La Soldadera

Alejandro C Manjarrez
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Una de las víctimas de aquel ataque al pueblo fue María Gertrudis Tlacuilo. La mujer estuvo varios días secuestrada en el cuartel policiaco...

La celada contra los manifestantes que pedían el sufragio efectivo produjo varios muertos y decenas de heridos. Aunque ningún periódico dio cuenta del hecho, todo Puebla supo que el atrabiliario gobernador Mucio P. Martínez se lo había ordenado a Miguel Cabrera, el temido jefe de la policía, dos nombres que con sólo escucharlos causaban miedo, desazón.

Una de las víctimas de aquel ataque al pueblo fue María Gertrudis Tlacuilo. La mujer estuvo varios días secuestrada en el cuartel policiaco. Allí fue violada por casi todos los elementos de la corporación quienes decidieron matarla para evitar las denuncias y venganzas familiares. Sin embargo, poco antes de que se cumpliera la sentencia policiaca, ella pudo escapar aprovechando los efectos de la borrachera sabatina que puso en estado inconsciencia a sus violadores: logró ocultarse entre las sombras de la madrugada sin luna. Y en una dormitada del guardia encargado de vigilar la bartolina donde la metieron a esperar la muerte, salió de la prisión librándose de lo que sus captores habían decretado.

María caminó por las calles sin hacer caso de las personas que se cruzaban en su camino y la miraban unas con compasión y otras por curiosidad. Le dolían las heridas que le produjo el golpe en la espada y en la cabeza. Poco antes de llegar a su casa sintió que el viento frío se le metía entre las piernas. Bajó la vista y se percató de su desnudez: mostraba su vientre y lo que indujo a los policías a comportarse como animales en celo. Se soltó a llorar y apuró el paso hasta encontrar la vivienda familiar. Llegó a su casa y ahí estaba Andrés, el mecapalero amigo de Aquiles Serdán.

El hombre la miró sorprendido porque la suponía muerta. Escuchó el apagado llanto que provenía del interior de aquel maltratado cuerpo. Se le acercó para abrazarla pero ella lo empujó indignada asestándole violentos manotazos en el pecho.

— ¡Júrame que vengarás las ofensas y el martirio a que fui sometida! ¡Anda, dime que lo harás! ¡Júralo ante Dios que todo lo sabe y todo lo puede! —le gritó con voz entrecortada por el gimoteo.

Andrés Rojas dejó salir las lágrimas que había contenido desde que María Gertrudis desapareció. No quiso preguntar lo que era obvio debido a la fama del jefe policiaco y sus esbirros. Imaginó el martirio que había sufrido su compañera. Lloró. Y con el llanto cortándole las palabras logró responder molesto, furioso y con el rostro deformado:

— ¡Juro por Dios que serás vengada! ¡Mañana mismo me voy al pueblo! ¡Alcanzaré a uno de mis tíos; él tiene las armas para combatir a la tiranía! No sé cuándo pero regresaré a despacharme a esos hijos de la chingada que te ofendieron.

— ¡Llévame! —Dijo María. Dejó de llorar en un intento de razonar su odio y aislar la mente. Quería olvidar el ultraje al que fue sometida. Intentaba bloquear los recuerdos que le quemaban las entrañas.

Mientras la escuchaba, sin darse cuenta, Andrés se jalaba su hirsuta cabellera; estaba desesperado, confundido. “Es demasiado el costo”, alcanzó a decir entre dientes. Su muchacha, como él la llamaba, percibió la desesperación y el desencanto de su hombre. Fue entonces cuando María Gertrudis sacó fuerzas del amor que aún sentía para decirle en tono comprensivo:

—No te me quiebres... Tú eres lo único que tengo. Así que dime qué hago para ayudarte a cobrar las ofensas que nos han hecho.

Andrés se quedó callado. La cubrió con sus brazos. Cerró los ojos y sin quererlo su memoria atrajo los momentos y las imágenes que antecedieron a la tragedia que estaban viviendo: recordó lo que días antes había ocurrido en la llamada noche de…

Las antorchas

Por las calles de Puebla corrió un comentario alentador: “La cita es a la hora en que se oculte el sol, allá en el viejo jardín de San José”.

Aquiles Serdán esperaría a sus simpatizantes para iniciar el recorrido por la ciudad, manifestación que sería iluminada con cientos de antorchas. “Lograremos que el pueblo simpatice más con nuestra causa”, dijo a Manuel Velázquez, su leal amigo, confidente y consejero.

Los integrantes del grupo Luz y Progreso habían pasado todo el día fabricando las candelas[1] con las cuales iluminarían su caminar por las calles de la ciudad. Se encontraban reunidos cerca del jardín de San José, en el viejo cuartel del mismo nombre, espacio en ruinas ignorado por las miradas sospechosas de los agentes del gobierno.

Poco antes de oscurecer habían llegado al lugar más de quinientos ciudadanos, unos estudiantes y otros trabajadores, todos dispuestos y entusiasmados con la idea de ejercer su derecho a votar por quien les diera la gana. Como no dejaron nada al azar estaban seguros de que su marcha por la democracia tendría éxito.

Cuando se preparaban para partir arribó jadeando Andrés Rojas, uno del centenar de trabajadores afiliados a la causa que representaba Serdán. “Quiero hablar a solas con usted, jefecito”, le pidió al líder del movimiento. A regañadientes Aquiles aceptó separarse de sus compañeros porque, supuso, se trataba del mensajero que traía un recado de alguno de sus amigos:

—Acabo de escuchar la orden del jefe de la policía —dijo el mecapalero—. El coronel ordenó que se lo quiebren, señor Aquiles.

— ¿A mí?

