Anexo 2 

José Álvarez y Álvarez de la Cadena

Testimonio de una intriga política

Por considerar que se encuentra íntimamente relacionado con el tema de este trabajo, entrevisté al general José Álvarez y Álvarez de la Cadena en su casa de Cuernavaca, Morelos el día 5 de febrero de 1966, para preguntarle acerca de la verdadera causa de la acusación en su contra por un supuesto contrabando, infundio que lo hizo abandonar su puesto de jefe del Estado Mayor Presidencial. He aquí sus respuestas:

Al entrar a la Presidencia de la República, el general Calles me designó su jefe de Estado Mayor, puesto que desempeñé desde el 1o de diciembre de 1924 hasta el 10 de mayo de 1928. 

La situación política de México en 1928 parecía un verdadero hervidero de pasiones políticas. Estados Unidos estaba empeñado en derrocar al gobierno del general Calles, disgustado por la expedición de la Ley Reglamentaria del artículo 27 Constitucional en lo que se refiere al petróleo. Con este objeto favorecían y fomentaban el levantamiento de gavillas de los llamados cristeros, organizaciones que se sostenían con dinero del Episcopado Mexicano. A ellos yo públicamente les llamé en declaraciones a la prensa “gavillas episcopales”.

Acercándose el término del mandato del general Calles, por la realización de las nuevas elecciones, se desató una guerra de ambiciones que no es la ocasión oportuna detallar. Aspiraban a la Presidencia de la República: el general Francisco R. Serrano, a quien tanto Obregón como Calles pensaban ayudar para que lograra su intento, pero desistieron de estas pretensiones por circunstancias especiales originadas por la conducta del mismo Serrano. También Luis N. Morones, el cual estaba apoyado por Calles tras el fracaso de Serrano. Otro de los aspirantes era el general Arnulfo R. Gómez, que contaba sólo con el apoyo de determinados elementos de su amistad; y por último el general Obregón, quien en un principio había indicado que no aceptaría la reelección, pero que después se postuló por las circunstancias políticas del momento.

En este hervidero de pasiones, tanto por la rebelión cristera como por la pugna política entre los candidatos anteriormente citados, me encontraba yo en una situación molesta, ya que todos estaban siempre pendientes de mis actos como jefe del Estado Mayor Presidencial y considerándome como elemento de gran confianza del presidente trataban de comprometerme en sus grupos. Como yo no acepté compromiso alguno, me granjeé la enemistad de todos ellos.

El general Calles me ordenó que asistiera a todas las recepciones de la Embajada de Estados Unidos, para entablar amistad con los principales funcionarios y en particular con el embajador, el secretario de la Embajada y los agregados militares y navales, procurando obtener de ellos la más amplia información acerca de las actividades de los rebeldes cristeros, de los generales Serrano y Gómez y de las compañías petroleras en relación con el gobierno norteamericano, así como investigar cuáles eran las intenciones de ese gobierno. Para cumplir con esta encomienda, concurrí a todas las recepciones que por cualquier motivo se ofrecían en la Embajada y traté con la mayor fineza posible a todos los integrantes de tal misión diplomática. Informé siempre al presidente de cuanto me parecía de importancia sobre el particular. Esto originó, en mi concepto, que el embajador, el agregado militar o algún otro funcionario hayan concebido la extravagante e infame idea de que podría yo ser un traidor a mi jefe y a mi patria, prestándome para entregar por sorpresa al presidente Calles en manos de un grupo de ocho o diez generales de tendencias políticas opuestas, con los que la misma Embajada pensó poder contar para sustituir al general Calles por una dictadura militar.

Luis N. Morones publicó muchos años después el documento en el cual el embajador informa al Departamento de Estado americano que existía un complot organizado tanto por los generales antes mencionados como por mí. Este documento, junto con muchos otros, fue sustraído en copias fotográficas de la Embajada Americana, valiéndonos tanto del grupo político de Morones como de los oficiales de la policía especial de la Presidencia, dependiente del Estado Mayor Presidencial, por los medios generalmente usados en todos los asuntos de espionaje mundial, o sea a través de relaciones sexuales con miembros femeninos de la Embajada, ardides que, afortunadamente para nuestra patria, dieron por resultado la caída de Sheffield, embajador americano en México, así como el descubrimiento de la intriga que existía entre el secretario de Estado Kellogg y al propio Sheffield con las compañías petroleras de las que éstos eran socios y abogados.

