Prueba de calidad

Capítulo 9

Como si se hubiesen puesto de acuerdo, la prensa escrita cabeceó sus matutinos con noticias similares, todas ellas relacionadas con el giro que había tomado la violencia urbana. Igual ocurrió con los medios de comunicación electrónicos cuya información refería la ola de muertes al estilo Ley del Talión.

         Empezaba el verano y su calor parecía haber alterado a los habitantes del Distrito Federal. El ulular de las sirenas disputaba el espacio con los claxonazos de los desesperados automovilistas que habían quedado varados en medio del intenso tráfico. Daba la impresión que los pobladores de la ciudad eran personas que estaban a punto de perder la razón. Los noticieros radiofónicos repetían sin cesar la nota del día: “Doce asaltantes callejeros ejecutados en el DF. Todos muertos con descargas explosivas”. Cada comentarista manejaba su versión personal sobre los hechos, debido a que los crímenes que ocurrieron de manera escalonada y en diferentes rumbos de la ciudad, tenían el mismo patrón de las otras muertes también de ladrones callejeros. “Las ejecuciones –editorializó uno de ellos– parecen venganzas programadas y ejecutadas por un comando. Todas las víctimas tienen antecedentes penales, algunos con varios ingresos a la cárcel, pero ¿y quién está detrás de esta escalada de violencia que puso a la ciudad en estado de alerta?”

Rafael Ibarbuengoitia quedó impactado por lo que publicaron los medios electrónicos. Gracias el escándalo mediático pudo enterarse de aquello que no quería saber. Vio y escuchó la noticia en un televisor que funcionaba en la oficina del administrador del hotel Presidente Chapultepec, donde se había reunido con la familia para festejar su cumpleaños número 60. La palidez de su rostro preocupó a la esposa que de inmediato y por el celular llamó al médico que atendía a Rafael. “Estoy bien, mujer, no te preocupes y dile al doctor que me impresioné por esto que estamos viendo en la tele, que no es nada grave, que esté tranquilo –dijo a su cónyuge mostrándole el aparato televisivo con una energía que, en efecto, validaba que la palidez se debía a la fuerte impresión que sufrió al comprobar la efectividad de su diseño. “¡Deja ya ese teléfono, por favor!”

Cerca de ahí, en otro de los hoteles de la zona, estaban los jefes policíacos que meses antes se habían organizado para formar el grupo que investigaba “las ejecuciones”, como ellos llamaron a esos crímenes.

         –¿Algún dato nuevo, alguna pista Hidalgo?

         –Tengo datos que me gustaría guardar hasta que certifique su autenticidad…

         –¿No estarás obstruyendo la justicia, verdad? –le cuestionó Corona.

         –Tú sabes mejor que nadie, Ventura, que no lo acostumbro ni me preocupo por lo que supongan o piensen los demás. Estoy en eso y haré comentarios al respecto cuando tenga los pelos de la  burra en la mano. Pero… de qué se preocupan hombre: en este caso el tiempo está a nuestro favor ya que conforme pasen los días se irá reduciendo el número de maleantes. Y esa es nuestra misión ¿verdad?

         –¿Aunque la prensa nos presione?, inquirió otro de los policías que no escuchó o no quiso entender la broma de Juan Hidalgo.

         –De cualquier manera, compañero, los reporteros querrán saber más y más debido a que son insaciables. Y este asunto es como la miel que en lugar de moscas atrae periodistas. Ya ven lo que se ha estado manejando…

         –Hidalgo –volvió a insistir Ventura Corona–, apúrate o cuando menos adelántanos algo para que calmar al big boss. Olvídate de los pinches medios. La presión la tenemos arriba, más que por responsabilidad de la jerarquía, por puro morbo de los jefes…

         –Les prometo que pronto tendré algo interesante. Nada más no me presionen porque, como se los dije hace unos meses, trabajo solo y si he roto mi promesa de no dar la cara es por la urgencia de ustedes que, entiendo, están razonablemente preocupados por esta ola de ejecuciones. Duerman tranquilos y sean felices, su familia se los reclama…

         Después de pronunciar las últimas frases, Hidalgo se retiró sin siquiera decir adiós. Se perdió entre los clientes de la para él oportuna excursión que acababa de tomar por asalto el lobby del hotel, tumulto que lo hizo mimético.

