La corrupción, herencia malvada

Alejandro C Manjarrez
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¡Ay Cortés, que pinche herencia nos dejaste!

Gonzalo N. Santos dijo que la moral era un árbol que daba moras o servía para una chingada. El criterio o ejemplo de este hombre ha guiado a muchos de los gobernantes “modernos” que se hicieron millonarios valiéndose precisamente de la mentira. Me refiero a los inmorales que fingen, engañan y defraudan la confianza de los ciudadanos o, en el mejor de los casos, tergiversan la verdad para librarse del juicio del pueblo. Son ellos los que ponen en práctica lo que de manera altisonante definió el tal Santos, un hombre que nunca leyó la Constitución porque, para él, pudo haber sido un árbol distinto al de las moras.

El efecto que ocasiona la corrupción tiene un proceso largo y penoso poco visto o analizado en virtud al otro trayecto, el luminoso que ha hecho del nuestro un país de oportunidades. Por esos destellos se han soslayado sus orígenes a pesar de las protestas contra los corruptos. Es, pues, un fenómeno que se pierde en el día a día, circunstancia que obliga a revisar, aunque sea a vuelo de pájaro, algunos de sus antecedentes, o sea las causas de lo que hoy padecemos como si fuese un cáncer social.

Como el tema es harto complejo seré arbitrario para resumir los orígenes de la llamémosle cultura de la corrupción que inicia con la Conquista, evento éste que produjo un choque de culturas y el encuentro de razas, detonador del mestizaje que nos ha hecho únicos y singulares. Va la historia:

Hernán Cortés llegó a la tierra de Anáhuac al lado de cuatro centenas de feroces soldados, tropa que recibió el apoyo de los frailes instruidos o condicionados —no lo sabemos con precisión— para que confesaran y perdonaran los pecados de la soldadesca, gente ésta por cierto de la peor calaña: violaciones tumultuarias; asesinatos de recién nacidos producto del “pecado” o cohabitación con las indígenas; castigos y torturas a los niños y a las mujeres; y la esclavitud disfrazada de encomienda cuyas víctimas, incluidos los niños, sufrieron cual ganado la marca del fierro candente. Los salvajes del viejo mundo sacudieron la esencia de la América indígena.

Además de la confesión, la otra chamba para los frailes consistió en convertir al pueblo conquistado, trabajo que les resultó relativamente fácil debido a la espiritualidad combinada con los temores irracionales, la creatividad y la sumisión, actitudes todas que, gracias a las bondades del suelo, de la ternura del pueblo y del clima, hicieron de la de mexicana una raza fácilmente manipulable.

El padre de la corrupción

La razón del éxito español se debió, recalco, a la inocencia de los habitantes de América y desde luego a la perversidad de quienes llegaron ávidos de lo que en su país jamás hubiesen tenido: poder y riqueza. Estos incentivos aderezados con la buena suerte del conquistador y el misticismo de los conquistados, permitieron a Hernán Cortés ser un hombre poderoso que no tuvo límites para lograr sus ambiciosos objetivos.

Don Hernán, padre de la corrupción mexicana, pasó a la historia como un personaje cubierto por las sombras de sus acciones, negrura que se iluminó con las luces del Encuentro cultural que él no planeó y, quizás, nunca entendió, y menos aun imaginó que llegaría a convertirse en el precursor histórico del mestizaje o pie de cría de la raza cósmica definida por José Vasconcelos.

Cortés se topó con un pueblo noble profundamente espiritual y por ende supersticioso. Como gobernante tuvo la ayuda de los naturales que sin darse cuenta se traicionaron a sí mismos cuando vieron en él al mítico Quetzalcóatl, la deidad áurea que los abandonó prometiéndoles regresar. Como político ejerció el control valiéndose de su paradójico poderío militar, fuerza consistente en el uso de la pólvora y la táctica castrense-criminal de sus cuatro centenas de soldados sedientos de sangre, sexo y riqueza. Como hombre ambicioso supo manipular al pueblo, igual que pudo haberlo hecho el mítico dios blanco que seis siglos antes se había esfumado de la faz de la tierra. Como creyente se valió del pensamiento mágico del indígena, condición que le permitió utilizar la estrategia basada en causar temor entre los caciques que, de acuerdo con sus costumbres, ejercían el control sobre los macehualtin. Como ser humano fue una basura: genocida, frío, cruel, temerario, ambicioso, traidor, falso, mañoso, calculador. Como católico se sintió apoyado y perdonado por Dios a través de los “emisarios del Ser Supremo”, entre ellos —sin demérito de su confesor en turno— Bernardino de Sahagún, Vasco de Quiroga, Pedro de Gante y Bartolomé de las Casas, los frailes cuya misión —inicio del trayecto luminoso que refiero arriba—, además de catequizar, fue la de rescatar la cultura indígena, implantar ideas sociales, establecer el sistema educativo amerindio, preservar la vida de los naturales de América y perdonar los pecados de la españolada, faltas que los alcanzaron para, supongo, herir su espíritu religioso lleno de buenas intenciones. Todo ello, insisto, bajo el enorme manto del catolicismo español, protección que hizo las veces de lastre al desarrollo intelectual, científico y cultural de México.