Pese a que el general Calles conocía mi inquebrantable fidelidad a su persona y no sólo la veneración que tenía para mi patria, sino también mi resentimiento y la aversión hacia los gobiernos estadunidenses, porque hasta esa fecha habían intervenido en los destinos políticos de nuestro país siempre en perjuicio del pueblo mexicano, cuando recibió de nuestros espías el documento en que se me hacía aparecer como participante en un apócrifo complot, me manifestó que no le daba crédito. Sin embargo noté que quedó en su ánimo cierta duda y desconfianza respecto a mi persona, como casi siempre ocurre con las calumnias concebidas ex profeso.

Los diversos grupos aspirantes a la Presidencia de la República, tanto el clérico-reaccionario —que siempre me ha honrado con su animadversión— como los otros, emprendieron contra mí una campaña de difamación ante el presidente, la cual tuvo varias consecuencias graves, de las cuales pude salir bien librado. Así, en el mes de febrero de 1928 se me presentó un señor licenciado Jorge Castañeda Rendón, llevándome una tarjeta de presentación de persona muy allegada a Calles que me lo recomendaba para un asunto que debía tratarme. Éste me indicó que anteriormente había traído a México, sustrayéndolo a su propietario en Estados Unidos, el archivo personal de un político mexicano apellidado Zubarán. El arzobispo Mora y del Río, alma de la rebelión cristera, había muerto desterrado en Estados Unidos y Castañeda Rendón me dijo que él tenía manera de obtener su archivo para entregarlo al gobierno de México. La animosidad quizá exagerada, pero sincera, que he sostenido desde que cumplí la mayoría de edad contra la injerencia clerical en el gobierno de mi patria, me hizo recibir con entusiasmo esa proposición.

Castañeda Rendón no solicitó ningún dinero, sino únicamente una credencial que lo autorizara para pasar por la aduana de nuestra frontera el archivo del arzobispo Mora y del Río. Me solicitó Castañeda que no dijera eso, haciéndose aparecer en peligro si la credencial lo decía, así que me pedía que la credencial dijera solamente que desempeñaba una comisión reservada del Estado Mayor Presidencial. Yo me negué a tal pretensión y expedí la credencial en los términos primeramente citados, misma que por torpeza de mis enemigos fue publicada textualmente en los diarios de la capital en esas fechas. Creía yo dejar con esto perfectamente asegurado que mi credencial no serviría para ningún fin ilícito.

El licenciado Manlio Fabio Altamirano, jefe de la Oficina de Reclamaciones de la Presidencia, hombre de intachable conducta y convicciones políticas de izquierda, me dijo: “Oye Pepe, he tenido noticias de que te andan queriendo hacer una tanteada. He sabido que hay muchos elementos que por la cuestión política quieren que dejes el puesto al lado del general Calles. No sé por qué la misma Embajada de Estados Unidos tiene interés en distanciarte y contrapuntearte con Calles, y quieren valerse de una credencial que le expediste al licenciado Jorge Castañeda Rendón para hacerte aparecer introduciendo un contrabando de armas y parque para los enemigos del Gobierno.”

Conservo una gratitud inmensa por ese aviso que me permitió dirigir, con copia a la Secretaría de Hacienda, un telegrama circular a las aduanas fronterizas con Estados Unidos —que obra en el expediente al que después me referiré— cuyo texto decía: “En lo referente a la credencial que expedí como jefe del Estado Mayor Presidencial al licenciado Castañeda Rendón para traer a México el archivo de Mora y del Río, me permito reiterar a usted que en la referida credencial no se le autoriza más que a pasar los documentos del archivo, sin permitir que se preste a especulaciones de otra índole.”

Me favoreció la suerte de que ese documento fuera enviado al expediente formado en mi contra, debido a que la persona que dirigió esta intriga lo hizo con poca inteligencia y muy mala voluntad. Así, ordenaron que la oficina de telégrafos del Estado Mayor Presidencial remitiera copias de todos los telegramas que yo hubiera girado en relación con el asunto de que se me acusó.