–Buenas tardes –saludó atento y sonriente Simón Rocafuerte a Ibarbuengoita que estaba acompañado de su esposa e hijos–. Qué gusto saludarlos señora, muchachos. Me llamaste y heme aquí…

–Perdónenme –dijo Rafael a su familia al tiempo que tomaba del brazo a Simón–, en un momento regreso, no tardo.

         –Te veo alterado –protestó Simón que había sido jalado con brusquedad–; cálmate, amigo…–le sugirió.

         –¡Cómo carajo quieres que me calme si rompiste tu promesa! –reclamó Rafael mientras que caminaban rumbo a la calle.

         –¿Mi promesa? Lo que dije y prometí fue que nunca te enterarías del resultado de nuestro trabajo por mí o por algunos de los miembros del equipo. Ni tú ni yo tenemos la culpa de que esto se haya convertido en la principal noticia del país…

         –Seguramente pararemos en la cárcel…

         –No, mi querido Rafa, pararemos en el panteón antes que en la cárcel. Ese espacio está reservado para quienes se salven de ¿cómo le dijiste?, ah sí, del rifle sanitario…

         –¿Te volviste cínico o qué te pasa Simón?

         –Nada. Soy el mismo igual que tú. Mira Rafael, estamos aquí en la calle bajo estos árboles porque Dios o quien tú quieras así lo ha decidido. Y si vivimos es porque el ser superior nos escogió para llevar a cabo esta misión…

         –Te escogió a ti y tú me tendiste una trampa. Espero que mi organismo cumpla su cometido ya, lo más rápido que sea posible…

       –Cuidado, Rafael, estás perdiendo tu raciocinio científico. Cálmate, por favor. Y recuerda que los códigos morales se adaptan a cada sociedad. Casi todos: el nuestro, el de Asoka o el Hammurabi, el Licurgo o el Solón hablan de lo que es justo. Y mientras que para unos es justo hacer pruebas nucleares, para otros la justicia implica violar a las mujeres de los enemigos o castrar a las niñas o lapidar a las adúlteras o matar iraquies o mandar a la cámara de gas a un ser humano que cometió un delito grave.

         –Pero también existe la regla de oro, Rocafuerte, que es la de Jesús de Nazaret; es decir, el Evangelio de San Mateo del siglo I, ¿lo recuerdas?: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos”. Y otras reglas más que sirven tanto a los agnósticos como a los religiosos como, por ejemplo, la regla de plata que significa lo mismo pero dicho siglos antes de Cristo.

         –La regla de oro de la naturaleza es que debemos eliminar aquello que la dañe y evitar que proliferen los males que la afectan. Y entre esos males está la sobrepoblación que, así como vamos, terminará por polarizar a la humanidad: por un lado los malos que lo serán porque nadie les dijo cómo ser buenos, y por otro los poderosos que explotarán a los buenos valiéndose de la maldad de ellos mismos y de los demás. En fin, Rafael, podemos perder el tiempo discutiendo sobre el tema hasta que tú o yo dejemos de existir. Ése no es el caso. Te propongo entonces que te olvides de lo que nosotros hacemos y que tu ciencia la adopte quien quiera para usarla en lo que le pegue la gana. Sólo tienen que rogar a Dios que el mundo se llene de gente buena, noble y dispuesta a sufrir lo que deba de sufrir, incluida la violencia de los seres malvados, estúpidos…

         –No te voy a convencer Simón aunque te argumente que en ocasiones como ésta nos mordemos la lengua –dijo Rafael preocupado por la soberbia de Rocafuerte. Lo conveniente para todos y en especial para mi es olvidar lo que hoy he visto y escuchado. Continuaré con mi proyecto original y tú te harás cargo de la prueba científica sin que me digas los métodos que uses. A final de cuentas así funciona la ciencia y ti te toca escoger a los conejillos de indias. Espero que Dios o Mahoma o Buda o el Arquitecto del Universo o el dios que domine el espíritu del hombre, sea quien determine el destino de mi trabajo.

