por la autora de este importante trabajo, investigación que desde junio de 2008 forma parte del acervo bibliográfico de varios centros de educación superior, en especial de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, la institución que tuvo a bien publicar la obra de Manola.

El acuerdo presidencial

Una vez que el gobierno confirmó que el embajador de Estados Unidos formaba parte del proyecto de invasión, Calles comunicó a sus colaboradores escogidos que cada uno de ellos participarían en labores de espionaje cuyo objetivo era hacer que abortara el plan norteamericano. La sorpresa, el entusiasmo y la confidencia presidencial exaltó el patriotismo de todos, cada cual ajeno a lo que harían sus compañeros de pesquisa.

Así, José Álvarez infiltró en la Embajada de Estados Unidos a uno de los jóvenes militares del Estado Mayor Presidencial. Su misión: conquistar al personal femenino para, a través de alguna de las esposas o amantes de los agregados, obtener desde informes verbales hasta documentos importantes, incluidos los del propio embajador.

Emilio Portes Gil, gobernador de Tamaulipas, debería estar atento y vigilar la costa de su estado. La instrucción del presidente fue que en cuanto la guardia costera avistara un barco de guerra con bandera de Estados Unidos, Portes Gil ordenara que se incendiaran los pozos petroleros.

Luis N. Morones, secretario de Industria Comercio y Trabajo, tuvo a su cargo la búsqueda de algún empleado de la Embajada para corromperlo con dinero a cambio de las claves que utilizaba Sheffield y su personal.

También se llamó a Aarón Sáenz, secretario de Relaciones Exteriores, cuya misión fue la de preparar el terreno para el trabajo diplomático que habría de apoyar la posición internacionalista de México, en especial informarse de los vínculos comerciales entre el embajador, el secretario de Estado y el presidente Coolidge.

Antes de que la crisis política-comercial propiciada por los intereses económicos obligara a Calles a responder con las armas del espionaje, ocurrieron movimientos que pusieron en estado de alerta al gobierno mexicano, maniobras que Manola incluye en su libro como los antecedentes de esa parte de la historia de México. Los resumo:

La década negra

La fuerza económica de Estados Unidos vio con recelo el artículo 27 de la Constitución mexicana. La consideraron como el gran problema a resolver si querían seguir controlando la producción de petróleo en América y, por ende, aumentando su riqueza.

Preocupados decidieron contratar al general Manuel Peláez. Lo consideraban la pieza fundamental para derrocar al gobierno constitucional y proteger los intereses de las compañías petroleras norteamericanas. Como ya se dijo, lo que parecía una ficción fue la realidad, aserto que se demuestra en el siguiente documento o testimonio que corresponde a los informes secretos de la Embajada norteamericana obtenidos por el gobierno mexicano después, claro, de la estrategia del espionaje que se explica en el contexto del pasaje referido:    

Para uso exclusivo oficial. Información Política. Reporte 6.2 Oposición. México 3453. Septiembre 30, 1922-17. Político. 51. La oposición.

Con fecha 27 de septiembre de 1922 se ha impreso y distribuido en la ciudad de México un extenso manifiesto como de 35 por 20 pulgadas con una fotografía del general Peláez expresando que ha sido enviado a todo el país por el “Cuartel General” y oficiales subordinados en la República Mexicana, anunciando los motivos que los obligan a tomar una vez más las armas contra el espurio gobierno del general Obregón. La redacción de la proclama empieza diciendo en detalle los diferentes errores de la presente administración y denunciando la manera ilegal de la forma en que ejerce el gobierno el control. Luego declara que una de las características del programa revolucionario será el restablecimiento de la Constitución de 1857, la cual será estudiada legalmente para modificar su articulado de acuerdo con el programa actual. El hecho de que la Constitución sea finalmente adaptada se basará en la necesidad de todo el pueblo y no será unilateral en favor de los intereses de una sola clase. La proclama hace un llamado a la gente para que tome las armas en contra del presente gobierno y declara que los firmantes están de acuerdo en designar al general Manuel Peláez como jefe de este movimiento. Esta proclama dice haber sido hecha y procede del cuartel general de la Malintzi, Puebla y está firmado por una larga lista de generales, jefes y oficiales...

El documento de marras demuestra que el general Peláez se convirtió en jefe de las guardias blancas al servicio de las compañías petroleras, ya que su actitud de rebeldía al gobierno del general Obregón y la declaración de restablecer la Constitución de 1857, llevaba la intención de dejar a las compañías mencionadas en pleno goce de sus negocios (principalmente el petróleo).

Dice la autora del libro mencionado que las compañías petroleras utilizaron a Manuel Peláez para, entre otras acciones turbias, asesinar a Venustiano Carranza, crimen que ocurrió en mayo de 1920. Y agrega: Carranza estaba considerado como el peor enemigo de los intereses norteamericanos en México. No le perdonaron que promulgara la Constitución.

Los años turbios

Cuando se estaba reglamentando el artículo 27 para definir el aspecto petrolero, la preocupación atrapó a los socios de las compañías del ramo igual que a Frank Billings Kellogg, secretario de Estado del vecino país del norte.

Para defender a las compañías petroleras, Kellogg hizo suyas las declaraciones de los comisionados mexicanos durante las Conferencias de Bucareli. Pero se topó con el dicho de Calles sobre que las conversaciones de 1923 no debían considerarse como un tratado, sino en cuanto al establecimiento de las comisiones de reclamaciones. La Unión sostenía que el compromiso de Obregón tenía fuerza de tratado. Por su parte el gobierno mexicano no aceptó este argumento basándose en el hecho de que nunca fue ratificado por el Congreso, condición constitucional determinante para la entrada en vigor de cualquier tratado bilateral o multilateral. A la contundencia jurídica se adicionó un argumento en esos momentos ventajoso: el Congreso de Estados Unidos había repudiado los acuerdos concertados por Wilson en Versalles al terminar la primera Guerra Mundial, basándose en eso, en que no se reunían los requisitos constitucionales.

Los conflictos entre México y Estados Unidos se agravaron debido a la personalidad del embajador estadounidense James Rockwell Sheffield, un abogado corporativo estrechamente ligado a los intereses de los negocios norteamericanos; además de diplomático, el tipo era accionista de la Standard Oil Company. Su paradigma era el embajador Henry Lane Wilson, de alguna manera autor intelectual del derrocamiento y asesinato del presidente Francisco I. Madero. Sheffield actuó convencido de que el gobierno mexicano había sido alcanzado por el bolchevismo y que sus líderes políticos estaban motivados por “la codicia de una visión mexicana total de nacionalismo”. En fin, el embajador manifestó un odio indígena, no latino: deploraba el hecho de que había muy poca sangre blanca en el gabinete mexicano. Pugnó para su país usara las armas e interviniera en México. De ahí que, entre otras declaraciones poco afortunadas, dijera que: “la firmeza de nuestra parte lo hubiera forzado (a Calles) a rendirse, por miedo a perder su empleo y quizá su vida”.

Con esos “argumentos” Sheffield convenció al secretario de Estado, Frank B. Kellogg, para que amenazara con una indirecta y hasta directa intervención en México: lo hizo el 12 de junio de 1925 cuando manifestó a la prensa de su país conceptos que fueron considerados como vejatorios para la dignidad de nuestra nación. Helos aquí:

He tratado sobre los asuntos mexicanos muy detenidamente con el embajador Sheffield y he hablado sobre la situación en su totalidad. Nuestras relaciones con el gobierno son amistosas; pero, sin embargo, no son enteramente satisfactorias y estamos tratando de que el gobierno mexicano, y así lo esperamos, restaure las propiedades ilegalmente tomadas e indemnice a los ciudadanos americanos.

Un gran número de propiedades de americanos han sido tomadas de acuerdo con las leyes agrarias violándolas, por las cuales no ha sido concedida ninguna compensación, y otras propiedades han sido prácticamente arruinadas y en algunos casos intervenidas por el gobierno mexicano en vista de demandas no razonables de los trabajadores mexicanos.

El embajador Sheffield tendrá el apoyo completo de este gobierno, e insistiremos en que se dé protección adecuada, de acuerdo con prescripciones del derecho internacional, a los ciudadanos americanos. Creemos que es el deseo del gobierno mexicano llevar a cabo las convenciones e indemnizar a los ciudadanos americanos por las propiedades expropiadas.

Hemos visto las informaciones publicadas en la prensa en el sentido de que es inminente otro movimiento revolucionario en México y abrigo la esperanza de que no sea verdad.

La actitud de este gobierno hacia México y las revoluciones que lo amenacen fue claramente establecida en 1923, cuando estalló un movimiento que puso en peligro al gobierno constituido de ese país, el cual había contraído compromisos solemnes con este gobierno y se esforzaba por cumplir sus obligaciones... La política de este gobierno consiste ahora en usar su influencia y su apoyo en bien de la estabilidad y los procedimientos legales constitucionales, pero debe aclararse que este gobierno continuará apoyando al gobierno de México solamente mientras proteja las vidas y los intereses americanos y cumpla con sus compromisos y obligaciones internacionales.

El gobierno de México está siendo juzgado ante el mundo. Tenemos el mayor interés en la estabilidad, prosperidad e independencia de México. Hemos sido pacientes y nos damos cuenta de que demanda tiempo el asiento de un gobierno establecido, pero no podemos tolerar la violación de sus obligaciones y la falta de protección a los ciudadanos americanos.

Cuando Kellogg afirmó que el gobierno de México estaba siendo juzgado ante el mundo, dio a entender que los juzgadores eran las potencias imperialistas, que lo consideraban un peligro debido a que su talante podría servir “de estímulo a todas las naciones explotadas del mundo”.

Para contestar las declaraciones insolentes de Kellogg, el presidente Calles pidió ayuda al abogado poblano Luis Cabrera Lobato. Y éste, a pesar de su distanciamiento político con el presidente, no tuvo empacho en aportar sus conocimientos y colaboración al derecho internacional aportando argumentos sólidos y contundentes contra las pretensiones de los petroleros.

Calles respondió a lo dicho por el señor Kellogg:

La mejor prueba de que México estaba dispuesto a cumplir con sus obligaciones internacionales y proteger la vida e intereses extranjeros, era precisamente que aun cuando no estaba obligado conforme al derecho internacional, invitaba a todas las naciones cuyos ciudadanos o súbditos hubieran sufrido daños por actos ejecutados durante los trastornos habidos en nuestro país, a fin de celebrar con ellas convenciones para establecer comisiones que conocieran de esos daños... “si el gobierno de México se halla sujeto a juicio ante el mundo, en el mismo caso se encuentran tanto el de Estados Unidos como el de los demás países, pero si se quiere dar a entender que México se encuentra sujeto a juicio en calidad de acusado, mi gobierno rechaza de una manera enérgica y absoluta semejante imputación, que en el fondo constituye una injuria”.

The Washington Post, entonces órgano afín al Departamento de Estado, publicó lo siguiente refiriéndose a las declaraciones de Calles:

Todos los periódicos acusan a México de ser comunista e impostor y exageran la posibilidad de una nueva revolución mencionando los nombres del general Flores, de Pablo González, de De la Huerta y de José Vasconcelos, como posibles líderes de dicha revolución... No obstante, estos periódicos predicen que la administración de Calles se verá obligada a acatar las órdenes de Estados Unidos, primero porque la influencia que Calles tiene en México se debe al apoyo que recibe de Estados Unidos y porque no puede gobernar sin el apoyo de este país porque lo necesita; segundo, porque la vida interior de México necesita absolutamente la cooperación del capital americano y un embargo de los empréstitos podría obligar al gobierno de México a aceptar las demandas de Estados Unidos; y tercero, podría levantarse la prohibición que existe para la venta de armamentos a los revolucionarios antigobiernistas y entonces podría llevarse a cabo una revolución en caso de que el presidente Calles no aceptara.

