Historias de familia

Alejandro C Manjarrez
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Tu verdad no; la verdad
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.
Antonio Machado

Sonó el celular. Contesté y escuché la voz de Raúl Torres Salmerón, entonces director del periódico El Heraldo de Puebla:

— ¿Ya leíste lo que dice de ti Rodrigo Fernández Rodríguez? —dijo con un tono de voz por demás sospechoso.

Respondí que no y pregunté en dónde estaba la referencia que, supuse, me dejaba mal parado.

—En la entrevista que hoy publicamos. Habla del libro sobre la vida de Maximino Ávila Camacho, tiempos que rescata Rodrigo que es su bisnieto y ahora su biógrafo.

— ¿Y qué dice el tal bisnieto de don Max?

—Te tacha de mentiroso. Cita alguno de tus libros y, según su dicho, estás equivocado sobre lo que comentas de Maximino.

Le pedí que me leyera las líneas que me había dedicado Rodrigo. Lo escuché atento y sin pensarlo mucho dije que sí en cuanto me preguntó si quería hacer alguna réplica. “Te la publico mañana”, prometió. Y como si fuese un documento que habría de favorecerme en un “juicio popular” escribí lo siguiente:

Resulta extraordinario el esfuerzo editorial que hizo Rodrigo Fernández Chedraui para tratar de lavar (aunque sea un poquito) la memoria de su bisabuelo, el general Maximino Ávila Camacho. Es lo menos que puede hacer el bisnieto del controvertido ex gobernador de Puebla. Por ello admiro su intención genética. Y de paso le aclaro las imprecisiones que maneja en su libro (Vivir de pie, el tiempo de don Maximino) debido a que en la entrevista que publicó El Heraldo de Puebla me endilga el epíteto de mentiroso.

Primero: la información que he manejado no es ningún mito ni viene, como dice Rodrigo, de Gonzalo N. Santos, aquel que dijo que “la moral era un árbol que daba moras o servía para pura chingada”. No. Me la proporcionaron dos personas ligadas con don Maximino; uno de ellos Gilberto Bosques Saldivar, y el otro mi hermano Luis C. Manjarrez.

El primero, un hombre cuya rectitud y labor le ganaron reconocimiento en el mundo entero ya que, entre otras de sus acciones, salvó la vida de más de 40 mil personas perseguidas por Hitler, Mussolini y Franco (en Europa existen ciudades que, para reconocer la labor del chiauteco, pusieron su nombre a una de sus calles o plazas).

Antes de salir del país y desaparecer de Puebla, Gilberto había ganado las elecciones para candidato a gobernador, precisamente a Maximino Ávila Camacho. ¿Qué pasó? Pues nada, sólo que Lázaro Cárdenas le pidió (ambos eran amigos) aceptar la decisión presidencial basada en el fuerte compromiso que el presidente tenía con Manuel Ávila Camacho, su secretario de la Defensa. (El hecho está referido en las páginas de este libro). Fue la concertacesión que inauguró la “política moderna” del México actual.

Como Gilberto no podía regresar a Puebla porque su vida corría peligro, Cárdenas decidió mantenerlo a su lado como director del periódico El Nacional. Después lo nombró cónsul de México en París, ciudad donde empezó su luminosa existencia humanista.

El segundo, o sea Luis, era senador de la República cuando casó con Edna (también conocida como Nina), hija de Maximino (otras dos de las hijas del general unieron sus vidas a la Justo Fernández y Rómulo O’Farril Naude). Esa cercanía familiar y su condición de periodista y fundador del noticiero Clasa Films Mundiales (uno de los primeros que proyectó en el cine las noticias), permitió a Luis conocer muchos detalles de la vida pública de Maximino. Años antes había sido testigo del famoso y controvertido arribo de Maximino a la Secretaría de Comunicaciones, ocasión en que éste le dijo a Luis:

“Acompáñame Luisito, e invita a tus amigos periodistas porque voy a tomar posesión de secretario.”

Ya en el lugar, ante la expectación de los empleados y el testimonio de los periodistas, el general llamó a su hermano el presidente (al que le decía “El Mantecas”) para informarle sobre su acción (lo único que hizo fue adelantarse a la decisión que ya había tomado don Manuel)…

Una historia incómoda

En otro fragmento de la respuesta incluí algunos de los antecedentes que forman parte de mis columnas periodísticas, trabajo recopilado para constituir el contenido de un libro; a saber:

“¿Qué es lo que he escrito?

“Resumo algunas de las líneas que contiene Crónicas sin censura (2 tomos, ed. IPC, 1995), libro de mi autoría”:

La prensa poblana vivió días difíciles durante el gobierno de Maximino Ávila Camacho, cuando decir la verdad equivalía a firmar algo así como la sentencia de muerte. La escribió José Trinidad Mata, editor del semanario Avance, y por ello pagó con su vida. Nunca aparecieron los criminales, pero todos los poblanos sabían que el autor intelectual era el gobernador de Puebla.

El crimen contra Mata ocurrió cerca de San Martín Texmelucan, donde fue conducido por agentes de la policía dizque aprehendido por ser un peligroso anarquista… (Se conocieron los pormenores) gracias a que uno de los homicidas, de apellido Galina, con frecuencia presumía la “aventura” entre sus íntimos…

“Lo llevamos al campo. Cuando le comunicamos que teníamos órdenes de matarlo, se le acabó el valor y entre lloriqueos nos rogó que le perdonáramos la vida, porque, dijo, aún tenía hijos pequeños. Entonces el Baby y yo decidimos darle una oportunidad y le dijimos: desnúdate y córtate con este cuchillo para que le llevemos a mi general tu ropa ensangrentada; después te echas a correr y te esfumas de Puebla.

“El periodista nos obedeció sin chistar: se hizo una profunda cortada en la pierna y pegó la carrera. En ese momento probamos nuestra puntería y don José Trinidad cayó como venadito, herido de muerte.”

Hecha la aclaración subrayé que el relato fue del señor Galina, revelación que confió a Luis en casa de Rafael —hermano del ya extinto Maximino— donde, igual que el segundo sicario, prestaba sus servicios. E inserté otra de las referencias publicadas en Síntesis (1999), como parte de la respuesta al bisnieto del general.

…La muerte de Maximino Ávila Camacho queda debidamente aclarada. Nos dice Luis que después de que Maximino insultó a su hermano Manuel, sufrió un síncope cardiaco. Al instante su doctor, de apellido Larrumbe, decidió encamarlo en el cuarto de la portería de la fábrica La Concha. Por ello el general ya no pudo acudir al banquete de Metepec ofrecido por Antonio J. Hernández. Poco después se le trasladó a su casa en Puebla, a la cual llegó de buen humor y en compañía de Antonio Arellano. Ya en su recámara se quitó las botas en el momento preciso en que su corazón le falló. Quedó trunco su último grito que fue para el mayordomo Arriaga…

Concluí la réplica acotando que había muchas otras “anécdotas” del general Maximino mismas que seguramente no figuraban en el libro de Rodrigo Fernández, el cual todavía no leía. Pero —dije— ahí están en las bibliotecas y hemerotecas para quien quiera consultarlas, todas ellas documentadas por destacados historiadores y periodistas. Ninguno, que conste, basándose en los dichos del tal Gonzalo N. Santos, el de las moras...

 

Alejandro C. Manjarrez