         Rocafuerte se quedó mudo sin saber qué contestar. Había sido sorprendido por la reacción de Rafael que por algún fenómeno mental en ese momento se repuso de la depresión que solía atraparlo debido a su bipolaridad. Estaba sorprendido porque sin inmutarse el científico se despidió con un abrazo para, inmediatamente después, regresar a donde lo esperaba su familia. Simón lo siguió con la vista hasta que se encontró con la mirada penetrante de Juan Hidalgo. Ambos establecieron contacto visual. Y los dos esbozaron un sonrisa poco antes de cada uno por su lado siguiera su camino…

Alejandro C. Manjarrez

Alerta callejera

Capítulo 10

La Virgen Morena parecía mirar con compasión a sus hijos más fieles, como si los estuviera escuchando. Perico, líder del grupo, había convocado a la reunión para intercambiar informes sobre sus compañeros muertos a causa de las “bombas celulares” que los habían mutilado. El número de víctimas, que ya ascendía a 23,  propició que los integrantes de las bandas decidieran suspender su actividad. “Tenemos que cambiar de giro”, fue lo primero que se les ocurrió, propuesta que Perico soslayó para no tener que discutirla: “Antes de tomar decisiones –les dijo– hay que analizar los hechos”. Como había ocurrido en otras ocasiones, el acuerdo fue unánime y de inmediato el grupo se puso de acuerdo para trabajar apegándose a  la recomendación del influyente y poderoso dirigente moral. Después éste agregó:

–Hemos sufrido muchas bajas y nuestra familia está muy preocupada porque todavía seguimos sin conocer el nombre de la persona que dirige esta campaña. Veintitrés de nuestros carnales murieron segundos después de robarse los teléfonos. Sucedió frente a nuestras narices y nadie sabe qué carajos es lo que pasa. Podría apostar que se trata de un plan de la policía ya que resulta absurdo que nadie tenga pistas y muy extraño que ninguno de los jefes policíacos muestre interés por encontrar a los causantes.

–Jefe –interrumpió el encargado del sector donde habían ocurrido el mayor número de muertes–, lo que queremos es vengarnos. Estamos indignados, encabronados. Te propongo que mañana salgamos no a robar sino a echarnos unos cuantos cristianos y quien quite que hasta nos llevemos al mero mero. Son muertes que no pueden quedarse así, mi Perico. Debemos vengarlas…

–Yo también tengo ganas de cobrármelas, compadrito –contestó Perico–, pero si le entramos a la venganza al rato nos va a perseguir la policía. Y entonces ya no vamos a ver lo duro sino lo tupido. Además eso es lo que quieren para cerrar la investigación y después culparnos de todo, hasta de las mugrosas bombas teléfono. Lo mejor es hacernos pendejos un rato y observar cada movimiento. Si acaso, a partir de mañana, nuestra gente tendrá que simular que roba el teléfono y la cartera de los escogidos pero sólo vamos por el reloj y las carteras. O sea le pasan el celular a un compañero para que más pronto que rápido lo regrese al dueño sin que éste repare en la devolución. Si se trata de la misma trampa y en caso de que detonen la bombita, ellos mismos se van a dar en la madre. Ya veremos de qué cuero salen más correas… Es la estrategia que se me ocurre, compañeros, para que esos ojetes paguen con su vida la muerte de nuestros amigos.

–Está muy bien, jefe; sin embargo, te propongo un cambio o un agregado a tu estrategia –le dijo el Chato, encargado del sector Lomas y uno de los más afectados con las explosiones.

–Desembucha –le ordenó Perico…

–Mira jefe: nuestros compañeros seguirán robándose los teléfonos y lo demás, pero tenemos que entrenarlos para que en la maniobra cambien el celular robado por una copia. Y sin que el tipo se dé cuenta le dejan su teléfono dentro del coche. Cuando el güey se entere es porque ya le explotó su celular y él estará entrando al infierno. Y si forma parte del complot en nuestra contra, la venganza será perfecta.

–Me parece buena tu idea Chatito –le contestó Perico cuyo liderazgo se basaba en hacer que los demás se creyeran autores de las propuestas–; mañana mismo la pondremos a funcionar. El problema es cómo sabemos qué teléfono vamos a cambiar –inquirió para él mismo responderse la duda: yo creo que hay que llevar varios tipos de celulares para que no falle el cambio. De una u otra forma, pues, tenemos que devolver el teléfono antes de que explote. Ahí está el detalle mis cuates. Necesitamos rapidez y algo de magia en las manos…

Con esta última frase que perico sacó del bagaje del cómico Cantinflas, se cambió el tono de la discusión produciéndose una lluvia de ideas tendientes a ponerse de acuerdo en la forma de hacer los cambios y cuántos teléfonos móviles se necesitaban. La virgen del lienzo seguía mirándolos como si tratara de encontrar en su bondad las disculpas para esos hombres en cuya fe se incluía la creencia de que sus pecados les serían perdonados en el instante en que los cometían.