—Sí, a Usted. Hay muchos de la montada ocultos entre las sombras de las calles que desembocan a la 2 norte. Se me atravesaron, mejor dicho yo pasé por ahí.

— ¿No te habrás confundido al escuchar el nombre? —insistió Aquiles.

—Pus sólo que haya otro que se llame igual que usted —respondió Andrés con la ironía natural del campesino.

Hubo un largo silencio.

—Manuel, Luis, Melitón, Ernesto… acérquense por favor —dijo Aquiles a sus amigos.

— ¡Qué diablos pasa! —protestó Velázquez levantando el quinqué que medio alumbraba los rostros bañados por la tiniebla de los cuartos.

El líder puso su mano en el hombro del espía casual y soltó: — Me ha dicho Rojas que la policía tiene órdenes de matarme. Según él nos han tendido una trampa. Asegura que vio cómo los escuadrones de la tropa rural se escondieron en varias de las calles que desembocan a la 2 Norte…

Ya no fue necesario pedir más datos. Los responsables de conducir la marcha coincidieron en que Aquiles se abstuviera de formar parte de ella. —Mejor escóndete —recomendó Manuel—. Nosotros iremos. Y si es necesario usaremos las antorchas y piedras para defender la causa.

Después de la insistencia de sus amigos Serdán aceptó no participar pero puso una condición: que tampoco fueran Manuel Velázquez y Andrés Rojas, su amigo y el trabajador del mercado que lo enteró de la asonada.

—Dicen que yo soy el alma del movimiento pero en esta metáfora ustedes son el cuerpo. Así que si yo no voy tampoco ustedes; es mi condición.

—Está bien —condescendió Manuel que bien sabía de la tozudez de Aquiles.

—Hay algo que puede hacer el resto —agregó Serdán: conforme avance la marcha, que cada uno avise a los demás para que se dispersen; que la montada no los encuentre juntos. Pero primero díganles de lo que se trata, y que si están de acuerdo suspendemos la marcha. Es lo que procede si queremos evitar que haya compañeros lastimados.

—Ya no es posible Aquiles —intervino Velázquez—, no hay forma de avisar a los amigos que se unirán a la marcha. Lo único que podemos hacer es alertar a quienes encontremos en el trayecto, de aquí hasta el nuevo Paseo Bravo, si acaso llegamos. Como tú bien lo dices, hay que sortear a las bestias de Miguel Cabrera.

—Me adelanto para avisarles —dijo Rojas a Serdán—. Sé por dónde moverme; además yo fui quien escuchó la orden de quebrárselo …

—No amigo, tú menos que nadie…

—Tengo que hacerlo, don Aquiles —dijo Andrés con una mueca de sufrimiento—. Me quedé de ver con mi muchacha. La conoce usted porque trabaja con su madrecita. Se llama María Gertrudis. No vaya a ser que le hagan algo y yo por acá bien a gusto…

—Está bien, está bien —recapituló Aquiles—. Córrele y cuídate para que llegues a tiempo y la protejas. Y de paso previenes a quienes encuentres en el camino. Pero apúrale. Si le pasa algo a tu novia no me lo perdonaría mi madre.

Las previsiones y los avisos resultaron inútiles. Los marchistas se encontraron con decenas de caballos que parecían paridos por las bocacalles que hacían esquina con la 2 Norte, poco antes de llegar al zócalo. De entre las elegantes casonas que el tiempo convertiría en vecindades, aparecieron de la nada cincuenta jinetes blandiendo sus sables con la intención de golpear a los manifestantes. Una vez que los tuvieron al alcance usaron el cachete de las espadas para aporrear a todo aquel que se les atravesaba. Los gritos y las mentadas de madre recorrieron las calles del centro. El dolor físico que infringieron los sables exacerbó el coraje de los agredidos. Varios de éstos se defendieron valiéndose de las teas: unos quemaron las monturas y otros el uniforme de los rurales. Fue entonces cuando los policías dieron vuelta a las espadas para usar su filo sobre las cabezas y cuerpos del pueblo alebrestado.

En la refriega María Gertrudis, la novia de Andrés, el hombre que alertó a Aquiles, recibió un golpe en la sien que la dejó inconsciente. No quedó tirada como el resto de heridos o muertos porque uno de los policías la levantó del suelo poniéndola en su montura. El jefe del uniformado observó lo que hacía su subalterno. Éste sintió en su espalda la mirada autoritaria y volteó al superior que asintió complacido autorizándole a llevarse lo que parecía parte del botín de esa dispareja batalla. La lujuria los había dominado.

La luz de las Adelita

María Gertrudis y Andrés Rojas se fueron a la Revolución. Los dos combatieron a las fuerzas del gobierno porfirista.

Ella, la soldadera, se ganó el respeto de los integrantes de la bola.

Él se transformó en uno de los revolucionarios menos sentimentales cuando de fusilar a los federales se trataba: en cada uno de ellos veía a los policías que abusaron de su compañera y mataron a su amigo Aquiles. Y en Gertrudis se manifestó el entusiasmo y la satisfacción que suele producir el cobro de las afrentas.

—Mira vieja —dijo Rojas después de recibir el mando de un pelotón—: a partir de hoy te olvidas de tu nombre de pila hasta que regresemos a casa, si es que regresamos. Ya te llamas Adelita, igual que todas las mujeres que nos acompañan. Dice mi general Villa que el nombre es en honor a doña Adela Velarde. Hay después te platico la historia. Bueno, a lo mejor hoy en la noche, cuando el alma de nuestro amigo Aquiles llegue para encender las antorchas que alumbran el camino de los muertos.

 

[1] Frías Olvera, Manuel, Aquiles de México. Ed. Congreso del Estado de Puebla, 2010

 

 Alejandro C. Manjarrez