Las relaciones entre Estados Unidos y México se complicaron. Ante el peligro que representaba para nuestro país una agresión armada, Calles propuso que la situación fuera sometida al arbitraje de la Corte Internacional de La Haya. El presidente Coolidge no aceptó, a pesar de haberlo aprobado el Congreso de Estados Unidos.

En los años de 1925 y 1926, la tensión entre México y Estados Unidos fue causada principalmente por los intentos norteamericanos para apoyar el poder y la influencia de las compañías petroleras estadounidenses en México. Llegó a tal extremo la tensión, que estuvo a punto de estallar la guerra. Los primeros chispazos ocurrieron cuando Calles tuvo el atrevimiento de reconocer a un gobierno que para Estados Unidos no existía: el de la Unión Soviética. La Casa Blanca tomó como un insulto este solitario gesto del presidente mexicano. El entendimiento diplomático entre nuestro gobierno y el de la URSS recrudeció la campaña estadounidenses en contra de México. Se afirmaba que nuestra nación hacía propaganda comunista en Centroamérica, especialmente en Nicaragua.

Otra de las causas que agravaron el distanciamiento entre los gobiernos mexicano y norteamericano, fue la ayuda que Calles prestó al gobierno nicaragüense del liberal Sacasa, quien combatía a la administración conservadora de Adolfo Díaz, sostenido éste por Estados Unidos. La situación propició que la Casa Blanca interviniera directamente en el conflicto, y en enero de 1927 envió a la infantería de marina. Unos días después del desembarco efectuado el 11 de ese mes, en sesión a puerta cerrada en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, el secretario Kellogg presentó su evidencia acerca de “los propósitos y políticas bolcheviques en México y América Latina”.

Se había desatado una guerra de propaganda destinada a preparar al Congreso de Estados Unidos y a la opinión pública de ese país para una intervención armada en México. Sin embargo, la administración de Coolidge se encontró con la importante oposición estadounidenses contra la pretendida intervención.

En un editorial típico de los muchos publicados en periódicos norteamericanos, el New York World llamó al discurso de Kellogg “un crimen contra la paz”, y declaró que “el memorándum de Kellogg sobre el bolchevismo había sido escrito por un hombre que intentaba deliberadamente envenenar la mente del pueblo norteamericano”. El Baltimore Sun también hizo referencia en el mismo sentido y su criterio fue manifestado con las siguientes palabras: “...dudamos seriamente que alguna vez en la historia de esta nación el jefe del Departamento de Estado haya dado un discurso en público tan absolutamente indignante”.

Las pláticas del embajador americano con las autoridades mexicanas no pudieron aminorar las dificultades. En una entrevista celebrada entre el embajador Sheffield y el general Calles se habló de la situación política de Nicaragua. Calles manifestó al diplomático que, suponiendo sin conceder, México hubiera enviado barcos con armas a Nicaragua para apoyar al gobierno constitucional de Sacasa, le asistía el mismo derecho que a Estados Unidos para desembarcar marines fuertemente pertrechados en apoyo del ilegítimo Adolfo Díaz. Tal entrevista agravó el distanciamiento diplomático entre los dos países. Y esto se reflejó en el tono descortés de la correspondencia del embajador con la Cancillería mexicana.

En 1925 empezó a discutirse en las Cámaras del Congreso de la Unión la Ley del Petróleo. Y el 17 de noviembre de ese año, la Embajada de Estados Unidos en México envió a la Secretaría de Relaciones Exteriores el memorándum que inició la discusión sobre el posible aspecto confiscatorio de la ley orgánica de la fracción I del artículo 27 de la Constitución, en proyecto por el secretario de Relaciones Exteriores, Aarón Sáenz. La comunicación marcó para México el principio de una azarosa política internacional llena de dificultades y peligros. En esta nota, que era la primera firmada por Kellogg, el gobierno de Estados Unidos proponía sustancialmente negociar un Tratado de Amistad y Comercio, tal y como en 1924 se había intentado llevar a cabo. La finalidad diplomática del comunicado estribaba en manifestar el desagrado del gobierno norteamericano ante los proyectos de la ley en discusión. Y decía además:

... ruego a usted tenga la amabilidad de comprender que estoy hablándole únicamente sobre la base de la amistad y deseo evitar cualquier crítica a la proyectada legislación... sin embargo, es fútil intentar a tan larga distancia alcanzar cualquier inteligencia con usted respecto a los efectos de tal legislación. Además, nada podría estar tan lejos de mi intención como aparecer deseoso de intervenir en el libre curso de la legislación de ese país. Hay, sin embargo, ciertas consideraciones que desde luego tienen que causar preocupación. Americanos con derechos adquiridos apelarán a este gobierno, el cual está naturalmente obligado a hacer todo lo posible en su favor. La situación puede llegar a ser extremadamente confusa y debemos recordar siempre la letra como el espíritu de las negociaciones de la Comisión de Estados Unidos en México, reunida en la ciudad de México el 14 de mayo de 1923...

El secretario de Relaciones Exteriores contestó a la nota de Kellogg que las pláticas de Bucareli no podían constituir una obligación internacional, pues en ellas se había dado a conocer solamente la interpretación política que el gobierno del general Obregón hizo sobre los puntos ahí tratados, por ser conferencias sin carácter formal, no obligaban internacionalmente a los dos Estados. En cuanto a lo demás, las leyes que se discutían no podían constituir un serio peligro para los ciudadanos americanos y sus intereses, por lo cual el gobierno mexicano estaba dispuesto a negociar el tratado solicitado.

El embajador Sheffield usaba toda clase de procedimientos para incitar a Estados Unidos a una agresión armada. Muchos de sus consejeros en México eran los que habían formado la camarilla de Lane Wilson. Ocultaba sus trabajos en pro de los petroleros bajo la afirmación de que respetaba el derecho de México para legislar; no obstante, empezó a lanzar ataques por la reglamentación petrolera que apenas se estaba elaborando. Quería influir en leyes que apenas estaban proyectándose.

El secretario de Estado, Frank B. Kellogg, mandó un segundo aide mèmoire (memorándum) que fue entregado por el embajador norteamericano al secretario de Relaciones Exteriores en México, el 27 de noviembre de 1925:

Desde mi aide mèmoire de noviembre 17 se me ha informado que la ley reglamentaria de la fracción I del artículo 27 de la Constitución Mexicana ha sido aprobada por la Cámara de Diputados, y ha llegado a mi poder una copia de la ley en la forma en que fue aprobada.

En estas circunstancias me veo impulsado a revelar los sentimientos expresados en dicho aide mémoire y a presentar, al mismo tiempo, algunas consideraciones ulteriores, relacionadas más directamente con la legislación pendiente, a las cuales se hizo referencia solamente en forma incidental con fines ilustrativos.

Creo que no estaría obrando con un espíritu verdaderamente amistoso si me abstuviera de advertir a usted que esta ley es vista con genuina aprensión por muchos, si no todos, los americanos tenedores de derechos de propiedad en México, y sería menos sincero si no dijese a usted en este momento que, a mi juicio, tal aprensión está justificada. Un examen de la ley en su forma actual fuerza la convicción de que en alguno de sus aspectos la medida opera retroactivamente respecto a intereses de propiedad americana en México y que el efecto causado en ellos es manifiestamente confiscatorio. Derechos que se han adquirido en virtud de leyes y Constitución en México existentes en el tiempo de la adquisición serían seriamente menoscabados, si no completamente destruidos.

Deseo particularmente dirigir la atención a la posición que requiere a los extranjeros repudiar su nacionalidad y convenir en no invocar la protección de sus respectivos gobiernos, en tanto cuanto se encuentran concernidos sus derechos de propiedad bajo penalidad de secuestro. A este respecto, es mi deber señalar que mi Gobierno de acuerdo con los principios generalmente, si no universalmente aceptados, siempre ha declinado conscientemente conceder que tal repudio pueda anular la relación de un ciudadano con su propio Gobierno de protegerlo mediante la intervención diplomática en el caso de una denegación de justicia dentro de los principios reconocidos del derecho internacional.

Este segundo aide mèmoire del secretario Kellogg fue contestado por el secretario de Relaciones Exteriores de México el 5 de diciembre de 1925 y entregado al embajador americano el día 7 del mismo mes.

La nota que empieza haciendo referencia al contenido de la comunicación de Kellogg dice:

Desde luego y aun dentro de un espíritu de perfecta amistad, extraña el hecho de que el gobierno americano haga al de México comentarios sobre la legislación pendiente y la cual, precisamente por estar en estado de formación, no puede causar ningún perjuicio actual a los ciudadanos norteamericanos.

Por otra parte, entiendo que dentro del territorio de Estados Unidos existen leyes vigentes muy semejantes a la que está ahora pendiente de la aprobación del Senado mexicano, negando a los extranjeros los mismos derechos a que se refiere la Ley Orgánica de la fracción I del artículo 27 de la Constitución, y que restringen y condicionan en muchos casos el derecho de adquirir y poseer tierras.

Se insistió además en que los preceptos de estas disposiciones derivaban del espíritu y de la letra del artículo 27 Constitucional y en que, por tanto, su legitimidad estaba fuera de duda. En cuanto a la “renuncia de nacionalidad”, nuestro gobierno alegó que por ningún motivo era correcta tal denominación, pues no se trataba de una renuncia de nacionalidad propiamente dicha, sino de un convenio celebrado con el extranjero que adquiere bienes, a fin de que éste no solicitara la protección diplomática en lo que concernía a las gestiones que semejantes bienes pudiesen originar. Se hacían además dos aclaraciones importantes. La primera: la opinión tantas veces sostenida por el gobierno mexicano de que de las conferencias habidas en la citada fecha de mayo de 1923 no resultó ningún acuerdo formal, fuera de las reclamaciones que se firmaron después de la reanudación de las relaciones diplomáticas. Que aquellas conferencias se limitaron a un cambio de impresiones con el objeto de ver si era posible que los dos países reanudaran dichas relaciones diplomáticas. La segunda: que la ley que reglamentaba la fracción I del artículo 27 había sido aprobada por la Cámara de Diputados y que estaba pendiente de resolución en la de Senadores, y que dicha ley había respetado en todo y por todo los derechos adquiridos, como un estudio libre de prejuicios podía demostrarlo:

Se refiere usted a la disposición que exige que el extranjero poseedor de acciones en sociedades que tienen bienes raíces convenga ante la Secretaría de Relaciones Exteriores en considerarse nacional respecto a la parte de bienes que le toca en la sociedad, y de no invocar la protección de su gobierno por lo que se refiere a aquello, bajo la pena de perder tales bienes en beneficio de la nación.

Fuera de que la disposición a que usted alude no es nueva, es decir fuera de que no emana de la ley pendiente ahora en la Cámara de Senadores, sino que procede de la Constitución Mexicana de 1917, por lo cual parece la observación de usted fuera de oportunidad, me permito a mi vez responder a usted que es universalmente aceptado el principio de que cada nación es soberana para legislar en materia de bienes raíces dentro de su territorio.

Llamo a usted la atención, por otra parte, sobre el hecho de que se ha llamado malamente renuncia de nacionalidad al convenio que exige la fracción I del artículo 27 de la Constitución. No existe tal renuncia y se trata solamente de un convenio con efectos limitados y especiales.

Por otra parte, las disposiciones legales vigentes en México sobre este asunto no son obligatorias, pues aunque es un requisito exigido por la ley para que un extranjero adquiera bienes raíces el obtener un permiso del gobierno, el extranjero que no desee adquirirlo no está obligado a hacerlo. Pero desde el momento en que consiente someterse a esas modalidades, debe considerarse que ha celebrado un contrato voluntariamente.