El acuerdo se dio. Y los jefes salieron hacia sus respectivas guaridas para instruir y enterar a sus secuaces de que el siguiente lunes se pondría en acción el plan “Alerta callejera”. –Habrá varios observadores que además de filmar las operaciones estarán en comunicación con los operadores –decía cada uno de ellos a su personal: –Por el chícharo escucharán la orden y sabrán a quién asaltar y cómo hacerlo. No deben improvisar. Recuerden que el éxito y su vida depende de que hagan bien las cosas. Aquel que no obedezca puede morir ya sea por la explosión o bien porque será ejecutado por nosotros. Recuerden que esta es una guerra…

La noche del domingo la dirección de la Brigada Terminal convocó a sus integrantes para que asistieran a una reunión urgente. Había varios puntos a tratar: que el balance de las operaciones, que la eficacia de los explosivos, que las reacciones de la policía, que los cambios de método, en fin, todo lo relacionado con el último mes sobre lo que ellos llamaban el trabajo de campo. Ángela, que hizo las llamadas, dejó para el final el aviso a Rafael Ibarbuengoitia. Quería comunicárselo personalmente y acudió a su departamento de seguridad ubicado en uno de los clusters de Santa Fe.

         –Me siento como un niño, Ángela –dijo Rafael antes de plantarle el beso acostumbrado–,  como el novio que recibirá el tesoro más preciado de su amada…

         –Eso es un buen síntoma Rafael –respondió Ángela si poder evitar el rubor de la pena. Son los incentivos que necesitamos para darle sentido a nuestra existencia y nutrir nuestro optimismo que, debe haberte pasado a ti, hace tediosos, pesados, deprimentes y muy tristes los días que nos quedan de vida…

         –¡Ángela! –protestó Ibarbuengoitia–, tú eres mi ángel de la guarda, mi energía, mi fuerza espiritual. ¿Cómo te atreves a hablar de esa manera? Si no fuera por ti, hermosa mujer, yo ya estaría midiendo la fosa donde habrán de quedar mis huesos…

         –Gracias Rafael: perdona la depresión que me cargo; fiebre negra le decían los médicos de antaño. Los análisis que me entregó el médico tienen algo de culpa. Hay indicios de un nuevo carcinoma... ¡Pero olvídalo, por favor!, que no es el primero ni será el último… espero.

         –Vivimos con ello, mujer –atajó Rafael para retomar su tema– y tú estás muy bien en todos sentidos. Tu semblante, tu mirada y tu piel tersa así lo demuestran. Pero déjame que comparta contigo el por qué de mi regresión a la adolescencia –le dijo para retomar el tema y ocultar el impacto de la noticia–: se debe a que mañana lunes haré la prueba con una bacteria que puede revolucionar la ciencia médica. Sus efectos postrarán al portador con malestares terribles: vómito, fiebres, dolores abdominales, jaquecas, mareos y hasta desmayos ocasionales acompañados de convulsiones. ¿Y sabes qué es lo más impresionante? Que su duración variará entre veinte y treinta días, según el organismo que la capte. Pasado ese tiempo la bacteria se desintegrará sin dejar ninguna huella ni secuela…

–¿Me estás diciendo que no habrá víctimas mortales? –cuestionó la mujer.

–Así es, querida Ángela: como en la guerra, el enemigo gasta más en mantener y curar a un enfermo que enterrar a un muerto. Imagínate la movilización que provocaremos a partir de mañana cuando los relojes y las carteras pasen a manos de los ladrones…

–¿Relojes?

–Perdón, que no te lo haya dicho: si nuestro amigo Simón lo autoriza a partir de mañana podemos empezar este nuevo plan…

–¿Propones que dejemos de usar los teléfonos explosivos?, preguntó Ángela con un tono de extrañeza.