Todo cambia para que nada cambie

Con el Encuentro o Choque de civilizaciones empezó en América la conformación de la nueva sociedad cuyo sincretismo se formó con la otra mezcla, la de los fetichismos de dos pueblos: el conquistador y el conquistado. Esa lucha espiritual —por cierto todavía vigente— fortaleció las creencias sustentadas en la magia y reforzó las formas y estilos para engatusar, corromper, mentir, disfrazarse, sobornar y extorsionar, costumbres que impactaron a los religiosos de los siglos posteriores y, entre otros afectados, lastimaron a creadores como Sor Juana Inés de la Cruz.

Ni el incienso ni los rezos ni las promesas del cielo o la amenaza del inframundo, lograron espantar a los “malos espíritus” hoy posesionados del alma de los gobernantes que llegaron al poder ricos o pobres, casi todos descendientes ideológicos de Hernán Cortés: unos y otros disfrazados de pueblo; los ricos de prosapia para permanecer “donde hay”, y los audaces o pobres de origen para ser aceptados en el club donde el que no huele a dinero apesta.

La modernidad obligó al rico a inventar nuevos métodos para seguir explotando al pobre. El pobre que ambicionaba al poder se vio obligado a adoptar estilo y costumbres de quienes se hicieron millonarios aprovechándose de los programas del gobierno y las inclinaciones corruptas de los gobernantes. Cada cual, a su manera, siempre dispuesto a manipular la confianza de la masa (todavía sumisa y supersticiosa) para incrementar sus fortunas personales, basándose en la siguiente fórmula: los que otrora se hallaban en el sector de los jodidos, empeñándose para crear su riqueza económica y por ende el bienestar de sus herederos; y los que siempre han sido ricos, sacándole provecho a las necesidades de la gente.

Así de simple ha funcionado el sistema político mexicano. No importa quién sea el mandatario en turno o cuál el partido en el poder. La mayoría de los gobernantes son succionados por la gran estela que dejó aquel capitán peninsular y por ello forman parte de la rémora que produjo Cortés, el conquistador, insisto, de un pueblo sencillo, crédulo, inocente e impresionado por la imagen del hombre blanco y barbado; reproducción casual de quien seiscientos años antes arribó a las costas de América, llegada que —cuenta la leyenda— fue consecuencia de alguna de las contingencias marinas que empujaron a uno o varios grupos de navegantes de occidente. ¿Vikingos, chinos, siberianos? ¿Y por qué no extraterrestres?

Han pasado más de quinientos años del arribo de Cortés al entonces territorio dominado por los aztecas. En ese lapso los mandatarios cambiaron sí, pero para actualizar las costumbres de sus antecesores. La clase gobernante se “modernizó” con el ánimo de dominar a los testigos fortuitos de cualquier estilo de corrupción. Diría Alfonso Reyes (Visión de Anáhuac): se trata de una rémora que ha hecho de la nuestra una tierra tierra salitrosa y hostil.

El reflejo negro

El político mexicano actúa como si estuviera encantado por el “espejo negro de Tezcatlipoca”. Le atrae ese influjo. Se mete dentro del cristal azogado para, desde ahí, ver el reflejo invertido de su propia imagen. Digo “espejo negro de Tezcatlipoca” porque en él suelen mirarse aquellos que adoptan la vileza de ese dios de la noche, y en consecuencia actúan como si se acogieran al poder de quien —nos cuenta la mitología azteca— nunca cambia porque domina el tiempo y los sentimientos de las personas que resultan perjudicados por los contrastes y dualismos, fenómeno que, según el mito que parece realidad, ha dado forma a este mundo imperfecto, contradictorio, alrevesado, injusto.