...Creo que lo anterior bastará para llevar a la convicción de usted que la ley en proyecto, si bien trae para los extranjeros la necesidad de verificar cierta especie de actos para ponerse de acuerdo con ella, no desconoce ninguno de sus derechos.

La Ley del Petróleo

Esta etapa de la discusión concluyó cuando la Ley del Petróleo fue publicada en el Diario Oficial el día último de diciembre de 1925, junto con la Ley Reglamentaria de la fracción I del artículo 27 Constitucional.

        La primera exigía que los dueños de tierras petroleras en que se hubiera realizado un acto positivo de propiedad, cambiaran sus títulos por concesiones gubernamentales que no excedieran de 50 años.

Y la segunda, que contenía prohibiciones a las sociedades de extranjeros para adquirir bienes raíces dentro del territorio mexicano, ordenaba que en determinado plazo los extranjeros tuvieran que ceder sus propiedades situadas en zonas fronterizas; además reglamentaba las condiciones bajo las cuales gozarían de las propiedades en los demás casos.

La aparición de estas leyes suscitó el escándalo internacional provocado por las compañías petroleras y, como era natural, los magnates norteamericanos del petróleo —incluidos ingleses y holandeses— contaron con la simpatía del gobierno norteamericano.

La discusión entre los dos países subió de tono inmediatamente después de que el Congreso aprobó las leyes que habían sido objeto de protesta de parte de Estados Unidos. A los ocho días de su publicación en el Diario Oficial, el gobierno norteamericano presentó una nota formal para protestar por ellas. La nota fue entregada por el embajador Sheffield al secretario de Relaciones Exteriores. Esto decía el texto del 8 de enero de 1926:

Mi gobierno me ha dado instrucciones en relación con la publicación oficial en la edición del Diario de 31 de diciembre último, que contiene el texto de una Ley del Petróleo. Mi gobierno lamenta observar que esta última ley publicada en el Diario Oficial aparece sujeta a las mismas objeciones que fueron anticipadas contra el proyecto de ley.

        Mi gobierno en consecuencia no puede eludir la conclusión de que la Ley del Petróleo tal como está publicada en el Diario Oficial viola derechos legalmente adquiridos de acuerdo con disposiciones de leyes mexicanas.

        En vista de lo anterior, mi gobierno me da instrucciones para informar a Vuestra Excelencia de que, por la presente, reserva en favor de los ciudadanos de Estados Unidos cuyos intereses de propiedad estén o pueden estar afectados en lo futuro por la aplicación de las leyes antes mencionadas, todos los derechos legalmente adquiridos por ellos, bajo la Constitución y las leyes vigentes en México en la fecha de adquisición de tales intereses de propiedad y bajo las reglas del derecho internacional y la equidad, e indica que no le es posible asentir a la aplicación de las recientes leyes a propiedades de americanos así adquiridas, que sea o que pueda ser en lo futuro retroactivo o confiscatorio.

El abogado de la Universidad de Yale, James Rockwell Sheffield, que había sido acreditado como embajador de Estados Unidos en México en octubre de 1924, fracasó en su labor diplomática. Deformado su pensamiento por la tendencia de su educación profesional, creyó que actuar en diplomacia era como hacerlo en un estrado de sus tribunales. Y después de la nota formal presentada por el gobierno americano, entabló una correspondencia que tenía todas las características de un alegato jurídico, porque giraba en torno a los siguientes puntos: los Convenios de Bucareli, que constituirían una formal obligación para los gobiernos; las leyes promulgadas, que no atendían a las interpretaciones que del propio artículo 27 había dado la Suprema Corte de Justicia de México; los gobiernos que tienen el ineludible derecho de impartir protección diplomática a sus nacionales a pesar de la renuncia hecha por ellos, etc. Con esta argumentación Sheffield intentó convencer al secretario de Relaciones Exteriores. Y ante Calles movió los resortes más cercanos y más seguros del gobierno de Washington. Su intención: preparar la intervención armada en nuestro país.

        El 9 de enero de 1926, un grupo de educadores y clérigos estadounidensess entrevistaron en su casa al general Calles. Le preguntaron si no deseaba dar a conocer al pueblo norteamericano su opinión sobre las dificultades que existían entre los dos países. Calles contestó que las dificultades no eran de carácter fundamental, que no se afectaba el honor de cualquiera de las dos naciones, sino que la verdadera dificultad era el petróleo. Y abundó:

Esta dificultad es abstracta, provocada por nuestra legislación, que las grandes compañías petroleras no quieren reconocer y que no lesiona en absoluto a la industria petrolera ni a los intereses petroleros. Y digo que la dificultad es abstracta, porque el punto en que se apoyan para querer desobedecer la ley es el viejo concepto romano del derecho absoluto de propiedad. Nuestra legislación confirma y reconoce los derechos sobre el subsuelo adquiridos antes de la Constitución de 1917 por un término de 50 años, y al terminar este plazo, si todavía hay explotación petrolera sobre las propiedades actuales, se concede una prórroga de 30 años más; es decir, se reconocen los derechos de propiedad sobre el subsuelo por un término de 80 años y lo más probable es que en 80 años se agoten los pozos, como lo demuestra la historia. Así que no tienen fundamentos legales ni morales las compañías petroleras para discutir y causar un conflicto entre dos naciones…

El Plan Green se pone en marcha

La enorme oposición que se dio dentro de Estados Unidos en pro de una intervención militar en México no disuadió al secretario de Estado Kellogg. Éste continuó sus planes destinados a derrocar al régimen callista. En una carta personal dirigida al embajador Sheffield, el funcionario norteamericano manifestó que las reformas y medidas que el gobierno mexicano podría tomar respecto al petróleo no eran tan importantes como el hecho de que Calles se ha declarado un enemigo peligroso de nuestra política latinoamericana y debemos acabar con él de todas maneras. Las declaraciones de Kellogg contra México despertaron en Estados Unidos una oposición masiva que le hizo cambiar de táctica. Entonces se inclinó por lo que podría llamarse una intervención tangencial realizada por los mismos mexicanos, en vez de una agresión directa encabezada por las tropas estadounidenses. Esto para no derramar sangre yanqui en la conquista de un pueblo que no se podía entender a sí mismo. Una vez que el Congreso entró en receso, Kellogg escribió a Sheffield diciendo que él levantaría el embargo de armas a México para permitir que los rebeldes que pelearan contra el gobierno mexicano adquirieran las armas en Estados Unidos.

Estos planes tomaron forma cuando un alto oficial de la inteligencia militar de Estados Unidos, el mayor Joseph F. Cheston, le dijo a Sheffield que ese país estaba estudiando la aplicación del plan de intervención en México diseñado por el mayor general Hugo Dickson durante la primera Guerra Mundial. La estrategia principal era fomentar una intervención armada en México, por los mismos mexicanos. Cheston le comunicó al embajador que “el presidente Coolidge estaba tan determinado a poner a funcionar en México la política de big stick (gran garrote) que había manifestado ya su intención de no reelegirse, lo que le permitiría actuar libremente y sin ligas con su partido; es decir, comportarse de una manera más acorde con sus puntos de vista personales.

El candidato favorito de la administración norteamericana para dirigir esta nueva revolución en México, fue un antiguo carrancista, el general Pablo González, quien por aquellos días se encontraba exiliado en Estados Unidos. Sheffield se opuso firmemente a la designación de González, arguyendo que este último no estaba al tanto de lo que ocurría en México. Probablemente Sheffield también sabía (aun cuando es de dudarse que tuviera un conocimiento profundo de la historia de México) que González era el general menos competente que la Revolución había producido.

El 27 de mayo de 1926 el espía mexicano conocido con la clave de 10b informó que el embajador había roto toda relación con Frank Tannenbaum, historiador norteamericano y experto en asuntos mexicanos.

Con fecha 7 de junio de 1926 empezó a tornarse más agudo el problema de la invasión a México. Al efecto el teniente coronel de Caballería Edward Davis (attaché militar) envió un memorándum al embajador, al attaché naval y al primer secretario de la Embajada, documento que en su segundo punto decía:

Para información militar que debe usarse respecto a la monografía del Plan Especial Green, la descripción contenida en el informe 6-2 número 326 del 16 de julio de 1925 deberá distribuirse entre los oficiales que manden pequeñas unidades.

El Plan Green establecía la forma detallada de llevar al cabo la invasión a México. Debido al momento por el que atravesaban las relaciones diplomáticas entre México y Estados Unidos, llegó a pensarse que era inminente una intervención militar de parte de este último país, sobre todo por las grandes influencias que en Washington tenían los petroleros que se sentían agredidos.

Por ello el general Calles envió al general Lázaro Cárdenas como jefe de Operaciones de la zona norte de Veracruz; era, pues, el hombre de confianza que garantizaba la seguridad de los habitantes de la Huasteca, cuyas múltiples quejas los habían puesto en la mira de las represalias. Cárdenas fue el encargado de resguardar la zona contra cualquier ataque internacional. También Emilio Portes Gil, gobernador de Tamaulipas, recibió la orden presidencial para, en caso de que se llevara a efecto la invasión, evitar que Estados Unidos pudiera apoderarse de los pozos petroleros: si era necesario —decía la orden presidencial— había que incendiar los yacimientos de la Huasteca junto con las refinerías de Árbol Grande, Madero y Mata Redonda.

Algunos prominentes conspiradores 

El general Arnulfo R. Gómez aspiraba a ocupar la Presidencia de la República en el periodo posterior al de Calles, y para ello recurrió al Departamento de Estado en demanda de ayuda. Lo primero que prometió en caso de triunfar fue la derogación de los artículos de la Constitución de 1917 que estuvieran en contra de los intereses del gobierno norteamericano, así como de todas las leyes dictadas durante la administración de Calles. Sin embargo, en los informes que mandó el agregado militar de Estados Unidos a su país, se dejaba entrever que Gómez no les inspiraba confianza como para comprometerse con él y entusiasmarse con sus propuestas.

Así pues, el embajador Sheffield envió un memorándum secreto al subsecretario de Estado en Washington, para establecer su posición respecto a la propuesta de Gómez:

Asunto: Conferencia de la mañana del sábado 30 de enero de 1926 (Informes políticos de México).

  1. Tengo el honor de informar a usted lo siguiente: a las nueve de la mañana ordené al attaché militar y a otros jefes de la Embajada conferenciar personalmente conmigo sobre su cable confidencial. Los siguientes asuntos fueron discutidos: La proposición de Arnulfo Gómez es un asunto que esta Embajada no debe considerar. Sugiero que su comunicación al secretario de Estado no debe ser contestada. El simple hecho de que su comunicación se conteste (por escrito) tendería a indicar nuestra aprobación oficial de su ofrecimiento. Nuestro attaché militar local me hace notar que las ambiciones presidenciales del general Gómez serían desastrosas por lo que concierne a ambos gobiernos. Estoy de acuerdo. El general Gómez indica que él será el próximo presidente de México, aun cuando se necesite la fuerza. Tomamos esto como una amenaza no sólo para el gobierno constituido de México, sino aun para el elemento oficial de Washington. Gómez aun declara que puede contar con Serrano y el elemento militar para apoyarlo. Nuestras informaciones son que Serrano ha hecho compras considerables de municiones, de las cuales únicamente un 10% ha sido recibido en México. Gómez, como jefe de la jefatura militar de Veracruz, está por consecuencia en una posición estratégica favorable para controlar la entrada de las armas de Serrano. El hecho es que todo hace presumir que: Gómez quiere entrar a una conspiración con el Departamento de Estado para derrocar al presente gobierno mexicano, cosa que no está de acuerdo con la política del Departamento de Guerra (de Estados Unidos). Noto que Gómez dice: si fuese presidente se vería cómo ciertas leyes se retirarían o se promulgarían como lo ordenase el Departamento de Estado. Quizá pudiera ser verdad; no obstante, creemos aquí que una alianza tan estrecha no sería benéfica. El attaché militar me aconseja que el incidente se considere terminado por lo que a nosotros se refiere, y estoy completamente de acuerdo con esta opinión. Tengo el honor de ser su servidor obediente James R. Sheffield, embajador de México. Rúbrica.