–Si, así es. Recuerda que trabajamos contra el tiempo y que el enemigo ya debe haberse dado cuenta del peligro que para ellos significa robar celulares. Es obvio que dejarán de hacerlo, Ángela. E insisto: causaremos más daño enfermando a los ladrones que matándolos…

–Te veo distinto, Rafael –dijo ella–, tus ojos irradian perversidad. –Después bromeó tratando de quitarle a su expresión la fuerza del reclamo que sobreviene con la decepción: –Me recuerdas al general español de apellido Narváez, quien en su lecho de muerte contestó a su confesor que le preguntó si perdonaría a sus enemigos: “No tengo necesidad de perdonarlos –dijo el tipo–, los he mandado fusilar a todos”…

Ibarbuengoita percibió en el reclamo que Ángela pasaba por momentos difíciles. En el poco tiempo que tenía de tratarla llegó a conocer sus sentimientos gracias a sus recíprocas empatías a veces perfumadas con aroma de feromonas. Uno y otro se sentían atraídos pues, pero a la vez frustrados por no poder manifestarse el cariño que en vez de acercarlos parecía actuar como un obstáculo entre ellos y su misión. Se acercó a la mujer hasta tenerla al alcance para estrecharla y musitarle en la oreja sintiendo y haciéndola sentir el escalofrío que antecede al deseo sexual:

–Entiendo tu enojo, Ángela. Yo también estoy indignado conmigo mismo y con la vida, y me enerva la impotencia de no poder desarrollar la cura definitiva para nuestras enfermedades, en especial para la que te afecta. Sobre todo ahora que te encontré y descubrí que dentro del científico existe un hombre sediento de amor, no el familiar que me sobra sino el de la pasión que hace tiempo perdí. Mírame a los ojos –le dijo separando su cara con los dedos entrelazados en el cabello de su nuca. Tenemos el privilegio, Ángela, de conocer nuestro destino y la oportunidad de lograr que otros seres se amen y convivan como yo quisiera hacerlo contigo. Pero por desgracia sólo tenemos tiempo para cumplir el objetivo que tú me ayudaste a encontrar. Lo único que nos queda es esperar que la muerte sea un sueño y que ambos sigamos viviendo de otra forma; que nos encontremos en otra dimensión para tener oportunidad de reparar los daños que ocasionaron nuestras equivocaciones…

–Perdóname Rafael –dijo Ángela con la voz entrecortada por el nudo en la garganta que se dilató al escuchar a Ibarbuengoitia. Sólo pudo mirarlo para hacerle una seña con el dedo indicándole que callara, que ya no dijera nada. Cambiemos de tema –balbuceó–, ¿quieres que te prepare un café?

–Lo tengo prohibido por el médico porque causa gastritis…

Con esta broma se rompió la tensión y ambos salieron a, dijo la mujer, “tomar un poco de oxígeno mezclado con monóxido de carbono”: –¡Es el alimento de los mutantes que vivimos en la ciudad de México! –gritó Rafael aspirando una bocanada de aire mientras abrazaba a Ángela. 

El paseo fue en silencio. Pero no obstante la ausencia de palabras, Ángela y Rafael establecieron una intensa comunicación. Cada uno pensando en sus motivaciones para con ellas tratar de atemperar sus remordimientos: ella volvió a vivir la tragedia de su hijo; y él recapacitó en la oportunidad que representaba contar con el laboratorio que tuvo que abandonar cuando informó a sus jefes sobre la enfermedad que padecía, motivo por el cual fue declarado no apto para continuar con el trabajo. Uno y otro, pues, recuperaron la contundencia con que tomaron las decisiones que habrían de provocar la ola de muertes violentas…

Alejandro C. Manjarrez 

Capítulo 35

La mujer de la zapatilla roja

 

Un sutil pensamiento erróneo puede dar lugar a una

indagación fructífera que revela verdades de gran valor.

Isaac Asimov

 