Pocos días después, al llegar a mi oficina a las nueve de la mañana encontré una comunicación del general Calles, en papel de su secretaría particular, indicándome que apareciendo yo como cómplice de un contrabando amparado por una credencial expedida por mí al licenciado Jorge Castañeda Rendón, entregara la Jefatura del Estado Mayor Presidencial y que me presentara ante el general Roberto Cruz, inspector general de policía. Al presentarme ante éste, fui informado de que estaba yo acusado de haber expedido esa credencial con el objeto de que sirviera para pasar un contrabando de once cajas de medias de seda a cambio de una compensación monetaria. Muy largo, cansado e impropio de los fines de esta entrevista sería relatar con lujo de detalles los acontecimientos que se encadenaron con motivo de este incidente. Lo esencial es lo siguiente:

Fui detenido en la inspección de policía. Entretanto se pasó una nota a los principales abogados de México, entre ellos al licenciado Luis Cabrera, indicándoles que si alguno de ellos aceptaba mi defensa sería expulsado del país. Como confirmación de esta orden relato el siguiente hecho: el licenciado Telésforo Ocampo, muy conocido penalista y amigo personal, se presentó una tarde de los varios días en que estuve detenido en la Inspección para ofrecerme sus servicios como defensor. Al día siguiente fue expulsado del país con destino a La Habana. Había, pues, la intención de que yo no pudiera defenderme, circunstancia bastante clara de que no existía base legal para la acusación.

El licenciado Castañeda Rendón, autor encargado de pasar por la aduana de Matamoros las “cajas conteniendo medias de seda”, lo que constituía el objeto material de la acusación, no sólo disfrutó de inmunidad, residiendo en la ciudad de México donde murió años después, sino que ni siquiera fue llamado a declarar a la inspección o al juzgado, ni tampoco se le conminó a cumplir el requisito de carearse conmigo, de acuerdo a la solicitud que consta en el expediente del caso. Mis enemigos y el mismo procurador general de la República, licenciado Romeo Ortega, me imputaron la autoría intelectual de ese “delito” con el ánimo de adular al general Calles, a quien suponían enemistado conmigo para siempre. Esta acusación que me señalaba como autor del delito de contrabando —por pasar unas cajas de medias por la aduana— se hizo sin tomar en cuenta que uno de los elementos que tipificaban el ilícito de contrabando era precisamente que las mercancías no fueran introducidas al país por las aduanas, sino por un lugar distinto al autorizado. El delito, en todo caso, sería complicidad en fraude al erario por no pagar impuestos sobre una mercancía que los causara, para la compra de la cual yo no había, por cierto, aportado dinero.

El hecho de que la mercancía pasara por la aduana, como mi credencial lo ordenaba, era para que el vista aduanal se cerciorara de que las cajas contenían efectivamente papeles de archivo, para lo cual no se necesitaba abrir las cajas, (lo que yo no prohibía), pues aun tratándose de un empleado bisoño, al mover las cajas, si éstas contenían documentos debían pesar mucho, y las medias presentaban un peso muy insignificante, suficiente como para darse cuenta inmediatamente de que no eran papeles. Además las cajas venían marcadas claramente como “medias de seda”.

Todo esto se hizo debido a que era un plan preconcebido, para ocultar la verdad. Es importante hacer saber que el jefe de la Dirección General de Aduanas, un señor Guilebaldo Elías, según supe posteriormente no emparentado con el presidente, pero sí instrumento principal de los dirigentes de la intriga, se encargó únicamente durante el tiempo que duró la secuela de, cosa inusitada, este vergonzoso juicio de la administración de la Aduana de Matamoros.