El gobierno mexicano debe haberse sentido alentado cuando se enteró de que Gómez, deseoso de obtener recursos para su campaña presidencial, no había tenido éxito en su búsqueda por obtener el apoyo de las compañías petroleras estadounidenses y, por qué no, hasta para su proyectada rebelión. Gómez había enviado primero a su amigo el general Peláez, quien durante la fase armada de la Revolución mexicana mantuvo estrechas relaciones con las compañías petroleras. Al no obtener noticias comprobables, envió al mayor Cheston, empleado de la embajada. Lo hizo porque este funcionario estaba más que dispuesto a investigar en el interior de las compañías petroleras la fama de Peláez, informes que finalmente fueron negativos: los petroleros ya no confiaban en Peláez y sentían que Gómez era demasiado débil, además de que lo suponían estrechamente ligado a los carrancistas, enemigos de las compañías extranjeras dedicadas a la explotación de los “veneros del diablo”.

El 3 de marzo de 1927, uno de los informantes de la Embajada norteamericana le confió a Luis N. Morones lo siguiente:

Ayer se recibió un cable dirigido a Sheffield, diciéndole que se informara con el general Arnulfo R. Gómez si el general Peláez era su apoderado para tratar cualquier asunto en Estados Unidos.

Inmediatamente mandaron al mayor Cheston a localizar a Gómez Vizcarra, quien envió a un propio para hablar con el general Gómez, habiendo salido esa misma noche.

Todos los informes hacen presumir que el general Gómez piensa levantarse en armas a mediados de este mes. Informaré de la contestación que dé el general Gómez a la Embajada.

Luis N. Morones reveló que otro de sus informantes obtuvo una importante noticia del mayor Cheston. Según el informe confidencial fechado el 6 de mayo de 1927, éste comunicó a la Embajada que el general Arnulfo R. Gómez lo había comisionado para que fuera a Washington e investigara si el general Manuel Peláez había conseguido de las compañías petroleras el dinero que necesitaba para financiar su campaña política o, en caso de ser necesario, su lucha armada. El propio Cheston dice en su carta–informe:

        ... desconfiando de Peláez se negaron a dar ayuda, además de que no creyeron lo suficientemente fuerte al general Gómez para controlar la situación militar del país.

Por su parte Serrano también aspiraba a la primera magistratura del país, pero cometió el error de buscar el apoyo de Estados Unidos. Valga aclarar que para hablar de sus acercamientos con el poderoso vecino del norte sólo contamos con el dicho de personas que vivieron y actuaron en aquella época, y con fotografías donde el propio Serrano aparece junto al embajador Sheffield en diversas reuniones de la Embajada. Pero también podemos basarnos en la coincidencia con los demás movimientos apoyados por Estados Unidos y la seguridad que demostraron los funcionarios norteamericanos que comentaron su connivencia con Gómez.

El general Francisco R. Serrano organizó un cuartelazo en el cual deberían morir los generales Calles, Obregón, Amaro, Álvarez y todos los asistentes a las maniobras militares de Balbuena. Y según los planes, el crimen debería perpetrarse mientras él y sus allegados estuvieran en Cuernavaca. La intención de su estrategia era no violar la Constitución, cuyo texto establecía como impedimento para ocupar la Presidencia haber participado en algún movimiento contra el gobierno. Y al encontrarse fuera de la ciudad de México, es obvio que el conspirador quedaba automáticamente exonerado: se dejó correr la versión de que el placer era el motivo del viaje que Serrano realizó a la ciudad de la “eterna primavera”.

Gómez, que también sabía de ese impedimento, se enteró a última hora de los planes de Serrano e intempestivamente salió rumbo a Veracruz donde, según él, la gente lo apoyaba.

Ninguno de los dos contó con que los denunciaría el general Eugenio Martínez, jefe de la Primera Zona Militar y antiguo subordinado de Obregón, porque —según lo dijo— él estaba dispuesto a luchar abiertamente y no podía formar parte del complot de Balbuena. El plan establecía que el encargado dirigiría los reflectores hacia la tribuna para deslumbrar a sus ocupantes y dar oportunidad para que la escolta disparara sobre las inermes víctimas.

Una vez enterado Calles del atentado en su contra, optó por hacerles creer que lo ignoraba, y de inmediato envió fuera del país a Eugenio Martínez. Así, el día fijado para las maniobras que encubrirían la asonada contra el presidente, éste no llegó y los traidores se dieron cuenta de que habían sido descubiertos. Las tropas del general Almada, jefe de la Primera Zona Militar, salieron rumbo a Texcoco para unirse con Gómez en Perote. Calles, que pudo haberlos detenido, no lo hizo porque sabía que al sentirse atacada la mayor parte de la tropa ajena a la maniobra golpista, ésta podría volverse en su contra sin saber con exactitud lo que estaba sucediendo. Por ello el general José Álvarez y Álvarez de la Cadena, junto con otros oficiales que se habían percatado del plan y la confusión existente, los convocaron para que volvieran a sus cuarteles. Calles ordenó aprehender a Serrano y a sus acompañantes en Cuernavaca y fusilarlos después de someterlos a un juicio sumarísimo que, de acuerdo a la legislación militar, se aplicaba al soldado u oficial levantado en armas.

Gómez por su parte huyó de forma desorganizada y temerosa. Su fusilamiento también se basó en la ley militar que, como el lector sabe, ha incentivado la creatividad de historiadores y novelistas dedicados a comentar este lamentable pasaje de la historia de México (La sombra del caudillo, La tragedia de Huitzilac, etcétera).

Espionaje en la Embajada de EU

Existen una serie de reportes de un supuesto espía conocido con la clave 10b que han sido publicados por el Fideicomiso Archivos Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, los cuales revelan una parte del espionaje que el gobierno organizó para evitar la pretendida invasión militar a México, conocida como Plan Green.

Una de las revelaciones del espía 10b, que sin duda resultó de gran interés para el gobierno callista, ponía al descubierto las actividades de los agentes norteamericanos en México. En julio de 1926, por ejemplo, informó que la Embajada estadounidense había interceptado un telegrama enviado por el presidente Calles a Téllez, su embajador en Estados Unidos. El 9 de agosto 10b comentó acerca de un misterioso viaje a México de John Clayton, corresponsal del Chicago Tribune en la ciudad de Roma, Italia. El periodista –decía la información confidencial– arribó a nuestro país con la intención de comprar documentos secretos ofreciendo por ellos 50 mil dólares. Durante su visita sostuvo una conversación “secreta” con el prominente político mexicano y diputado en el Congreso Constituyente de 1917, Félix F. Palavicini.

Además de proporcionar esa información, 10b opinó que el personal norteamericano contratado por la administración callista había espiado al Estado mexicano. Se refería en especial a un piloto que trabajó para el gobierno y para la crom, el cual ofreció a la representación estadounidense los nombres y funciones de la oficialidad mexicana que de una u otra forma tenían contacto con los revolucionarios de Nicaragua. Asimismo, el misterioso 10b dijo que era delicado para el gobierno mexicano el hecho de que Sheffield obtuviera una copia de la carta enviada por el presidente a los gobernadores. Y esta carta, de acuerdo con el espía de México, fue descubierta en la oficina privada de la Presidencia por Isaac Marcosson, agente del gobierno norteamericano, que la vio sin poder copiarla ni apoderarse de ella: nadie pudo explicar cómo el embajador Sheffield obtuvo una copia, a pesar de que 10b insistió en que Estados Unidos estaba siendo informado por un agente que operaba en la propia oficina de Calles.

La existencia de una gran red de espionaje manejada por Estados Unidos era la única respuesta para justificar la fuga de los documentos que cayeron en manos de las autoridades norteamericanas.

Otro de los informes obtenidos por esa red se refería a que el gobierno mexicano había tenido acceso a cables confidenciales de la Embajada. Arthur Schoenfeld, uno de sus consejeros en México, lo hizo saber a sus jefes. A las 10:35 de una mañana de octubre, éste recibió un cable del Departamento de Estado pidiéndole que investigara los rumores referentes a la cooperación entre los sindicatos de Guatemala y México y que, de hecho, los sindicatos mexicanos estuvieran dictando los términos de dicha cooperación. En el curso de unas cuantas horas, a las 3:15 de la tarde, el embajador guatemalteco en México llegó a la Embajada de Estados Unidos con el propósito de comunicarle a Schoenfeld que todos los rumores referentes a la cooperación entre los sindicatos radicales mexicanos y guatemaltecos eran erróneos. No podía tratarse de una coincidencia y Schoenfeld asumió que el gobierno mexicano, por conducto de agentes ubicados en las compañías de telégrafos, habían tenido algún acceso a los cables norteamericanos.

Unos meses más tarde, en enero de 1927 Walley, un corresponsal norteamericano, advirtió a Sheffield sobre las infiltraciones que había en su oficina. Walley había ido a ver al líder laboral mexicano Luis N. Morones para hacerle algunas preguntas, y Morones le dijo que le habían informado por teléfono en forma anónima, con tres horas de anticipación, qué preguntas quería hacerle. Parece ser que Walley era un corresponsal de prensa, quien había puesto a consideración de la Embajada norteamericana las preguntas que quería hacer a Morones. El embajador se sonrió y le dijo: “aquí todo está seguro, no tengo la menor duda de mis empleados”.

Un mes después, cuando los agentes estadounidenses descubrieron que faltaban ciertos documentos de los archivos, y que éstos se encontraban en la oficina del presidente de México, cesó la ecuanimidad con la que las autoridades norteamericanas habían visto el asunto de las infiltraciones en la Embajada. Sin duda un descuido de los agentes mexicanos fue lo que causó dicha situación, ya que 10b había entregado los documentos a quienes los manejaban y estos últimos los guardaron por varios días para fotografiarlos, en vez de devolverlos inmediatamente.

Las noticias de las infiltraciones en la Embajada llegaron pronto a Washington y el 23 de febrero el secretario de Estado Kellogg cablegrafió a Sheffield para investigar lo que anunciaba la prensa referente a que importantes documentos habían sido robados de la Embajada. 10b informó que ese telegrama sacudió a la Embajada como si se tratara de una bomba.

Sheffield rehusó enfrentar la verdad. En un telegrama dirigido al Departamento de Estado comunicó que los documentos faltantes habían sido encontrados y que no existían infiltraciones en la Embajada. Ese mismo día, el corresponsal del Chicago Tribune visitó a Sheffield para decirle que se había enterado por conducto de congresistas mexicanos del robo de documentos importantes de la Embajada de Estados Unidos. El embajador negó estos rumores una vez más.

El Departamento de Estado no aceptó las declaraciones tranquilizadoras de Sheffield. Había perdido la confianza en la capacidad de la Embajada para poner su propia casa en orden y envió desde Washington a un alto funcionario, Matthew Hanna, para investigar el asunto de las infiltraciones. Hanna ordenó a la Embajada despedir a todos los empleados mexicanos como medida de seguridad. Ésta era una acción extrema que Sheffield se negó a aceptar, pues sentía que daría pie a una fuerte impresión de predisposición anti mexicana, y el Departamento de Estado estuvo de acuerdo con su opinión. Mientras las sospechas de Hanna se centraban en los mexicanos empleados por la Embajada de Estados Unidos, las de otro investigador enviado por el Departamento de Estado, John Callahan, se dirigían hacia altos oficiales de la oficina del attaché militar estadounidense, quienes gastaban mucho más de lo que ganaban. Parte de ese ingreso adicional procedía de subsidios o sobornos suministrados por Edward L. Dohenys de la Huasteca Mexican Petroleum Company. Obviamente, Callahan sospechaba que algunos funcionarios recibían subsidios no sólo de las compañías petroleras norteamericanas, sino también del gobierno mexicano.