Pedro conducía su Ford T Roadster. El color amarillo del vehículo daba el toque alegre a la gama de grises difundida por los edificios y la neblina matutina. Había cerrado la ventila del parabrisas y también las ventanas laterales. Supuso que el calor del motor le ayudaría a tolerar el frío que se colaba a la cabina del auto por algunas hendiduras del toldo de tela. Estaba cansado. Había manejado durante más de cinco horas continuas forzando la vista en la oscuridad de la noche sin luna. Justo cuando entró a la avenida 20 de Noviembre, salieron los primeros rayos de sol. Vio cómo esos leves haces de luz casi horizontales cruzaban en su camino para romper la bruma y marcar la trayectoria de la calle transversal. El emblema del automóvil que sobresalía del cofre, semejaba la mira de un arma apuntando hacia la Catedral, la “casa de Dios”. Llegó a la Plaza de la Constitución; rodeó sus jardines y tomó la antigua calle de Plateros. En el trayecto rumbo a su casa se le cruzó uno de los lecheros rezagados cuya carreta era jalada por dos famélicos pencos. “No toco las bocinas —pensó complaciente—; asustaría a las bestias y quién sabe dónde paren los botes de leche… Además es domingo y despertaría a los dormilones”. Esperó tranquilo a que el cochero doblara en una de las calles. En esa breve demora observó atento a tres mujeres vestidas de negro que salían de una casona colonial. “Son monjas disfrazadas de esposas beatas”, dijo para sí cuando se cruzaron por la mira de su auto. Al quedar vacía la calle Pedro siguió su camino: aceleró y diez minutos después ya estaba frente a su casa. Extrajo de la reducida cajuela su voluminosa maleta. Con ella colgando de la mano se dirigió al pórtico de la casa. “Ay —se quejó—, cómo me hace falta una mujer que me espere. Podría ser Imelda o incluso Leonora —musitó con cierta añoranza —. ¿Las dos? Es mucho pedir a la suerte. En fin. ¿Qué hará mi linda gringuita?”, dijo e imaginó la cadencia de sus caderas y su mórbido busto. Recordó el calor de su cuerpo y en seguida sintió un escalofrío. “No cabe duda que Leonora dejó en mi hipotálamo el aroma de su perfume revuelto con el olor de su cuerpo, una esencia que bien pudo haber inventado Afrodita. Extraño sus caricias, el calor de sus manos tersas y juguetonas, los apretones de sus firmes muslos, la candente humedad de su vagina, el aliento de sus jadeos…”

            —Buenos días, sénior —le dijo alguien que pasó frente a él quitándole la concentración.

            —Buenos días —respondió Pedro extrañado por el acento de aquel individuo que parecía tener prisa. Volteó a verlo y le llamó la atención las botas que sobresalían del largo abrigo de astracán. “El tipo es un militar”, se dijo y siguió su camino hasta ubicarse en la puerta de su casa. La abrió y al entrar vio en el suelo una mancha de sangre. Nervioso recorrió con la vista el interior ya con la pistola en la mano sacada de la funda oculta bajo su chamarra de piel. En uno de los rincones descubrió los pies de una mujer tirada sobre el piso, uno descalzo y el otro con la zapatilla roja a punto de caer del pie: era lo único que sobresalía del cuerpo medio oculto detrás el sillón de la sala. Caminó hacia el bulto con la precaución de un militar acostumbrado a enfrentar el peligro que acecha en cualquier parte. Antes de llegar al sitio donde se encontraba el cadáver, revisó la casa dispuesto a disparar a lo que se moviera. Nada. El tiempo parecía haberse detenido. Una vez que confirmó que no había riesgo fue hasta donde se hallaba el cuerpo. Al verlo sintió que el mundo daba vueltas. Se acercó a él sacudiéndolo en un intento de darle vida. La cabeza estaba suelta como si hubiese sido separada del tronco. El cabello cubría las hermosas facciones femeninas. Posó las palmas de sus manos en el pecho de la mujer y, olvidándose de la sensación que empezó a añorar desde que ella se fue del país llevándose su energía, lo oprimió con el ritmo que aconsejaban los médicos. No hubo ninguna señal de vida. Fue entonces cuando pronunció el nombre de Leonora y se puso a llorar para adentro, como lo hacen los niños que quieren ocultar su llanto para que nadie se entere o los vea. “El que te haya hecho esto las va a pagar con su vida”, dijo sollozando. En ese momento recordó la figura, el abrigo y las botas del tipo que se atravesó en su camino. “¡Fue él, es un soldado gringo”!, concluyó con el deseo de venganza reflejado en sus ojos inyectados de odio. La frase “buenos días, sénior” le rebotaba en la cabeza. Sintió correr la sangre por sus venas al ritmo del desorden cardiaco que le provocó la adrenalina. Las pulsaciones parecían reventarlo repitiéndose el mareo que avisa la pérdida de sentido. Se golpeó la cara con las manos abiertas y aspiró profundo. “Ya cálmate”, dijo molesto. Fue hacia el mueble donde guardaba las bebidas y sin fijarse en la etiqueta de la primera botella que encontró, le quitó la tapa y bebió varios tragos. “Es coñac”, confirmó aspirando el buqué. Volvió a beber dos tragos más. Carraspeó. Se tomó del cabello. Lo pensó y levantó el teléfono. Movió varias veces la manivela hasta que por el auricular surgió la voz de uno de sus subordinados. —Manda a mi casa un vehículo grande —le dijo—. Aquí lo espero. Hazlo con discreción. Tú vienes con el chofer y entran por la puerta de servicio. Procuren que nadie los vea y si acaso se encuentran con algún vecino muestren confianza y seguridad. Como si fuesen parte del vecindario.

