La información es poder

Alejandro C Manjarrez
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—No nos hagamos pendejos —ripostó Bartlett a uno de los enviados presidenciales—. Ése sería un pinche destierro...

Cuando se descubrió que la información era

un negocio, la verdad dejó de ser importante.

Ryzsard Kapuscinsky

Carlos Salinas de Gortari se acicalaba el bigote. Entornó los ojos y le soltó a Manuel Bartlett:

—Manuel: voy a fusionar las secretarías de Hacienda y Presupuesto. Este movimiento deja a Zedillo fuera del gabinete. Como para mi es muy importante su participación, he decidido que le entregues la Secretaría de Educación Pública.

Bartlett, que había llegado a Los Pinos con su proyecto de reforma educativa elaborado por los maestros más destacados del país y especialistas avalados por su trabajo internacional, se sorprendió ante la inesperada noticia; sin embargo, no hizo mutis ni perdió la compostura. Parsimonioso, frío, respondió a su jefe:

—Presidente: el día que tú indiques entrego a Ernesto la Secretaría. Y también este proyecto —agregó dándole una palmada al expediente—, mismo que él conoce muy bien debido a que lo involucré para que, de acuerdo con tus instrucciones, tomara en cuenta las aplicaciones presupuestales.

—¡Perfecto! —respondió Salinas. Entonces tú me vas a ayudar con el trabajo que ubicará a México en el escenario internacional. Ocurrirán en el mundo cosas muy importantes. Y desde la embajada de Francia podrás moverte en pos de nuestro objetivo.

Manuel observó cauto cómo el mandatario se echó para atrás entrecerrando un poco más sus ojos mientras pasaba sus manicurados dedos sobre su bien recortado bigotito. Observó la perversidad en el rostro de Carlos. Le bastaron cinco segundos para ponderar lo escuchado y responder tranquilo:

—Te agradezco Presidente, pero no puedo aceptar tu propuesta. Tengo otros planes en los cuales está incluida mi familia y mis hijos. Ellos me necesitan.

El Primer Mandatario peló los ojos sorprendido. Parecía preocupado ante la inesperada respuesta de su colaborador.

—Por qué no lo piensas —consintió Salinas—. Es una gran oportunidad para servir al país en el nuevo impulso internacional.

—Está decidido —reviró Manuel a botepronto—. Dime cuándo ocurrirá el relevo.

—Te avisará Córdova —sentenció Salinas molesto—. Pero piénsalo… —recomendó en tono amenazante.

Al siguiente día, el “Francés” (así le decían a Córdova) llamó a Bartlett con la idea de convencerlo. Estaban preocupados. Manuel tenía información importante, digamos que confidencial. Le insistió en que aceptara la embajada en París. Lo mismo hizo Emilio Gamboa Patrón. Tres y cuatro intentos y ninguno de los dos tuvo éxito no obstante la amenaza disfrazada: “Tú sabes que al Presidente nunca se le dice no”.

—No nos hagamos pendejos —ripostó Bartlett a uno de los enviados presidenciales—. Ése sería un pinche destierro. Recuerda que yo trabajé en las Secretarías de Relaciones y de Gobernación y que sé cómo funciona el poder. También conozco las penurias financieras de los embajadores, a veces obligados a gorrear comidas y cenas a quienes los visitan. Es un sacrificio que no estoy dispuesto a hacer.

Ante la reiterada negativa y las razones de Manuel, Córdova se tomó varios días antes de insistir al ya ex secretario de Educación Pública. Le preguntó sobre sus planes y el cargo que le gustaría ocupar. Sincero, sonriente, seguro y tranquilo Bartlett respondió:

—Quiero ser gobernador de Puebla.

—¡Pero si tú eres de Tabasco! —respondió el “Francés”.

—No Chema. Soy poblano, el único cuya acta de nacimiento apareció publicada al día siguiente de haber nacido en Puebla —dijo Manuel mostrándole el periódico que daba cuenta de la noticia (entonces su padre era juez de distrito: él y su madre vivían en la Angelópolis).

Entre gitanos no se lee la buenaventura

Así fue como Manuel Bartlett Díaz llegó a ser gobernador. Su primera acción de gobierno consistió en cancelar las operaciones inmobiliarias que había realizado Mariano Piña Olaya con las más de mil hectáreas expropiadas a los ejidatarios. El dos veces senador de la República me dijo que descubrió el gran robo del siglo, acción apoyada por José María Córdoba Montoya, precisamente; comentó que le fue muy difícil recuperar esas tierras y que tuvo que valerse de la ley para convencer a los compradores inconformes con la devolución del dinero que habían pagado al gobierno. “O es eso o se enfrenan a una denuncia por fraude”, sentenció Bartlett a los comerciantes apoyándose en los asesores legales que le acompañaron, uno de ellos civilista y el otro penalista. Ante tales presiones y la frustración mercantil, algunos compradores expresaron su queja: “No podremos recuperar el efectivo que pagamos al representante del gobierno piñaolayista.” “!Pues denúncielo!”, espetó el gobernador a los empresarios, recomendación que ninguno escuchó a pesar de los cientos de millones de pesos soltados bajo la mesa.

Pasó el tiempo y uno de los comerciantes inmobiliarios se encontró al intermediario de los millones de pesos de la comisión pagada por los terrenos ejidales. Era una fiesta por la boda de algún junior. “Qué bueno que te veo amigo —dijo el frustrado comprador con la congoja entreverada con la emoción y el coraje—. ¿Cómo le hacemos para que me devuelvas el dinero que te di”?, preguntó cándido. El ambiente se hizo pesado. El destinatario del decente reclamo levantó su copa de vino y en tono de brindis respondió: “No te preocupes, amigo. Recuperarás esa inversión y un tanto más. Sólo tienes que esperar a que mi hijo sea gobernador de Puebla. Nuestro negocio está bien garantizado…”

El junior de este político mañoso nunca fue gobernador, vaya ni siquiera figuró en alguna de las listas de consolación. Pero salió limpio del pantano gracias a que sus cómplices le protegieron el plumaje.

Alejandro C. Manjarrez