Todos los esfuerzos de la Embajada de Estados Unidos en México y el Departamento de Estado para ocultar el hecho de que los documentos se fugaban hacia el gobierno mexicano se frustraron cuando, el 29 de marzo, el New York Times publicó documentos pertenecientes a la Embajada de Estados Unidos que Calles había mostrado a su corresponsal en México:

Para ese entonces el embajador ya no pudo continuar negando el hecho de que habían ocurrido infiltraciones en su Embajada, por lo que buscó un chivo expiatorio y qué mejor manera de encontrarlo que usando el arraigado prejuicio que prevalecía en el Departamento de Estado: el antisemitismo, que había sido un tema recurrente en la correspondencia entre Kellogg y Sheffield. En enero de 1927, Sheffield tuvo una larga conversación confidencial con Marcosson, editorialista del Saturday Evening Post. Sheffield había quedado impresionado con el hecho de que Marcosson le había comentado que él había visto documentos norteamericanos en el escritorio de Calles. Un mes más tarde, Kellogg lo amonestó diciéndole que él había sido responsable al confiar en “un judío como éste, que puede utilizar esos secretos en contra de nosotros mismos”. Aun cuando reconoció que los documentos de la Embajada estaban en manos del gobierno mexicano, Sheffield declaró que esos documentos habían sido fotocopiados en Washington y no en México. Por otro lado, los documentos sustraídos de la oficina del attaché militar habían sido de hecho robados en México, y el hombre responsable de esto era “un tal judío llamado Haymman que fue íntimo amigo del coronel Roossell, antiguo attaché militar”. Delg (sic) Haymman era alemán, corresponsal del Staats Zeitung, un periódico germano-estadounidense. Haymman llegó a México con una carta de recomendación del subalterno del secretario de Estado, y el mayor Cheston de la inteligencia militar comentó a 10b que el primero había prestado excelentes servicios a Estados Unidos durante la primera Guerra Mundial, y que se encontraba en México como agente especial del presidente Coolidge, a quien debía informar directamente en lo tocante a los asuntos de este país.

Ni el Departamento de Estado ni el Departamento de Inteligencia Militar se convencieron con los argumentos presentados por Sheffield. Se les avisó a todos los agentes del Departamento de Inteligencia Militar que no pusieran un pie en la Embajada norteamericana, y en vez de esto se reportaran a la oficina del attaché comercial, que se ubicaba fuera de la Embajada y no se encontraba bajo la misma vigilancia de esta última. Las sospechas se centraron cada vez más en la oficina del attaché militar y en su jefe Davis, quien fue llamado a Washington con el propósito de que se pudiera llevar a cabo una investigación exhaustiva de su oficina. Después de pasar unas semanas en Washington, el attaché militar Davis fue exonerado de culpa y regresó a México. Sin embargo, se continuó haciendo una investigación secreta y, unas semanas después de su regreso, Davis fue llamado nuevamente a Estados Unidos y se le transfirió al Departamento de Inteligencia del Fuerte Sam Houston en Texas. Finalmente, el Departamento de Inteligencia Militar decidió que Davis había sido descuidado y que los documentos fueron sustraídos de su oficina. Al conocer la versión del gobierno mexicano, veremos que andaban cerca de la verdad.

Estos reportes del agente 10b confirmaban la opinión que ya tenía Calles de la imposibilidad de un arreglo con Estados Unidos mientras Sheffield permaneciera como embajador de ese país en México. No había medios fáciles por los cuales Calles pudiera lograr el retiro de Sheffield como embajador. En teoría, podía declararlo persona non grata y, por ende, exigir al gobierno norteamericano su retiro. La medida, que hubiera sido vista como un acto hostil por parte de Calles, habría provocado dos reacciones: la primera, el incumplimiento por parte de las autoridades estadounidenses; y la otra, que el Departamento de Estado lo sustituyera por un oficial de más bajo nivel sin poder de decisión.

Según los reportes del referido espía, Calles recurrió a una extrema, atrevida y muy arriesgada estrategia al transferir la mayoría de los documentos a George Barr Bakerun, periodista de Nueva York quien, según el espía, fue enviado a México por el presidente Coolidge en calidad de emisario especial de su gobierno. Esta versión fue desmentida por Morones, Portes Gil y Álvarez, tres de los operadores del contraespionaje que dio argumentos sólidos al gobierno mexicano.

Otro de los inventos de misma fuente fue que el periodista Baker no entregó los documentos al presidente Coolidge, sino a la inteligencia naval de Estados Unidos, y que ese departamento los examinó para descubrir que la mayoría de ellos eran auténticos; que para asegurarse de que el presidente norteamericano sabía de los documentos, Manuel Téllez, embajador de México en Estados Unidos, tuvo una conferencia con Coolidge en la cual reveló su existencia, y al mismo tiempo le informó que dichos documentos habían sido proporcionados a las autoridades mexicanas sin haberlos solicitado, pero que como gesto de buena voluntad, México los devolvía a Estados Unidos.

Según versión de Arthur Bliss Lane, en esa época secretario de la Embajada estadounidense en México, Calles reveló la identidad de los agentes mexicanos a las autoridades de la Embajada de Estados Unidos; y estas revelaciones culminaron con la renuncia de Sheffield. Calles había asegurado así su objetivo y Estados Unidos tuvo que sustituir a Sheffield por Dwight Morrow, cuya actitud hacia México abrió las puertas a una nueva era en las relaciones México-Estados Unidos.

¿Y el espía 10b?

De acuerdo al espía 10b, las revelaciones de Calles provocaron el despido de autoridades menores: cambiaron al secretario particular y al mecanógrafo del attaché militar de Estados Unidos en México ¿Acaso 10b era uno de ellos? Es probable, pero no seguro. Curiosamente, mucha de la información suministrada por este agente procedía de la oficina del attaché militar. Y en uno de sus informes parece haber revelado su nombre real. Lo que sí es claro es que se sentía acosado por la policía mexicana y que para poner fin a esta persecución envió a sus contactos tres cartas que le habían sido suministradas en 1923 por los agentes consulares mexicanos en San Antonio y Laredo, en las cuales se informaba de sus excelentes servicios a México, así como que había actuado sin recibir ninguna remuneración. Manuel Alcalá era el nombre de la persona para quienes fueron expedidas las constancias. En su carta, 10b fue algo más específico acerca de la clase de ayuda que había proporcionado a los representantes de México. Informó que en 1923 sustrajo algunos documentos de valor del fuerte Mackintosh.

El principal informante de 10b dentro de la Embajada parece haber sido un empleado clave de nombre William L. Coppeland. Éste le dio un recibo por 200 dólares que, por recomendación de 10b, quedó bajo la custodia del líder sindical Luis N. Morones. Con este documento presionaron a Coppeland para que siguiera trabajando en favor del sistema de espionaje de México, a pesar de que él quería terminar con esa relación. 10b también mantuvo estrechas relaciones con un prominente miembro de la oficina del attaché militar, el mayor Cheston. Sin embargo, no queda muy claro si el mencionado espía era mexicano o México-estadounidense, aunque lo más probable es que se tratara de un civil empleado de la Embajada de Estados Unidos en México.

Los documentos norteamericanos fueron insuficientes para deducir si Alcalá y Coppeland eran las dos personas a quienes se despidió de su empleo. Aun cuando estos dos agentes perdieron su trabajo, nunca fueron enjuiciados no obstante las revelaciones de Calles (probablemente los hubieran perdido, ya que los agentes norteamericanos de seguridad los habían cercado y el embajador ya sospechaba de ellos). Aunque difícil de comprobar, es muy probable que antes de hacer sus revelaciones Calles hubiera exigido la inmunidad de sus agentes. Y hasta hoy nadie ha podido asegurar que 10b haya cobrado grandes sumas de dinero por sus actividades. Incluso, en una carta sin fecha enviada a uno de sus contactos, este agente solicitó ayuda económica, en vista de la difícil situación financiera por la que atravesaba.

El último informe del agente 10b está fechado el 23 de mayo de 1927. A partir de ahí el gran espía de México desapareció para caer en el más profundo olvido. No se supo más de él. Empero, el efecto de sus actividades fue determinante.

La historia política de Latinoamérica nos ha enseñado que cuando los ciudadanos de una nación se encuentran descontentos con el gobierno establecido, es porque en la mayoría de las veces no se les da participación. Unos, los traidores, optan por aprovechar las dificultades internacionales de su patria para unirse al enemigo a cambio de promesas relacionadas con la toma del poder. Y nuestra patria ha padecido todo tipo de traiciones. Una de ellas consta en el siguiente documento:

Copia tomada del original, nodación por 10b Departament of State. Latin American Division Washington, DC Secret. Bulletin Aprendiz “A”, section M-1 6, 2USE oct. 15th, 1926.

Memorándum presentado por un grupo de revolucionarios mexicanos que radican en Estados Unidos al secretario Kellogg.

Después de alegar que México padecía, condiciones de opresión material y religiosa, los inconformes escribieron lo siguiente:

...los suscritos, en representación de las diversas facciones que se encuentran actualmente en armas en nuestra patria, México, en contra de la pequeña minoría armada que se ha apoderado del poder público desde diciembre de 1924, después de haber discutido los grandes problemas que existen en nuestro país por resolver y viendo la incapacidad y la falta de voluntad de los actuales usurpadores del poder público para dar una solución satisfactoria e inmediata a los problemas, creando por otra parte más cada día, que pueden poner en peligro nuestra soberanía, nuestra libertad e independencia... Hemos sacrificado nuestros intereses personales y hemos acordado unirnos en una sola fuerza para así presentar un solo frente al enemigo común y hacer posible la libertad de México. Al triunfo de nuestra fuerza se convocará a un Congreso Constituyente para reformar la Constitución, aboliendo todos los decretos y leyes emanados de la administración actual y formando una nueva Constitución que será extractada de las Constituciones de 1857 y de 1917, aboliendo por completo los artículos que han sido causa directa de protestas de algunas naciones con las que siempre ha conservado relaciones cordiales nuestro país, llevando más adelante reformas administrativas en beneficio directo del pueblo mexicano.

Pedimos muy atentamente a Vuestra Excelencia, el secretario de Estado, que nos dé una pequeña ayuda moral para hacer posibles nuestros deseos, evitando así una campaña larga y costosa.

Sólo pedimos, señor secretario de Estado, sea levantado el embargo de armas que por decreto presidencial existe a la importación de armas en México desde el año de 1924, dando así una oportunidad a la Administración de Calles de que demuestre su fuerza conteniendo la soberbia ola arrolladora de rebelión que se levantará de un extremo a otro del país y que ahora se encuentra imposibilitada, debido a la falta de elementos y las grandes dificultades con que se tropieza para conseguirlos en el extranjero.

Salta a la vista, pues, que las promesas de los “revolucionarios mexicanos” a cambio de obtener ayuda militar y económica de Estados Unidos contra el gobierno de Calles eran, fundamentalmente, la derogación de las leyes reglamentarias de la fracción I del artículo 27 de la Constitución, y más aun, la del propio artículo. Casualmente estas ofertas coincidieron con las hechas por los generales Gómez y Serrano quienes, como ya se dijo, querían obtener apoyo para su rebelión: todos olvidaron que éstos constituían los mayores triunfos de la Revolución Mexicana, a la que supuestamente representaban.

Poco tiempo después Sheffield envía un memorándum a Kellogg para aconsejarle que se levante el embargo de armas, tal como lo pedían los “revolucionarios mexicanos”, embargo que perjudicaba a los norteamericanos dedicados a fabricar y comercializar armamento y parque. Decía además que el levantamiento del embargo iba de acuerdo con la política del Departamento de Estado. El documento termina diciendo: “Tal vez esta acción despertará el respeto del gobierno de Calles para Estados Unidos.”