Cuando las cajas del pretendido contrabando llegaron a la aduana, el jefe de la guarnición militar, general Gabriel R. Cervera, mi antiguo compañero en el Congreso Constituyente, sin saber por qué se me mezclaba en este asunto me habló por teléfono desde Laredo para pedir instrucciones sobre cómo debía rotular al mandar a México las cajas que contenían el archivo para el Estado Mayor Presidencial. Entonces le indiqué que les pusiera la siguiente dirección: “Señor General Plutarco Elías Calles, Presidente de la República, Palacio Nacional”. Las cajas pasarían así a un carro de carga de los Ferrocarriles Nacionales de Laredo a Monterrey; pero cuando Elías se dio cuenta de la forma en que venían dirigidas, ordenó que fueran bajadas del carro en Monterrey, conferenciando inmediatamente con Calles por teléfono para darle la noticia, fingiéndose “muy sorprendido” de que en ellas viniera un contrabando de medias.

Posteriormente, estando detenido en la inspección de policía, un grupo de empleados reunían tablas de diferentes tamaños y formaban con ellas cajones. Les escuché decirse entre ellos: “Díganle al general Cruz que no alcanzaron los vestidos que envió para llenar estas cajas —procedentes de la casa Azis Brothers— que nos mande más”. Y así, enfrente de mí, hicieron cajas llenándolas de vestidos, las que después dijeron que formaban parte del contrabando que yo y otros diez comerciantes habíamos pasado. Entre éstos estaban dos señores Scherer, Juan Rodríguez, el licenciado Genaro Palacios Mora, magistrado del Tribunal Superior, que vive aún, un suizo y dos españoles. Hago hincapié en este dato porque el impuesto total que la aduana pudiera cobrar ascendía a setenta y cinco mil pesos agregando ya la multa, sanciones diversas, etcétera. Así que los impuestos normales no pasarían de treinta mil pesos y de esta manera el beneficio material repartido entre diez personas hubiera sido de tres mil pesos a cada uno. ¿Es creíble que yo que contaba con toda la confianza del general Calles, hubiera sido tan torpe para comprometer mi carrera política?

Fui conducido sin explicación alguna a disposición del juez de distrito de Laredo. La credencial que expedí y que se consideró como el instrumento que ayudó a la comisión del delito fue otorgada en México y las cajas pasaron por la Aduana de Matamoros, por lo que no veo de dónde se desprendía la competencia del juez de Distrito de Laredo.

Una vez encarcelado y, más que nada, privado no sólo de la amistad sino conquistada la animosidad de Calles, todas las luces intelectuales del señor procurador de Justicia de la República no alcanzaron a comprender que acusarme del delito de contrabando por mercancías que pasaron por la aduana era, según la ley vigente, un contrasentido. Entonces se hizo propaganda para que el público que tuviera algo en mi contra, en el desempeño de mi cargo, lo denunciara. Y como después de algunos meses no se presentara denuncia alguna, quedo establecida mi inocencia, lo cual sirvió como certificado de buena conducta.

En vista de que no prosperaba la acusación que se me había hecho de contrabando y que mi abogado defensor, (un muchacho al que por su inexperiencia le permitieron defenderme pensando que nada podría hacer) alegó que no se tipificaba el delito, cambiaron la acusación por la de fraude al erario.

Prosiguió el proceso y al ver que se violaban las garantías establecidas por el artículo 20 Constitucional, acudí ante el juez de distrito de Laredo haciéndole conocer todas estas violaciones: “Mire usted general, —me dijo— con la sola lectura del telegrama que usted envió a las aduanas, sin contar con los otros documentos que constan en su expediente, bastaría para que yo hubiera decretado inmediatamente su libertad. No sólo esto, sino que me he visto obligado bajo amenaza a no concederle su libertad caucional a la que usted tiene derecho, aun cuando el fraude fuera cierto. Ya usted se imaginará que se trata de un asunto de carácter político. Yo soy un pobre juez relegado a esta población en donde el calor me está matando; puede ser que éste no lo haga, en cambio si le hago justicia, me manda matar el general Calles”.

El primero que fue destituido por su torpeza fue el procurador general de la República y se nombró en su lugar a Ezequiel Padilla, amigo íntimo de mi hermano Rafael, a quien le dijo:“Mira Rafael, el asunto de tu hermano tiene dos aspectos: si lo sigo adelante es contra la justicia y si le doy su libertad es contra la política. Por lo tanto, como esto a mí no me conviene vamos a dejar pasar el tiempo.”

