Política, dinero, corrupción y poder

Alejandro C Manjarrez
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En un espíritu corrompido no cabe el honor

Tácito

Puebla, década de los 70-80. Siglo XX

Hubo una vez cierto delegado del PRI que vendía candidaturas al mejor postor. Hizo buenos negocios, sin embargo, la demanda lo rebasó y la circunstancia le obligó a dejar colgados a decenas de aspirantes, los mismos que se unieron para protestar frente al Palacio de Gobierno. “¡Nos robó el delegado!”, gritaron bajo el balcón de la oficina del mandatario. El preocupado y concertador Guillermo Jiménez Morales, a la sazón gobernador, decidió reintegrar el dinero cobrado por el delegado a los frustrados aspirantes. “De lo perdido lo que aparezca”, dijeron éstos. Y de ahí no pasó.

En esos años adquirió fama electorera el coordinador de campaña en la capital poblana (también del PRI), quien, ante la inminente derrota de su candidato, no tuvo empacho en ordenar a su gente poner en acción el plan “B”, mismo que consistió en robar las urnas de las casillas donde Ricardo Villa Escalera ganaba por mucho la elección municipal. Las protestas abundaron hasta que se llegó a un acuerdo, digamos que político: el candidato del PAN no protestaría por el fraude electoral y le pediría a sus miles de seguidores que se abstuvieran de quemar el portón de Casa Puebla, frente al cual, durante horas, sus prosélitos habían permanecido listos y dispuestos a encender la mecha. Los beneficios de aquel acuerdo se manifestaron en la entrega del control oficial de las compras del gobierno otorgándoselo a los empresarios cercanos o financieros del PAN de entonces.

Después apareció en la escena pública otro candidato beneficiario del otrora dedazo burdo y autoritario. Burdo porque sin ser poblano ni conocer Puebla fue designado y por ende electo para gobernarla. Y autoritario debido a que Miguel de la Madrid le entregó el estado para pagarle los servicios prestados a la causa presidencial… o al grupo de los “polveados”, como en los años 50 la raza llamó a los pirruris de la Facultad de Derecho de la UNAM.

En fin, las costumbres políticas de aquella Puebla podrían formar una obra literaria como las que escribía Jorge Ibargüergoitia. O de perdis servir para novelar las historias políticas que manejó la pluma del periodista Luis Spota.

Eran, pues, los días en que adquirió validez burocrática aquello de que lo que en política cuesta, sale barato, “sabiduría” que funcionó como eje de la llamada dictadura perfecta mitigada por la corrupción.

Puebla, segunda década del siglo XXI

Creíamos que había desaparecido la llamémosle cultura electoral de antaño. Y nada, que nos equivocamos porque acaba de reaparecer actualizada y enriquecida (valga el eufemismo) con la sabiduría bostoniana que incluye la oferta y la demanda, ley que ha hecho de la política nacional un negocio sui generis para quienes manejan el dinero del pueblo.

¿Exagero? Usted decídalo después de leer los siguientes hechos, por cierto documentados unos, y denunciados los otros.

Un cercano ex colaborador y ex amigo de Rafael Moreno Valle me dijo: Rafa se comporta como un general cuyo éxito se basa en conquistar objetivos sin reparar en los heridos y muertos que deje su guerra. Ni siquiera los voltea a ver porque no quiere perder de vista la colina que debe tomar para desde ahí preparar las siguientes batallas, triunfos que —infirió— lo llevarán hasta Los Pinos.

Supuse que el camarada exageraba. Pero meses más tarde caí en cuenta que tuvo razón aunque los hechos demostraron que su verdad quedaba corta. Él fue digamos que cauto porque se reservó lo que vendría después, sucesos que superaron con mucho a las efemérides de la época en que los efectos de la dictadura perfecta eran mitigados por la corrupción, precisamente. Vayan algunos ejemplos:

Hoy las candidaturas no se venden; empero, sus beneficiarios adquieren el compromiso de operar el cargo como lo que son: concesionarios del poder.

El poder político funciona como si fuese una empresa que otorga franquicias para ejercer y usufructuar los cargos de elección popular.

El franquiciado se compromete con el franquiciador a explotar (valga el término) el cargo sin alterar el permiso que le autoriza a sacar provecho pecuniario a la marca (PAN), dándole siempre el uso exclusivo que establece la actividad (cargo público) con un agregado: trabajar para beneficio del franquiciador.

Los contratos son de a bigote, obvio. Y cuidadito con que algún concesionario se los pase por el arco del triunfo u omita una o varias de sus “cláusulas”: se gana la sentencia de muerte civil.

Estas transacciones cuentan con el respaldo del trabajo previo que incluye la elaboración de las leyes mañosamente legisladas por otros franquiciados y promulgadas por el franquiciador. Detrás de tales pactos está la tecnología mediática diseñada para preparar y placear al o los beneficiarios del poder político, técnica que no acepta reclamos de aspirantes e impide maniobras personales como las de antaño. Todo queda bajo el control del franquiciador arropado por la dirigencia nacional azulina. Lo único que se ha salido del huacal es el nuevo PRI cuyos dirigentes y candidatos han tomado la vía judicial para protestar por el estilo del alumno que superó a sus viejos maestros. El que las hizo no las consiente, diría el clásico.

Parafraseo a la candidata independiente Ana Teresa Aranda para concluir: los ex del viejo PRI se pusieron la máscara del nuevo PAN dándole a la democracia su toque de corrupción institucionalizada. Una historia que ahora podría inspirar a Mario Vargas Llosa, incitándolo a escribir una novela con el corte de su libro Cinco esquinas, incluido desde luego el toque erótico que da vida literaria a los dictadores y oportunidad para que se manifieste una de las caras del periodismo (la buena) convirtiéndose así “en un instrumento de liberación, de defensa moral y cívica de la sociedad”. Al fin y al cabo no va de por medio el “honor” del autócrata ya que, como dice Tácito, es algo que no cabe en los espíritus corrompidos.

Hasta la próxima, valedores.

 

Alejandro C. Manjarrez

Columna publicada el 19 de mayo de 2016