La opinión de Sheffield fue tomada en cuenta, y en marzo de 1927 el secretario de Estado anunció que el tratado firmado para reprimir el contrabando de armas ya no sería renovado: se levantaba la prohibición de vender armas a cualquiera que las solicitara al sur del Río Bravo. Era evidente que, además del gobierno azteca, sólo los cristeros y los “revolucionarios mexicanos” podrían interesarse en comprar armas. De alguna manera, con su decisión el Departamento de Estado reiteraba el chantaje utilizado contra México por Taft y Wilson.

A finales de 1926 Roberto E. Olds, antiguo socio del secretario Kellogg, al hablar para tres grandes agencias de publicidad denunció al régimen de México como una sucursal del gobierno soviético ya que para él era “evidente la política bolchevique de México en Centroamérica”.

El 31 de enero de 1927 el coronel Frank W. Walker, jefe de la inteligencia militar estadounidense con sede en el fuerte Sam Houston de San Antonio, Texas, llegó al país con la misión de reclutar residentes norteamericanos para servir a la Legión Americana y espiar en favor de Estados Unidos.

Poder de la prensa

Para contrarrestar las actividades de los intervencionistas, el gobierno mexicano emprendió una campaña en Estados Unidos. Pretendía ganar las simpatías y lograr el apoyo de prominentes intelectuales norteamericanos. Sin embargo, se enfrentaron al problema de saber si realmente se podría confiar en esos intelectuales o si éstos trabajaban subrepticiamente para el gobierno de Estados Unidos.

La única respuesta a favor la publicó The World de Nueva York el 19 de marzo de 1927. En su editorial se refirió al problema de México bajo los siguientes términos:

Los partidarios que la guerra tiene dentro del gobierno no desean arreglar la disputa relativa a los yacimientos petroleros, sino derrocar al gobierno del presidente Calles; no buscan una solución del conflicto pendiente, sino una revolución en México y el establecimiento de un gobierno como el que existe en Nicaragua, es decir, que sea un instrumento en manos del Departamento de Estado. Este último que está dominado por el partido que desea la guerra, quiere que el gobierno de México haga lo que se le ordene como lo hacen Díaz en Nicaragua y Bornó en Haití. La abrogación de exportar materiales de guerra es el arma que el partido bélico siempre ha querido emplear para derrocar al gobierno mexicano.

Con motivo del vigésimo aniversario de la creación de la United Press, el día 25 de abril fue celebrado un banquete. El tema del discurso de Coolidge fue el papel de la prensa, intervención que el mandatario estadounidense aprovechó para hablar del tema recurrente:

La persona y la propiedad de un ciudadano forman parte del dominio general de la nación, aun cuando se halle en el exterior... hay una obligación importante, por parte de los gobiernos que se respeten, que impone el deber de proteger las personas y la propiedad de sus ciudadanos, sea cual fuere el país donde se hallen...

Después explicó que las dificultades con México se debían a que Calles, de conformidad con el Congreso, había presentado una serie de proyectos considerados por ellos como una amenaza de confiscación de la propiedad de sus ciudadanos. Pero también dijo que le complacía informar que el embajador mexicano había declarado que el gobierno no estaba interesado en confiscar las propiedades de los norteamericanos, y que ya se habían tomado medidas para apresar a los asesinos de ciudadanos norteamericanos. En fin, las referencias de Coolidge dejaron establecido que los dos países estaban de acuerdo en mantener sus relaciones dentro de la cordialidad internacional.

La reacción del presidente Calles fue positiva y entusiasta. Así lo dejó ver durante la entrevista que concedió al reportero de la United Press, a quien expresó su complacencia por el tono conciliatorio del discurso; sin embargo, en sus opiniones hizo énfasis en la mano negra de las empresas extranjeras interesadas en propiciar un conflicto entre las dos naciones:        

La protección de los derechos legítimos, de acuerdo con el derecho internacional —dijo Calles—, es perfectamente justificable. Pero cuando los ciudadanos de un país fuerte adquieren propiedades en una nación débil y tratan después de conseguir protección contra violaciones supuestas o ciertas de esos derechos antes de agotar los derechos legales del país, ello conduce, si la cancillería formula demandas demasiado contundentes o sin suficiente estudio, a una penosa situación para el país débil y a un ilegal e intolerable menosprecio por los nacionales de los países más fuertes, que cuentan con la amplia protección de sus cancillerías.

Para concluir la entrevista, Calles confió en que desaparecieran las diferencias entre Estados Unidos y México, ya que ambos gobiernos estaban conscientes de sus responsabilidades y por ello no debería tolerarse la violación de los derechos de nadie. Dejó abierto el camino para una solución que, además de asegurar un acuerdo satisfactorio, acabara con todas las dificultades y controversias diplomáticas.

Todo por el oro negro

Como consecuencia de la aplicación de las leyes reglamentarias del artículo 27 de la Constitución en su fracción I, Estados Unidos realizó un boicot económico y financiero contra México. Los banqueros norteamericanos se negaron a renovar y/o conceder nuevos préstamos. Las exportaciones de Estados Unidos a nuestro país sumaron 10 millones de dólares menos que en 1926. Frank Billings Kellogg declaró en el Senado que las compañías petroleras estadounidenses controlaban el 90% de los campos de petróleo asentados en territorio mexicano y que industrializaban el 70% del energético nacional.

Una de las empresas más grandes afectadas por las leyes petroleras mexicanas fue la Gulf Oil Corporation, en la que por cierto poseían una participación fiscalizadora el secretario del Tesoro Mellon y su familia. Este personaje de la política estadounidense era el miembro del gabinete que —según el senador Reed— más influencia ejercía sobre Calvin Coolidge y su gobierno.

En septiembre de 1927 el presidente Calles ya había informado en su mensaje al Congreso acerca de los graves conflictos con el gobierno de Estados Unidos. Las complicaciones se acentuaban en la medida en que los días transcurrían. La prensa americana publicaba noticias alarmantes. Una de ellas hablaba de que el Departamento de Estado estaba preparando una invasión para apoderarse de los puertos de Tampico, Tuxpan y Veracruz. Incluso que había ordenado a los barcos que se movilizaran hacia esa zona.

El gobierno de México llegó a comprobar que, en efecto, las órdenes se habían girado. Entonces el secretario de Relaciones Exteriores, Aarón Sáenz, visiblemente alarmado visitó a Morones para mostrarle un telegrama en el que se anunciaba la salida de barcos norteamericanos de guerra, los cuales habían partido de su base naval rumbo a Tampico y Tuxpan. Algunos prominentes miembros de la colonia americana en México también anunciaron que la intervención armada llegaría a verificarse el 4 de octubre.

Desde que se conoció la existencia de una comisión que formularía un proyecto de ley reglamentaria de la fracción I del artículo 27 Constitucional, en Estados Unidos empezaron a surgir las dificultades entre los dos países. Por un lado se efectuaron las reclamaciones diplomáticas y por otro, como lo hemos hecho constar, todos los ataques publicados por la prensa contra México fueron auspiciados por el embajador Sheffield y el secretario de Estado Kellogg.

Contraespionaje a la mexicana

El mandatario mexicano recibió informes de algunas de nuestras embajadas sobre el verdadero fondo de este conflicto internacional. Decían que atrás de él se ocultaban los intereses personales de Sheffield, Kellogg, Mellon y otros funcionarios del gobierno norteamericano, todos ellos importantes accionistas y abogados de una de las empresas petroleras más poderosas en México: la Standard Oil Company. También fue enterado de que el presidente Coolidge era ajeno a esa situación.

Calles consideró entonces que sería de gran utilidad para México obtener elementos para probar que las dificultades entre los dos países obedecían a intrigas ajenas a la política oficial de Estados Unidos. Para lograrlo formó tres grupos autorizados que se valdrían de los medios que tuvieran a su alcance. La intención era obtener cualquier tipo de información que comprobara lo ilícito de las actividades de las compañías petroleras que operaban en México, así como de la relación de éstas con los funcionarios norteamericanos.

El primer grupo estuvo encabezado por los secretarios de Industria, Comercio y Trabajo, Luis N. Morones; y de Relaciones Exteriores, licenciado Aarón Sáenz; ambos funcionarios contaron con el apoyo necesario para reclutar a personas de su confianza y, desde luego, calificadas para tan delicada misión. El segundo grupo quedó a cargo del general José Álvarez, jefe del Estado Mayor Presidencial, quien contó con la colaboración de los oficiales de la policía de la Presidencia dependientes del Estado Mayor; y dentro del tercero se comisionó a todos los gobernadores de los estados en donde existieran yacimientos petroleros, para que trataran de obtener toda la información posible sobre las actividades de las empresas petroleras establecidas dentro de su demarcación territorial.

El general Calles dejó en entera libertad a los integrantes de estos grupos para que utilizaran cualquier método que, de acuerdo con su criterio, pudiera demostrar su eficacia para tener éxito en la misión. Les comunicó que él personalmente sería quien diera las órdenes relacionadas con esta comisión, y que cuando quisiera hacerlo por medio de otra persona así se los haría saber. A esto se debe que los integrantes de los diversos grupos desconocieran las actividades de sus colegas en la misión de contraespionaje.

En el grupo formado por Aarón Sáenz y Morones no hubo demasiadas coincidencias, porque la rivalidad política les impidió ponerse de acuerdo. Por ello, cuando Morones se refería al problema petrolero insistía en que el presidente le encargó a él exclusivamente la solución del conflicto y que la Secretaría de Relaciones Exteriores quedó convertida en una oficina de mero trámite. Morones quedó así rodeado de personas de su absoluta confianza; sus investigaciones se encauzaron a tratar de conocer los textos de las notas oficiales que el embajador o el attaché militar enviaban al Departamento de Estado. Incluso se valieron del tan practicado recurso del soborno, trabajo que el señor Morones explicó a Manola con sus propias palabras:

Tensa la situación en las relaciones México-norteamericanas por las intemperancias y desahogos de míster Kellogg, pensé en la necesidad de conocer todo lo que fuera posible sobre la correspondencia entre el embajador de Estados Unidos en México y el Departamento de Estado, para tratar de frustrar las maniobras incubadas aprovechando la inviolabilidad de la correspondencia diplomática. Con tal motivo, soborné a un empleado filipino, que era el encargado de manejar las claves que utilizaban en la correspondencia oficial de la Embajada, y lo mismo hice con una secretaria taquimecanógrafa. El objeto era que me facilitaran las claves de los documentos relativos al problema del petróleo que interesaban a México. El encargado de manejar las claves era un individuo dipsómano y eso facilitó en gran medida el soborno, pues ningún dinero le alcanzaba. Es verdad que al erario nacional le costó una respetable suma de dinero, pero no fue tan grande como la que hubiera podido perder si no tenemos la información oportuna de todo lo que ocurría dentro de la Embajada y no hubiéramos podido, por tanto, detener la maniobra enderezada contra la soberanía nacional.

Arduo fue el trabajo, y además peligroso. Había ocasiones en que un documento no podía permanecer en manos de mis informantes arriba de unas cuantas horas. Y ya fuera de día o de noche, siempre había que tener lista la cámara para tomar copias fotostáticas o simplemente fotografías. Cuando hacían la entrega de un documento de mayor o menor importancia, era necesario, sin tener en cuenta la hora, reunirse con los portadores en diversos lugares de la ciudad, bien en un restaurante, en un teatro o en un templo. De ahí al laboratorio para sacar las copias y devolver los originales.

En esta tarea cooperaron conmigo algunos elementos que podrán asegurar que no es un cuento de espionaje el que estoy narrando; menos que es una novela cuyos personajes se mueven en un plano de peligro, sino que son hechos reales que dieron a México las cartas de triunfo en su debida oportunidad, porque esta documentación fue la que sirvió para que salieran del Departamento de Estado Kellogg y el embajador en México Sheffield.