Después ocurrió el asesinato del general Obregón, concluyó el mandato de Calles y fue nombrado presidente provisional el licenciado Emilio Portes Gil. Durante la secuela del proceso hasta esa fecha, habían cambiado cuatro agentes del ministerio público especiales, para llevar la voz de la acusación ante el juez de Laredo. Llegaban, leían el expediente y viendo que no tenían por dónde acusar, cada uno de ellos rendía un informe a México exponiendo la realidad jurídica. Como respuesta a su honestidad, se les retiraba y sustituía.

Al recibir la Presidencia Provisional, Portes Gil personalmente envió al licenciado García como agente del ministerio público especial, al que estoy muy agradecido porque en cuanto leyó el expediente fue el primero que me dijo: “usted debe salir inmediatamente en libertad, porque esto no fue más que una intriga. Lo primero que voy a hacer es informar al presidente y usted solicite su libertad bajo fianza. No creo que le concedan que se falle en su favor, pero la libertad bajo fianza sí”. Efectivamente así sucedió. Informado el Licenciado Portes Gil de la situación jurídica de mi caso, ordenó que se procediera con arreglo a la ley y mi libertad condicionada se me concedió en abril de 1929, ordenando que mientras se tramitaba saliera de la prisión de Laredo y fuera arrestado en la Jefatura de la Guarnición de la Plaza, en donde recibí toda clase de atenciones. La cárcel de Laredo estaba convertida además en asilo de locos, pues muchos de los trabajadores mexicanos que iban de ‘braceros’ a Estados Unidos regresaban enajenados, debido a las terribles privaciones que sufrían y al cambio de medio en donde no entendían el idioma, y como en México no había lugar en la Castañeda, los tenían a todos en una celda hasta que murieran, viviendo en un pequeño espacio juntos las mujeres, los hombres y los niños, que daban verdaderos alaridos en las noches.

En esta cárcel se me permitió que hiciera un pequeño cuartito, junto a las celdas de los demás presos, para que fuera la mía. Estando ahí, un día se me presentó una muchacha norteamericana muy guapa, que dijo ser reportera de un periódico norteamericano y que venía a entrevistarme. Cuando estuvimos solos, me dijo que en realidad era empleada del Departamento de Estado de Estados Unidos enseñándome una credencial que la acreditaba como tal. Aseguró que traía orden de darme un cheque en blanco, siempre que yo hiciera declaraciones en contra del gobierno de Calles para que éstas ayudaran a su caída, traición, que me aseguraba un buen puesto en el próximo. En cuanto oí esta proposición, le ordené que saliera inmediatamente, pues estaba en un error al pensar que yo traicionaría a mi jefe y a mi patria.

Una vez que se me concedió mi libertad caucional, me fui a México y durante largos cuatros años tuve que presentarme ante el juez de distrito cada determinado número de días.

Las personas que influyeron para la solución de este penoso asunto fueron el Licenciado Portes Gil, Carlos Riva Palacio, secretario de Gobernación y Pascual Ortiz Rubio. Finalmente se ordenó que se dijera que no había sido prisión, sino arresto, y que éste se purgaba con los meses que estuve detenido y que por tanto se me liberaba de toda responsabilidad.

Como el general Calles me dijo que estaba convencido de que todo había sido una intriga, entonces le pedí que hiciera una declaración a la prensa en ese sentido. Al respecto me contestó que no se podía retractar públicamente, ya que estaba seguro de que yo no le pediría una indemnización, pero los otros diez acusados seguramente sí lo harían. Por lo tanto, solamente me podía dar una reivindicación moral consistente en mostrarnos juntos para que la gente se diera cuenta de que había rectificado. Para ello fundó un negocio en Cuernavaca denominado Proveedora del Sur que fue un antecedente de la CEIMSA, del que me nombró gerente. Y así estuvimos amistosamente unidos hasta la muerte del general, ocurrida después del choque operatorio que le produjo la intervención quirúrgica en las vías biliares practicada en el Hospital Inglés de la ciudad de México. Puedo asegurar que es completamente falso que antes de su muerte claudicara de sus convicciones. Es un cuento eso de que pidió los auxilios de la religión católica.

Manola Álvarez Sepúlveda

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