Así pues, el que es rico y producto de esa égida se cree con méritos para especular con el dolor y la miseria del mexicano pobre; la razón: necesita incrementar su capital. Ahora bien, si se trata de un ciudadano de origen humilde pero que ingresó al mundo del poder político, lo común es que imite al rico no obstante que lo repudie porque representa el legado de sus ascendientes que explotaron, expoliaron y mancillaron la dignidad de la raza indígena.

El político pobre observa al rico como el dador de la oportunidad que le permitirá alcanzar el beneficio de la riqueza, mientras que el rico piensa en los pobres sólo porque le interesa mantener vigente el proyecto que incluye su renuevo sexenal, inserción que le ayudará a incrementar su capital. El poderoso dispuesto a negociar con aquellos que explota, siempre y cuando saque provecho a esas concertaciones. Y el hombre-pueblo resignado con el trato que recibe —cualquiera que éste sea—, incluso ofreciéndose para engañar a sus semejantes, igual que como en su época lo hicieron los operadores de Hernán Cortés.

El que fue pobre y, por ende, “producto de la cultura del esfuerzo”, ve a su pueblo con ternura pero convencido de nunca más volver a esos sus orígenes modestos. Se corrompe para huir de la pobreza. Y a pesar de que presuma su pasado, lo que dice lo exterioriza dientes para afuera, consciente de que entre más dinero tenga más lejos estará de regresar a esa triste etapa de su vida. Esto lo convierte en un moderno cacique siempre dispuesto a vender a los suyos aunque traicione a su raza, ahora la cósmica; todo por obtener mucho dinero y algo de poder político. 

De pobres a millonarios

Conforme a la costumbre o tradición, el que gobierna a la sociedad de cualquier estado o incluso del país, es porque antes de llegar tuvo que comprar voluntades o alquilar simpatías, “inversión” que el rico o los benefactores suelen recuperar a través de los programas de gobierno o, lo que es lo mismo, del dinero público. Son los “suertudos” que se creen elegidos de Dios y por consiguiente merecedores de los beneficios terrenales provenientes de la bondad de Jehová, Cristo, Mahoma, el Universo o el dios cuántico, depende sus creencias.

¿Por dónde empezar para extirpar el cáncer social cuyo origen es la corrupción?, preguntamos y cuesta trabajo responder. Así que mientras alguien descubre la fórmula ideal, hay que convocar a la sociedad para que haga del conocimiento público lo que muchos saben y les consta, ya sea por alguna experiencia personal, o bien porque el destino los hizo testigos de calidad o damnificados del poder. Cualquier acusación o señalamiento bien fundamentado dará mejores resultados que el guardar secretos por aquello del qué dirán.

La denuncia es pues una de las formas de librar el olvido que se produce cuando el poderoso ve a los demás como una estadística. Se trata de un acto que en el peor de los casos servirá para moderar la corrupción. Claro que existen riesgos; no obstante, éstos se minimizarán en la medida en que el pueblo haga suya la causa. Sólo hay que decir la verdad para que cesen las acciones de los modernos caciques que imitan a Hernán Cortés. Y para eso son útiles las redes sociales, los medios de comunicación y las ONGs 

La verdad un valor moral

La verdad tendrá que llegar a ser un valor obligado en el actuar de los gobernantes. Pero para lograrlo se necesita modificar el concepto de falsedad en declaraciones judiciales dándole otro sentido y penalidad. Ello implica que se legisle con la intención de que la mentira sea un delito grave y, en consecuencia, sin el beneficio de la fianza. Si esto ocurre en Estados Unidos, por ejemplo, donde hasta los presidentes pierden su chamba cuando se les descubre que mintieron o incumplieron su juramento constitucional, ¿por qué no en México?

Por desventura eso no será posible mientras siga vigente el espíritu y las mañas de Cortés, el peor legado del mestizaje. Y menos aun si la política sigue siendo como la casada infiel que Federico García Lorca convirtió en poesía: en cuanto se tocan sus pechos, éstos se abren como ramos de jacintos…

¡Ay Cortés, que pinche herencia nos dejaste!

Alejandro C. Manjarrez