De las copias fotostáticas tomadas se hicieron cuatro expedientes, de los cuales uno entregué a Calles y los otros fueron depositados en otros países, con la orden de que solamente al general o a mí fueran entregados.

Muchas personas insinúan la conveniencia de que dé a conocer en detalle la forma en que fue posible quebrantar la maquinación en contra de México. Pero a quienes trabajaron a mi servicio en ese escabroso asunto les di mi palabra de honor de que nunca saldrían de mis labios sus nombres. Confiaron en mí y no los he defraudado. No hubo ni habrá interés ni fuerza alguna que me haga olvidar mi promesa. Al respecto, vale la pena recordar que en alguna ocasión el general Calles me interrogó sobre el particular, y mi respuesta fue la siguiente: “He ofrecido a estas personas no revelar sus nombres y le ruego a usted atentamente que no me obligue a faltar a mi promesa”. Calles comprendió perfectamente la situación y no insistió en su pregunta.

Por lo que respecta a las actividades realizadas por los otros grupos organizados por el señor general Calles, debo decir que no fueron de mi conocimiento, por lo tanto es posible que se obtuvieran otros documentos sin que yo me enterara.

Habla el general Álvarez

El grupo al frente del cual se encontraba el general Álvarez se valió del procedimiento tantas veces utilizado en diversas naciones del mundo para obtener información secreta: los oficiales de su confianza intimaron con algunas mujeres de la Embajada norteamericana. Y como su misión resultó exitosa, obtuvieron importantes documentos e informes confidenciales. No hubo necesidad de sustraerlos de los archivos, y por lo tanto ninguno de los miembros de esa Embajada se enteró de esta vertiente del espionaje mexicano. Esta documentación –según los testimonios de José Domingo Lavín, Luis N. Morones y Emilio Portes Gil– se encontraba en las habitaciones privadas del embajador.

El general José Álvarez relató los acontecimientos en los siguientes términos:

Con mi carácter de jefe del Estado Mayor Presidencial del señor general Plutarco Elías Calles, en el año de 1925 fui informado por mi jefe de que su gobierno había recibido noticias procedentes de las embajadas de México en Washington, en Londres y en Bélgica relativas a que la verdadera causa del encono con que el embajador Sheffield atacaba a nuestro país con motivo de la formulación de la ley reglamentaria de la fracción primera del artículo 27 Constitucional, era que tanto el secretario de Estado en Washington, señor Kellogg, como el propio Sheffield y otros altos dignatarios del gobierno estadounidense eran importantes accionistas y abogados de las compañías petroleras que operaban en nuestro país. Me dijo que también por ese conducto se había enterado de que el presidente Coolidge desconocía el interés personal de tales individuos y que las compañías petroleras habían resuelto formar un consorcio para la defensa conjunta de sus intereses, además de ofrecer muy grandes recompensas a Sheffield y socios en caso de ganar al gobierno de México esta cuestión.

El señor presidente Calles confiaba en que con la obtención de pruebas de tal complicidad podría salvarse nuestra patria, pues estaba seguro de que el presidente Coolidge no toleraría la intriga que en contra de México fraguaban sus subalternos, cuya intención era aconsejar a su gobierno la intervención armada. Ello para formar un Estado independiente con la parte de nuestro territorio donde se localizaban los yacimientos petrolíferos. La recomendación de los cómplices también incluiría la anexión posterior de ese Estado independiente a Estados Unidos, bajo condiciones de protección total de los intereses norteamericanos.

Ante la amenaza que sobre México se cernía, el presidente Calles me hizo la siguiente observación:

Como vamos a tener que trabajar con gran empeño para lograr nuestro objetivo, he pensado formar diversos grupos de acción, uno de los cuales estará bajo su dirección. Para no interferir con sus diversas ocupaciones, quiero informarle que Sáenz y Morones van a trabajar de acuerdo en los campos que a ellos les concierna o por los medios que juzguen convenientes.

Usted, que entiende y habla inglés, tendrá a su cargo asistir a cuantas reuniones seamos invitados por el embajador o por sus subalternos; y en forma inteligente procurará obtener los informes que beneficien a México. Dejo este asunto enteramente en sus manos y usted me dará informes de lo que logre conocer. Para darle mayor personalidad y pretextando lo que sea necesario, algunas veces lo designaré mi representante únicamente como concurrente a las reuniones informales, para no lastimar susceptibilidades que usted ya se imagina.

Creo prudente que se valga usted, como lo ha hecho en otros asuntos, de los muchachos oficiales que forman la policía especial de la Presidencia, para que éstos se relacionen con el elemento femenino de la Embajada y nos informen sobre lo que convenga hacer.

Tanto por el respeto, alta estimación y cariño a mi jefe como por el gran beneficio que para México tendría este trabajo, puse en él todo mi empeño y entusiasmo. Creo que los resultados fueron buenos: uno de mis subalternos logró conquistar a una guapa gringuita esposa de un militar asignado a la Embajada. Y la mujer llegó a aficionarse tanto a él que le consiguió varias cartas originales y copias fotográficas de documentos de gran interés para México.

En lo personal entregué al presidente los informes que gracias al trato amistoso obtuve de los empleados de la Embajada, así como diversas opiniones relacionadas con el asunto petrolero. Alguna vez el señor presidente tuvo la gentileza de felicitarme por este trabajo.

También fui comisionado para estar en contacto constante con el jefe de Operaciones en Veracruz, Arnulfo R. Gómez, y otros jefes militares en las zonas petroleras. El señor general Arnulfo R. Gómez en cierta ocasión se comunicó conmigo por vía telefónica para pedirme que informara al presidente que en esos momentos —las once de la mañana de un día que no puedo precisar—se avistaban frente a las costas de Veracruz varios buques de guerra, al parecer estadounidenses, los cuales navegaban con dirección al puerto.

Cumplí el encargo y el señor presidente me dijo textualmente: “Diga usted al general Gómez que prepare inmediatamente grupos de tropa listos para que, en caso de confirmar que se trata de una invasión a nuestra patria, prendan fuego a todos los pozos petroleros de su zona; y si los americanos desembarcan, procedan a incendiar todo cuanto exista, porque estoy resuelto a que mientras organizamos otra defensa estos cabrones sólo encuentren tierra quemada.” Una hora después volvió a comunicarse conmigo el general Gómez para aclarar que se trataba de una falsa alarma, ya que los buques habían resultado ser de la marina mercante.

Valga agregar que las amenazas de invasión del gobierno estadounidense no me eran extrañas. En el Congreso Constituyente, por ejemplo, cuando empezó la discusión del artículo 27, fuimos citados a una sesión secreta. En ella el vicepresidente del Congreso, el general Cándido Aguilar —que también era secretario de Relaciones Exteriores— por instrucciones del primer jefe Venustiano Carranza, nos dio a conocer el contenido del cablegrama de su representante en Washington: se le notificaba que el Departamento de Estado decía que si el artículo 27 de la Constitución se aprobaba en los términos en que la discusión se estaba llevando a efecto, el gobierno estadounidense se vería precisado a intervenir militarmente en nuestra patria. Cuando el primer jefe consultó la opinión de los diputados constituyentes, todos nos pusimos de pie para apoyar la siguiente respuesta: “El artículo 27 Constitucional se aprobará a pesar de las amenazas de Estados Unidos”. Como ya es costumbre en la política internacional de ese país, las amenazas de intervención son como los ladridos del perro; pero cuando no hacen ruido es porque ya están a punto o se encuentran dentro del territorio ajeno.

Es todo lo que puedo decir en relación con este asunto. Me reservo aquello que de acuerdo a mi promesa y a la norma de mi conducta jamás revelaré.

Como se desprende de las respuestas del general Álvarez, A Manola no le fue posible obtener los nombres de las señoras que de alguna manera colaboraron para que el gobierno de México obtuviera los valiosos informes que evitaron otra invasión; sin embargo, gracias a su insistencia –más de hija que de investigadora– logró saber que la principal informante era la esposa de uno de los agregados militares de la Embajada de Estados Unidos. Este dato coincide con la versión del agente 10b respecto a que la investigación norteamericana sobre la fuga de información se centraba precisamente en esa oficina.

Las respuestas de Portes Gil

Al licenciado Emilio Portes Gil la autora del libro que resumo le preguntó si conocía la forma en que se obtuvieron los documentos procedentes de la Embajada americana. Y él dijo que en efecto la conocía, porque el general Calles se la había relatado. De ahí que la versión del ex presidente Portes Gil sobre este suceso coincida en sus puntos medulares con las dos anteriores. El lector podrá percibir algunas diferencias, que a juicio de la investigadora fueron intencionalmente manejadas debido a la discreción y el cuidado con que el presidente Plutarco Elías Calles administró el espionaje:

El general Calles, platicando sobre ese incidente, me dijo que un joven y bien parecido militar de la Embajada americana tenía amistad íntima con la esposa de otro de los miembros de esa Embajada; que Morones ganó su confianza hasta que lo convenció de que a cambio de una alta recompensa obtuviera los originales o copias de las cartas privadas que sostenían el embajador Sheffield y el secretario de Estado Kellogg, mismas que se encontraban en una caja fuerte en las habitaciones privadas del primero. Así fue como el joven militar norteamericano, aprovechando su amistad con la señora que vivía en la Embajada, obtuvo los originales de las cartas y otros documentos y los entregó a Morones a cambio de cinco millones de pesos.

Cuando en Estados Unidos se enteraron de quién había sido el que facilitó los documentos, vinieron a buscarlo a México. No lo encontraron porque Morones lo escondió en unas minas de arena bajo el control sindical de la CROM. Pero un día, quizás pensando que ya no había peligro, el militar salió tranquilamente a pasear por el pueblo y lo detuvo la policía de Estados Unidos: se lo llevaron a Tampico en donde, según dicen, lo sumergieron en el mar dentro de un saco cerrado.

Al asumir yo la Presidencia, el general Calles me indicó que debía autorizar una partida por cinco millones, los que ya habían sido entregados al citado militar norteamericano por los servicios prestados a México. E hizo de mi conocimiento que él había considerado prudente no autorizarla entonces para evitar cualquier sospecha. Por un sentido de respeto y caballerosidad, no puedo revelar los nombres de las personas que intervinieron en este asunto.

Tomando en cuenta la importancia del comentario, Manola supuso que debería guardar la identidad de la fuente o simplemente manifestar que una persona muy enterada le había proporcionado la versión. Al comentárselo el ex presidente, le respondió con la energía y autoridad que lo distinguieron: “Mira Manolita, yo sostengo lo que digo a costa de lo que sea. Asienta que te lo dijo Emilio Portes Gil.”

La conspiración de los petroleros

El plan organizado por Calles tuvo éxito y los documentos obtenidos pertenecientes a la Embajada norteamericana revelaron que en efecto, independientemente de la política oficial, el embajador Sheffield y el secretario de Estado Kellogg, así como otros altos funcionarios del gobierno norteamericano tenían planeado provocar la guerra entre Estados Unidos y México. Para lograrlo hacían llegar al presidente Coolidge noticias falsas sobre la situación reinante en nuestro país. Las copias fotográficas y mimeográficas de la correspondencia, tanto oficial como privada, entre el embajador y el secretario de Estado eran la prueba plena de esta intriga y estaban en poder del gobierno de México.

