El sexo y la política

Alejandro C Manjarrez
Tipografía
  • Diminuto Pequeño Medio Grande Más Grande
  • Default Helvetica Segoe Georgia Times

¿Cuántos servidores políticos y públicos acostumbran contratar prostitutas para bajar la presión y de paso sacar provecho al afrodisiaco que produce el poder?

Cayó el ministro Profumo e Inglaterra, la de mediados del siglo pasado, siguió su marcha.

Antes, mucho antes, el rey Enrique II le había dado vuelo a la hilacha monárquica con Dianne de Poitiers y su reinado continuó como si nada hubiera ocurrido.

La gran suripanta Ninón de Lenclos, metió bajo sus sábanas a los más ilustres personajes de la Francia del siglo XVIII… y todos ellos, hasta las esposas y los jueces de aquellos entonces, se quedaron calladitos, sin protestar por los amores furtivos, que eran comunes y a veces hasta necesarios para la tranquilidad de la monarquía.

Más o menos lo mismo aconteció por estos lares cuando la Güera Rodríguez hizo circo, maroma y teatro con los políticos, incluidos Simón Bolívar, el emperador Agustín de Iturbide y Alexander von Humboldt. Todos los que sintieron la tersura de su piel, fueron conquistados por ese tacto y el enervante aroma que seguramente despedía la fémina mexicana más popular del siglo XIX. 

Las damas del poder

El gobierno de Bill Clinton, tuvo la marca del affaire Mónica Lewinsky, la aventurilla que puso de rodillas al sistema político estadounidense. El escándalo probó que los devaneos conyugales pueden solucionarse si se abordan con inteligencia mediática. Por ello la primera dama tuvo que representar el papel de heroína, de salvadora de la herencia de los padres de la Patria. Aguantó vara pues. Y la mentira prefabricada logró resistir la más dura de las pruebas públicas y judiciales de aquel país: el perjurio. Y la pataleta de la familia presidencial quedó como una de las anécdotas en la historia de la nación más importante del orbe.

El caso Lewinsky convirtió a sus protagonistas en personajes de best seller, popularidad editorial que las “buenas conciencias” del FBI le negaron a Marilyn Monroe, por ejemplo, inspiración de otro de los devaneos mancomunados de los hermanos Kennedy.

Al final de la jornada, Hillary Clinton fue la ganona porque sacó provecho al barullo armado por su marido. De ahí que llegara a ser primero pre candidata al gobierno de Estados Unidos y después secretaria de Estado del primer presidente de color en aquel país.

Su fama pública mejoró hasta alcanzar la definición de esposa ejemplar, patriota y mujer sufrida, solidaria y dispuesta a hacer cualquier cosa por su nación. Podría incluso ser el paradigma moderno para las mujeres que anteponen su “obligación moral” al reclamo judicial de esposa ofendida. Esto porque soportó estoica el que su marido haya sido descubierto como un presidente entusiasmado por el sexo oral, gusto que “mancilló” la tradición del despacho oval de la Casa Blanca.

El descuido

Eliot Spitzer, gobernador de Nueva York, el cliente número nueve del Emperor's Club VIP, contrató a la prostituta Ashley Youmans, mejor conocida como Ashley Alexandra Dupré. Lo paradójico es que esas oscuras negociaciones le pudieron haber ayudado a encontrar respuestas a sus dudas administrativas y/o políticas. Sin embargo, todo se le vino abajo en el momento en que el FBI metió su cuchara: cuando sus agentes investigaban la red de prostitución operada por el club citado ¡zas!, que aparece en las redes el “góber sexoso”. Eliot se había descuidado dejando las huellas que lo involucraron. Y perdió la chamba debido a los intensos llamados de su libido.

Diría cualquiera de los filósofos del pueblo, los que con sentido común suplen su falta de cultura e información:

Lo que le faltó al gringo fue la asesoría de algunos de los políticos mexicanos, los que a pesar de su ostentosa afición por las sexo servidoras nunca han tenido problemas. O de perdis una buena, honesta y sufrida amante que lo mantuviera emocionado, sexualmente activo y, en consecuencia, políticamente productivo.”

Según establece la sabiduría popular, la costumbre hace ley.

Pero hay de costumbres a costumbres.

Una de ellas, o sea el sexo en el poder, nunca podrá legislarse a pesar de ser tan común como el pedir una pizza para saciar el hambre. Ni siquiera en Puebla donde el Congreso lo haría si su Jefe se los ordena.

Eliot Spitzer queda pues como el ejemplo público de que el concepto “sexo seguro” debe incluir el condón de la discreción. 

Sexo sin fronteras

¿Cuántos políticos y servidores públicos acostumbran contratar prostitutas para bajar la presión y de paso sacar provecho al afrodisiaco que produce el poder?

Supongo que casi todos debido a que el sexo opera como un calmante cuya eficacia supera al Prozac y a los ansiolíticos.

Quienes no acuden a ese digamos que mercado que va de la mano con la historia de la humanidad, es porque evitan exponerse al escrutinio de los “fisgones de palacio”. De ahí que prefieran las segundas opciones, o sea las amantes, mujeres a quienes las esposas de poderosos acostumbran catalogar como las putas de sus maridos.

Imaginemos a un gobernante agobiado por los problemas de Estado: el tipo no sabe qué hacer con equis conflicto, grupo o personaje cuyas actitudes, protestas, acciones y reacciones podrían alterar la vida de sus gobernados y hasta la de él mismo. Elude la aplicación estricta de la ley para no correr el riesgo de que lo acusen de represor o, en el mejor de los casos, de violar los derechos humanos. De repente, entre esas disquisiciones casi de Estado, el subconsciente evoca cuerpo y aroma de la mujer (u hombre, depende las inclinaciones) que alguna vez le hizo masaje y arrumacos excedidos. A la evocación le sigue la tentación y la necesidad: “¡Que me traigan a fulana!”, ordena al tiempo que se justifica: “Necesito un buen rato de sexo republicano… juarista chingao.”

Lo curioso es que después de saciar lo que mal llaman “bajos instintos”, a este hombre, que puede ser imaginario o de carne y hueso —como alguno de los que sin duda el lector o lectora conoce—, se le aclara la mente y se topa con la solución que antes no se le había ocurrido debido al exceso de trabajo y a la abundancia de problemas.

Así, a través del sexo, los grandes hombres de la historia encontraron respuestas a los problemas de Estado. Puede ser, por qué no, que hasta haya ocurrido en el momento del orgasmo (o un poquito después).

Despreocúpese y no se extrañe que muchos de los actuales gobernantes quieran salvar a sus gobiernos acudiendo al “trabajito” de la suripanta, o de la amante, o del gay, o de la compañera ocasional, o de la lesbiana, o de la novia sin inhibiciones.

En fin.

Alejandro C. Manjarrez