Acoso al periodismo

Alejandro C Manjarrez
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Una vieja historia que renuevan los modernos virreyes...

“¡Hermano, qué bueno que viniste! ¿Cómo está la familia? Bien ¿verdad? Me da gusto saludarte. Siéntete como en tu casa. Que de hecho lo es porque el pueblo paga el alquiler sexenal”.

Con esta descarga verbal casi sin resuello, Francisco Galindo Ochoa recibió a uno de los periodistas que entonces criticaban a Gustavo Díaz Ordaz, presidente de México. Escuchó paciente las palabras de su invitado hasta que lo interrumpió con una benevolente sonrisa dibujada en su rostro:

—Estoy muy preocupado. Te quiero ayudar pero tengo algunas dificultades. Por eso te pedí que vinieras…

Al periodista aquel le extrañó el recibimiento y la advertencia. En su mente anidaron todo tipo de malos pensamientos, desde el “¿qué habré hecho?” hasta “qué chisme le contarían a Galindo”. Por fin se atrevió a preguntar:

—¿Me dirás cuál es el problema?

—Te denunció una de tus novias; dice que la violaste... Bueno, pero puedo desaparecer la denuncia y convencer a la muchacha. Es algo que tiene que autorizarme el presidente…

La sorpresa dejó mudo al periodista. No supo qué preguntar. Ante el “descontón” semántico lo único que se le ocurrió decir fue:

—Está enojado tu jefe por lo que he escrito de él… ¿Ésa es la razón de la denuncia?

—No, hombre. Gustavo no se mete en esos problemas. ¡Claro que se ha molestado con tus escritos!; sin embargo, creo que todavía puedo convencerlo de que tú eres un hombre de buena fe y que escribes pensando en ayudarlo u orientar sus acciones para favorecer a la patria…

—Eres benévolo Paco. Y también exagerado. Pero dime, ¿y qué debo de hacer para se acaben mis penas?

—Ayúdame a ayudarte. Escribe algo que ponga contento al presidente. Lo que tú quieras. Le mostraré lo que escribas y le pediré su autorización para que el MP desaparezca la denuncia en tu contra…

—¿Y si no lo hago? —retó el reportero.

—Seguramente irás a la cárcel. Seis años o los que sean en el bote son muchos, hermano. Ojalá recapacites y me des la oportunidad de hablar a tu favor.

—Que escriba yo una nota encomiástica a favor de Díaz Ordaz… ¿A eso te refieres cuando esperas que recapacite?

—Sí señor, a eso me referí. ¿Lo harás?

El periodista levantó la vista para encontrarse con la foto oficial del presidente. Lo miró varios segundos como si esperara un guiño de ojo. “Dicen que el mundo es de los hocicones”, pensó. Después se dirigió a Galindo Ochoa y le mintió para ganar un poco de tiempo:

—Mañana mismo hago una columna laudatoria. Nadie me lo va a creer. Pero eso es tu problema, mi querido Paco. Como también lo es el desaparecer la denuncia que hizo alguna de las mujeres que tanto arrobo te causan. Espero que no sea tu hermana, cabrón.

Francisco soltó la carcajada al tiempo que daba un manotazo en la espalda del reportero. —No cabe duda que eres muy valiente, un hombrecito para aceptar que el destino te jugó una mala tarde.

—No sólo a mí. También al pueblo de México, a la mayoría social que no ha encontrado la fórmula para ser invulnerable a las pendejadas del presidente.

—Haré como que no escuché lo que dijiste…

—Los dos nos volvimos sordos, mi Paco.

Mi fuente me aseguró que el periodista de esta historia se fue a vivir a España donde, becado o no, vaya usted a saber, se puso a estudiar algo. Es obvio que se negó a ponderar la figura del presidente. “Desde allá responderé a cualquier infundio —dicen que dijo a sus íntimos—. Prefiero estar lejos de la familia que en la cárcel o en el panteón. Quizá regrese a México cuando cambie el gobierno o la mujer que no conozco aclare su falsa acusación.”

Los problemas del 68 borraron las sonrisas de Galindo Ochoa y su entonces jefe, el presidente. Supongo que también desaparecieron algunas de las denuncias inventadas para atemorizar a los periodistas. Fue un estilo pedestre contra los “enemigos del régimen”, talante que pasó a ser una simple referencia anecdótica.

Lo que ocurrió después produjo el desprestigio de la figura presidencial, desdoro que hasta la fecha perdura. Y todo por el fantasma del comunismo que una noche negra se apareció en Los Pinos (creo que entró ocultándose entre las piernas de la Tigresa).

Lo curioso del comunicador de marras es que regresó al cargo con José López Portillo. Ya no hizo ni interpretó lo que quería su nuevo jefe, quien atento escuchaba a sus amigos preocupados porque su popularidad iba a la baja:

“Lo que pasa es que Galindo Ochoa —respondía don José— quiere manejar mi imagen como si el presidente fuera él”.

Ya sabe el lector en que lamentable estado quedó la fama pública de López Portillo. Y seguramente conoce a muchos de los amigos que hizo don Francisco, algunos agradecidos por sus salvadoras intervenciones o, quizá, por su benevolente firma chayotera.

Uno de esos días españoles llenos de sol, el periodista autoexiliado en Madrid se encontró con don Gustavo, a la sazón embajador de México, por cierto también autoexiliado.

“¡Ay güey!”, exclamó el colega pensando en las venganzas que maduran con el paso de tiempo. Pero de ese casual encuentro no pasó porque, aparte de la triste fama, don Gustavo había dejado en México los resabios del poder: el único agravio que se llevó al viejo mundo, se llamaba Luis Echeverría Álvarez.

Cosas de la vida pública pues.

Respetado lector: si usted sabe, sufre o se entera que ese viejo estilo se ha repetido en su entidad, no es una simple coincidencia; es la costumbre del poder que detentan los nuevos y “democráticos” virreyes estatales…

Alejandro C. Manjarrez