Al habla con Calvin Coolidge

Calles se comunicó por vía telegráfica con el presidente norteamericano; le informó que una persona de absoluta confianza le entregaría documentos originales importantísimos, los cuales debería conocer antes de “cometer el crimen de invadir el territorio nacional”. Le dijo que si después de leerlos su gobierno insistía en su actitud de agresión contra México, las copias en poder de las misiones diplomáticas serían dadas a la publicidad, para que el mundo juzgara el atropello que iba a cometerse contra un país que sólo trataba de defender su soberanía. También le mencionó lo lamentable que sería para el prestigio internacional del gobierno estadounidense que sus soldados y marines cruzaran la frontera o desembarcaran en un puerto mexicano.

En cuanto los comisionados mexicanos llegaron a Washington se dirigieron con nuestro embajador Manuel C. Téllez, para entregarle la documentación que portaban y las instrucciones de Calles. Morones aprovechó su amistad con el señor Gompers, presidente de la American Federation of Labor, para que introdujera a los delegados mexicanos con Coolidge. Pero Gompers enfermó y a los pocos días murió.

El embajador de México en Estados Unidos se entrevistó con el presidente Calvin Coolidge mostrándole los documentos, para tratar de llegar a un acuerdo y evitar que cualquiera de los dos países saliera perjudicado. Al otro día Téllez informó del resultado de la entrevista a la Secretaría de Relaciones Exteriores; lo hizo por medio del telegrama número 31, fechado en Washington, dc, el 22 de marzo de 1927:

… dije además tener instrucciones precisas para asegurar que el gobierno nunca ha pretendido, como reiteradamente durante los últimos años por medio de todos sus agentes lo habían asegurado, seguir una política perjudicial para los intereses extranjeros invertidos en México, ya que el gobierno sólo persigue un cómodo, justo y equitativo desarrollo de los elementos nativos sin detrimento de ningún extranjero.

Coolidge contestó que sí resultaban ciertas las estipulaciones relativas a que las compañías petroleras nunca aceptarían los tratos amistosos con el gobierno de México porque el gobierno de su país las apoyaba, él debería salir del Gabinete.

En su telegrama, Téllez informó que le dijo a Coolidge que recientemente el señor Sinclair había manifestado al presidente Calles que no encontraba en las leyes mexicanas relativas nada que obrara en contra de los intereses norteamericanos; que antes de recibir instrucciones superiores en contrario había querido tener un arreglo con el gobierno. Explicó que había hecho ver al presidente que entre los documentos puestos a su disposición figuraba el que instruía a Sinclair en el sentido indicado. Señaló que como la inquietud de sus interlocutores era patente, sobre todo la del secretario Kellogg, aprovechó el momento para manifestarle, de acuerdo con las instrucciones de Calles, que el gobierno había guardado y seguiría guardando celosamente una reserva absoluta sobre los documentos. Aclaró a Coolidge que en ningún caso serían dados a la publicidad y que, de acuerdo con él, se les daría el uso que creyera correcto. Dijo también que el presidente le pidió comunicarse a México para participarle a Calles el deseo de Estados Unidos relativo a cooperar con él. Y que agradecía la franca exposición y el sincero ofrecimiento mexicano.

Después de leer los documentos, el presidente de Estados Unidos pidió a los delegados mexicanos veinticuatro horas para darles una respuesta. Convencido de la autenticidad de los documentos, al día siguiente les informó que tenía la certeza de que a México le asistía la razón, asegurándoles que las compañías petroleras cumplirían la ley mexicana.

Según Morones, Coolidge pidió que le proporcionaran los nombres de los empleados que habían facilitado la obtención de los documentos. Dijo que Calles pensó en dárselos, pero que él le recordó que había utilizado su nombre para que confiaran en que no se conocería su identidad y que recibirían el dinero y la protección prometida. Así que Coolidge se quedó con las ganas de saber quiénes habían sido los informantes.

Desde el mes de febrero de 1927, el embajador Sheffield presentó a la Secretaría de Relaciones Exteriores una nota urgente marcada con el número 1975, en la cual se refería a la sustracción de los documentos de la Embajada. En ella aceptó que un examen de la colección de documentos había demostrado la autenticidad de las copias fotográficas de la correspondencia telegráfica y epistolar entre el Departamento de Estado americano y las oficinas diplomáticas y consulares en México, y entre el Departamento de Guerra y su attaché militar.

El escándalo provocado por la sustracción de los documentos de la Embajada americana dio oportunidad para que se hicieran investigaciones minuciosas. Y fue el Departamento de Guerra el que ordenó un reajuste de todo el personal de la Embajada, orden que incluía el cese de los mexicanos que en ella prestaban sus servicios: los consideraron posibles culpables. Días más tarde se rectificó la orden de cese al personal mexicano y quedaron las cosas en el mismo estado; es decir, no supieron cuáles empleados estuvieron involucrados en el incidente. Finalmente sus propias investigaciones permitieron a Coolidge constatar la autenticidad de tales documentos.

Una vez que Coolidge confirmó la veracidad de toda la información obtenida por el espionaje mexicano, tuvo que cambiar al embajador Sheffield y poco después relevar a Kellogg como secretario del Departamento de Estado.

Interrogantes sin resolver

Concuerdan en lo esencial las dos versiones sobre el espionaje que evitó una invasión a México. En lo que discrepan es en la forma como se obtuvieron documentos e información de la Embajada de Estados Unidos. Quizás porque Luis N. Morones, Emilio Portes Gil y José Álvarez respetaron a pie juntillas las instrucciones del presidente que, como ya se comentó, cuidó que entre ellos no se cruzara ninguna información que pusiera en peligro el proceso de las investigaciones que permitieron salvaguardar la soberanía de México.

Con el ánimo de conocer los documentos que evitaron la que pudo haber sido otra invasión, Manola acudió a ver al señor Morones para pedirle que se los mostrara. El exlíder obrero y ex secretario del gobierno de Calles le dijo:      

Con los documentos que llegaron a mi poder por los medios que ya he señalado, formé varios expedientes. El original se lo entregué al general Calles, y los demás los llevé a varias legaciones diplomáticas de México, principalmente en Europa, con el fin de utilizarlos para denunciar la intromisión extranjera en México. Cuando se normalizaron las relaciones con Estados Unidos, personalmente fui a recoger los documentos.

Años después y por razones políticas salí desterrado del país acompañando al general Calles. Y como sabía que mi casa iba a ser cateada, me adelanté a sacar la documentación del caso. Mi esposa me ayudó a revolverlos con los que no tenían importancia y los repartí con diferentes amistades. Pero no faltaron quienes aprovechándose de la situación los ocultaron o se quedaron con algunos; sin embargo, pude recobrar la mayoría y ahora los tengo en cajas fuertes en mi casa de México. Le prometo a usted que en cuanto vaya a la capital y pueda ordenarlos un poco, la llamaré para que los vea.

La versión de la señora Morones fue la siguiente:

Cuando salimos al destierro sabíamos que catearían la casa. Así que tuvimos que repartir los documentos. Como estaban en inglés yo no los podía leer, pero mi esposo me decía cuáles eran los más importantes para que no los pusiera juntos. Hicimos pequeños grupos y los fui repartiendo en casa de nuestros amigos, aprovechando mis visitas al doctor o las salidas al mercado. A nuestro regreso recuperamos la mayoría, aunque no todos, pues muchas personas se quedaron con ellos. Por ahora los tenemos en México, unos en cajas de seguridad y otros en una habitación cerrada con llave.

Desgraciadamente, poco después el señor Morones enfermó y unos meses más tarde falleció llevándose a la tumba la ubicación de los lugares donde depositó los documentos.

Nuevo embajador

Así fue como se disipó el peligro de la invasión preparada por James R. Sheffield y Frank B. Kellogg, cuya ambición les impidió entender el decoro que exige la función pública, y que por su calidad de extranjeros estaban obligados a respetar las leyes de México. Empero, ahí queda su fracaso como una lección para cualquier gobierno que con el pretexto de proteger a sus empresas trasnacionales recurre a la fuerza de las armas.

Aun así, a pesar de que fue conjurado el peligro, quedó sin resolver la cuestión del petróleo. Morrow, el nuevo embajador, trató el asunto con Luis N. Morones, secretario de Industria, Comercio y Trabajo. Como resultado de ese cambio de impresiones, el 9 de enero de 1928 quedó modificada la Ley del Petróleo respecto a las decisiones de la Suprema Corte: se reformó el artículo 14, estableciendo que las concesiones confirmatorias en materia de petróleo se otorgaban sin limitación de tiempo. También fue reformado el artículo 152 del Reglamento, que enumeraba los actos positivos que darían derecho a las concesiones confirmatorias. Lo único que no cambió fue la Ley Reglamentaria de la fracción I del artículo 27 de la Constitución, formulada por Aarón Sáenz.

El 21 de marzo de 1928, la prensa publicó una noticia procedente de Nueva York, de la oficina del Times:    

Sin embargo, siendo el ministro Morones el encargado de cumplir las leyes del petróleo, se cree que ha tratado sobre ellas con el embajador norteamericano y que ambos han discutido la cuestión petrolera. Míster Morrow tiene esperanzas de llegar a un acuerdo y se esfuerza en obtener la promulgación de la reglamentación que permita la aplicación satisfactoria de las leyes mexicanas en lo que afecta a las compañías petroleras.

Morrow había logrado que el gobierno reformara la ley y el reglamento. Y el 27 de marzo de 1928 apareció en Excélsior el decreto que así lo establecía. El embajador de Estados Unidos declaró lo siguiente:

... después de que la legislación fue aprobada, ciertas compañías petroleras todavía abrigaban dudas por lo que respecta a aquellas que han pedido la confirmación de sus concesiones acogiéndose a la nueva ley y que podrían obtener nuevos privilegios, o si a pesar de ello podrían obtener la confirmación de sus antiguos derechos.

Para aclarar esas dudas, el secretario Morones escribió una carta en la cual daba respuesta a una compañía petrolera. Las citadas confirmaciones de concesión –dijo– “serán válidas. Y el reconocimiento de derechos únicamente estará sujeto a la respectiva reglamentación. Las reformas a las leyes mexicanas y a sus reglamentos han sido hechas por un acto voluntario de la República de México”.

Walter Lippman publicó en El Universal del 28 de marzo de 1928:

Por fin ha terminado una controversia que por más de 10 años amenazó la paz reinante entre Estados Unidos y México. El gobierno mexicano acaba de firmar el nuevo reglamento petrolero y las compañías petroleras tienen hasta enero próximo para resolverse a aceptar la ley. Los asuntos de carácter técnico han sido arreglados por Reuben Clark, uno de los ayudantes del señor Morrow, y por Luis N. Morones, secretario de Industria, Comercio y Trabajo. Ha habido consultas frecuentes con los representantes locales de las compañías petroleras y todo parece quedar arreglado satisfactoriamente.

Aarón Sáenz sintió la necesidad de señalar que la solución dada a este asunto fue inspirada en el sentimiento patriótico del presidente Calles y que por eso se salvó el decoro del país.

Según Emilio Portes Gil, los ataques contra el general Calles señalando que Morrow lo había dominado y hecho ceder en su actitud hacia Estados Unidos fueron propiciados por la falta de información. Dijo que muchas compañías petroleras alegaban que la aplicación del artículo 27 de la Constitución era retroactiva, y que el general Calles acordó enviar estos casos a la Suprema Corte, la que finalmente falló en favor de las compañías petroleras, por considerar que efectivamente, en algunos casos, había retroactividad. Por lo tanto no fue Calles el que cedió ni comprometió en nada el decoro del país.

Esta es pues la historia resumida del contraespionaje que impidió al gobierno de Estados Unidos invadir el territorio mexicano. Y una de las tantas muestras de que en México la imaginación de los novelistas, digamos que históricos, suele ser rebasada por la realidad que mantiene o mantuvo oculta la discreción republicana… o la connivencia de los corruptos y traidores que usan el poder para su beneficio personal.

Alejandro C. Manjarrez

Álvarez Sepúlveda Manola. Espionaje y contraespionaje en México, ed CRUMAN-BUAP, 2008