            La mente de Pedro del Campo empezó a procesar la información que había captado: el lugar donde estaba el cadáver, la forma en que lo encontró, el tipo que se le atravesó en la calle poco antes de llegar a su casa, la falta de una de las zapatillas de su amiga y la hora del crimen que, dedujo por la temperatura del cuerpo y la consistencia de la sangre, ocurrió cuando él estacionaba su automóvil. “¿A qué vino Leonora? ¿Qué traía entre manos? ¿Por qué no me avisó? ¿Quién mandó matarla?” Se preguntaba una y otra vez. Hubo varias respuestas pero no tuvo tiempo de razonarlas debido a que en ese momento se acordó que ambos habían convenido dejarse mensajes debajo del cajón del escritorio. “Cuando no me encuentres coloca una prenda o un recado en este lugar”, le dijo alguna vez. Fue hacia el mueble, sacó el cajón y en el fondo de hueco encontró el sobre que junto con una liga azul había depositado Leonora antes de que la mataran. Iba a abrirlo cuando repiqueteó el teléfono.

—Soy el teniente López, jefe. Ya fue para su casa el vehículo que le ordenó al sargento. Le llamo para informarle que Lupe, nuestro contacto en la embajada, me pidió localizarlo para que le diga que Leonora corre peligro. Algo escuchó pero no me lo dijo porque quiere que usted sea el primero en saberlo. Ya ve como es de misteriosa la señora.

El teniente hizo un silencio largo esperando el comentario o alguna orden de su superior. Sin decir nada Pedro colgó el aparato y regresó por el sobre con la intención de abrirlo y enterarse del mensaje de Leonora. Todavía conservaba el olor afrodisiaco del perfume que usaba la mujer. “Lo abriré después de hablar con el general”, se dijo y tomó el teléfono. Movió la clavija para enviar la señal al aparato de su jefe. Le dio varias vueltas a la manivela y esperó algunos segundos:

            —Mi general —dijo en tono marcial en cuanto escuchó la voz de su jefe—, tengo datos cuya contundencia me obliga a solicitarle ordene que se aplace la reunión con el embajador Téllez y las personas que, de acuerdo con su instrucción, fueron citadas para mañana. Uno de mis contactos —agregó antes de que Álvarez pidiera las razones de la petición— ha sido asesinado, pero hay algunas pistas que podrían dar más contundencia a nuestro plan, a la estrategia. Sólo solicito una o dos semanas Jefe…

            Pedro esperó la respuesta del general con la paciencia de Job. Conocía el cuidado que Álvarez ponía a las palabras cuando tenía que establecer un compromiso importante.

—Está bien —dijo Álvarez—. Espero que me sorprendas con algo importante —amenazó.

            —Confíe usted que así será.

            — ¿Para qué pediste un camión? —cuestionó el general.

            —Debo limpiar las huellas que me sembró alguno de nuestros enemigos...

            — ¿Hay sangre?

            —Sí señor.

            —Espero el informe.

            No hubo más diálogo. Jefe y subordinado colgaron el teléfono. Como si se hubiesen puesto de acuerdo los dos miraron el calendario y consultaron su reloj de bolsillo. Álvarez pensó en los días que faltaban para sorprender a Coolidge. Y Del Campo meditó en qué hacer para encontrar al asesino de Leonora.

            Cuando el silencio se había apoderado del departamento, Pedro escuchó un ruido en su recámara. En su mente volvieron a pasar las escenas del militar saludándolo y el cuerpo de Leonora. Tomó su arma seguro de que tendría que matar a quien estuviera en su habitación. Se acercó a la puerta con el sigilo de los felinos que buscan a su presa. Vio que estaba entreabierta y decidió empujarla con fuerza apuntándole a lo que habría de encontrar. Del otro lado del cañón de su pistola estaba una niña de un año y meses. Alguien la había acomodado rodeada de almohadas. Sus grandes ojos miraron con ternura a Pedro. Éste se quedó pasmado sin articular palabras. No sabía qué hacer. Bajó su arma después de escudriñar la recámara. Volvió la vista a la pequeña en el momento en que ésta dijo: ¿Mommy…?

 Alejandro C. Manjarrez

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